Yo te espero

                                       Yo te espero.
                                  Pero no vengas
                             porque lo que yo quiero realmente
                                                              es esperarte.
                                                           
 ~
Miguel Barnet

 

Te vistes, Yandelis. Te vistes despacio como certificando que todas tus ropas están en sintonía con tu cuerpo. Miras tus pantaletas como si se hubiesen manchado, las hueles, te das cuenta que huelen a tu sexo mojado, que tienes un lago entre las piernas, la razón por la cual te las sacaste anoche. Te pones el sostén, te tocas como constatando que aún tus pechos, ya no tan firmes pero voraces, están ahí, en la posición correcta. Levantas los brazos y dejas entrever una cicatriz debajo de la axila. Te pregunto qué te sucedió. Toda suelta me dices que te han apuñalado en una pelea en un antro de mala muerte, un lugar para tortilleras y maricones de La Habana. Ya sabía que te gustaban las mujeres, te había visto besando alguna vez a Marga, también a Liliana, pero también a Olivier y a Leonel. Veo otra cicatriz en tu cuello, prefiero no preguntar de dónde viene esa. Te pones la blusa y te cubres el torso. Los pantalones entran suaves en tus piernas. Me das la espalda al vestirte, veo tu delicioso trasero, firme, generoso, tentador.

—Eres hermosa, Yandelis —y lo digo sin filtros, sabiendo que no te importará demasiado, que no querrás quedarte un rato más en mi cama. Te miro a los ojos cuando te das vuelta.

Te sorprendes. Tu mirada me corresponde. Parece que no escuchas eso muy seguido. Sé que has visto algo en la forma en que te observo. Algo a lo que no estás habituada, que te gusta, pero que no te animas a probar.

—Lorenzo…

Levanto mi mano señalando que no necesitas decir nada. Lo sé. Ya me lo has dicho antes. Ya me lo he repetido varias veces en silencio, en la oscuridad, en bares, donde te veo bailar, sola o acompañada por un hombre o una mujer.

—Lorenzo… ¿Conoces a Miguel Barnet, el poeta de mi país?

Niego con la cabeza. Conozco a varios poetas cubanos, pero no a él.

—“Yo te espero” —dices y te acercas a besarme y te marchas.

“Yo te espero”, repito intrigado. “Yo te espero”, susurro al vacío de mi habitación.

 

Han pasado un par de meses desde la última vez que te vi, Yandelis. Pregunto al azar, de manera distraída a aquellos que te conocen, que nos conocen, si han sabido algo de ti. Alguien me ha dicho que hiciste pareja con Miriam, que es también de La Habana, una fulana que frecuenta los bares punk y los antros de izquierda del sur de Chicago. Vaya combo, me digo. La espera se hace larga, Yandelis.

Bebo un último trago. Un mojito. Me ayuda a adormecer la espera. Tú, Yandelis, me enseñaste a preparar los mejores mojitos de todo el medio oeste norteamericano.

Camino hasta mi casa, ubicada a pocas cuadras del lago. Veo a alguien esperando junto a la entrada. Ese alguien tiene una valija grande consigo. Ese alguien eres tú, Yandelis. Tu rostro me dice que has llorado, que la desolación te ha visitado a altas horas de la noche y que te ha dejado huérfana, vulnerable, indefensa. Me acerco a ti, tratas de sonreír. No hace falta que finjas, Yandelis, te he estado esperando. Estás aquí, no necesito que me digas nada.

Miriam te ha botado, pero no quiero que me cuentes de tu vida cuasi conyugal. Te preparo comida: Risotto de champiñones. Sé que te gusta. Te sirvo un vaso de vino blanco. Hablamos de cosas sin sentido. Te abrazo. No me animo a besarte, aunque muero por hacerlo. Comes con ganas. Bebes con más ganas todavía. Te acuestas, como que quieres hacer el amor, pero estás un poco ebria. Te pido que me hables de La Habana. Balbuceas. Te quedas dormida enseguida. Me quedo mirándote. Me quedo tocando tu cabello. Me quedo dormido a tu lado. 

La Habana y Buenos Aires son ciudades míticas, me dices. No hay muchas ciudades así. Me has pedido que te lleve a Buenos Aires, quieres encontrar “El Aleph”, pregonas convencida. Te he invitado dos veces, Yandelis. Las dos veces me has dicho que no tienes dinero. “Son dos ciudades que se parecen”, sueles decir. “Son ciudades con las que siempre he soñado, son ciudades de gente que resiste, que batalla…”. “Que sufre”, te interrumpo. Y te quedas en silencio.

Cuéntame de la magia de La Habana, te digo para rescatarte del mutismo. Y tu rostro se ilumina. Hablar de tu ciudad te devuelve años. El brillo de la piel se te multiplica. Tu voz se aviva. Tus manos se vuelven pájaros. Tus ojos desparraman chispas. Y bailas. Bailas al compás de unos tambores que renacen a lo lejos, que te llegan aletargados pero concisos y te envuelven. Te mueves con las notas de las guitarras que acompañan los ritmos del Malecón. Tu cuerpo es miel. Tus caderas se bambolean entre el Ying y el Yang. Te transformas ante mí como nunca lo has hecho antes. Y por primera vez te entiendo. Ahora eres tan nítida, tan diáfana. En un efecto intestino me doy cuenta de todo. Una profunda ignorancia se apiada de mí y te muestra arropada en un sudor dulce, sabor a ron y melaza. Te vas desnudando a medida que bailas y me desnudas también. Me haces bailar, aunque yo no baile. Ahora cae esa moneda que hace funcionar todo y por fin encuentro armonía. Siempre estuviste frente a mí y no lo podía ver. Tú eres La Habana, tú eres el mito, la rebeldía, el jazz que suena en una terraza cualquiera. Y yo, un melancólico taciturno, hoy, en una mañana cualquiera, te envuelvo entre mis brazos y te alzo como si fueras una estatua griega expuesta en un parque. Me adueño de ti, al menos por un rato. Y comulgo en silencio, en besos, en fluidos, contigo.

Al llegar del trabajo te encuentro otra vez esperándome con la valija preparada. Y me imagino todo. Noto que has llorado otra vez. Has hablado con Miriam. Vuelves con ella. Me agradeces, aunque sabes que no es necesario. Te acompaño hasta tu auto y te doy un abrazo largo y cálido. Antes de subirte me preguntas si voy a esperarte para ir a Buenos Aires. “Lo que yo quiero realmente es esperarte”, te contesto mientras sonrío.

Te quedas mirándome, dubitativa. 

—¿Has leído el poema? —me preguntas.

—¿Qué poema? —contesto ingenuo.

Sonríes y me guiñas un ojo.

Veo cómo tu auto se dispara por la calle. Vuelvo al departamento otra vez vacío. Entro en la computadora, a esa página de viajes en la que había estado esa misma mañana. Cancelo los dos pasajes a Buenos Aires que había comprado unas horas antes.