El mundo externo y extraño en las crónicas de Vall de la Ville

 

El día en que Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami de Keila Vall de la Ville
Suburbano Ediciones, Miami, 2022. 138 páginas, ISBN-13: 978-1737293774

 

“No olvides. No olvides. Llegué a mi edificio. Tomé el ascensor. Dejé el mundo afuera”. Así concluye determinantemente el compendio de crónicas de Keila Vall de la Ville: El día en que Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami (SEd, 2022)Esta es una recopilación de textos cotidianos, memorias trazadas a partir de lecturas, encuentros con personas convidadas por casualidad y las cosas halladas en una carrera por Central Park. ¿Cómo asomarse al mundo interior de una escritora que vive inmersa en el caos del transporte público, en el tumulto desmedido, en la vacuidad del espectáculo y en la nostalgia por el terruño? 

La geografía escritural de la autora parte del centro: el cuerpo. Al verse reflejada en otros neoyorkinos escucha sus propios pasos en el andar por la periferia. En la marginalidad, el centro le produce resonancia. El eco de una cita leída en un libro de Murakami se vuelve punto de partida: “el sufrimiento es opcional”. 

Las palabras resuenan, generan una hendidura y Penélope se hace a la mar para sentir y saciar la curiosidad intelectual. Busca y localiza el origen de la cita en el gran océano cibernético: “El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional”, atribuido al Buddha Gautama. Encuentra para pronto desencantarse y descubrir que es una cita falsa. La búsqueda persiste. La crónica es extraña, parte de las vivencias del yo escritora antecedido por el yo lectora. En la búsqueda percibo el tedio, la inquietud, el vacío, el morbo por lo insignificante: “diré en resumen que no creo en la utilidad de casi nada y por tanto he desarrollado un particular afecto por todo aquello ‘que carece de función’, por los lados B, por las historias pequeñas y las miradas periféricas ineficaces, por los objetos abandonados” (13). 

Al regresar Penélope de Central Park, se pone a corregir lo escrito mientras corría. Entonces escribe: “No tengo que correr para escribir. Pero al regresar a casa con el cuerpo ardiendo y la mente limpia, escribo. Elijo una de las viables rutas y hacia ella me encamino, con los sentidos de la percepción claros y dispuestos a discurrir hacia algún posible desenlace” (15). En los escritos de Vall de la Ville toda conjetura es posible y cualquier desenlace bien podría ser el principio de otra búsqueda, el trazo de otro mapa, la crónica de las horas muertas en la Línea 6: “Mi vecino tiene ojos muy negros y bonitos, críticos, bastante alarmados, punzantes, la mandíbula bien formada. Luce delgado y necesita un shelter” (29). La autora es todo oídos, su mirada es insaciable. Tal vez, la vida sí está en otra parte, parafraseando a Milán Kundera, pero también está en la muerte. 

“Dejé el mundo afuera”. “Sí, dejó el mundo afuera”. Afuera. Me repito e imagino a Vall de la Ville tomando el ascensor y desapareciendo detrás de las puertas metálicas. Del imaginario escucho cómo brotan los sonidos que hace el elevador cada vez que abre sus puertas y alguien sale o cualquiera entra. Subir y bajar constantemente circulando los días. Cuántos destinos cruzan el umbral que separa lo público de lo privado; cuántas vidas e historias dichas y no dichas surgen y se extravían en cualquier ascensor y en cualquier calle de New York. Vall de la Ville es una perseguidora en Manhattan. Anda recolectando historias: “las persigo, me empecino afilando la vista, el oído. Las guardo en mi teléfono, en una libreta. Me las repito como un mantra mientras corro en Central Park si es durante ese deambular sudoroso que las he visto” (63). Es “toda ojos”, pero también es una manera de ser y estar despierta en New York.

“Dejé el mundo afuera”, vuelvo a evocar: “afuera”. Ante esa figura creada a imagen y semejanza de lecturas y vivencias de Vall de la Ville me es imposible no regresar a los versos de Pessoa: “Ventanas de mi cuarto, / de mi cuarto de uno de los millones de gente que nadie sabe quién es / (y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?)…” ¿Qué sabe la autora del portero de su edificio? ¿Qué sabe de la inmensa maleta desgastada en un vagón del subway? ¿Qué sabe de un poema de Mary Jo Bang? ¿Qué más sabe sobre el amor que cuando ama, ama a todas las personas que ha amado? ¿Dónde comienza y dónde termina el mundo de la autora? ¿Afuera o adentro? 

Vall de la Ville ha ido habitando New York en cuerpo y escritura. No construye paisajes bucólicos ni atmósferas decadentes. Su búsqueda es permanente y se sumerge lo mismo en la obra de María Zambrano y Simone Weil que Martin Heidegger y Paul Auster. Su prosa no es un río, mas fluye y, por momentos, alcanza un vuelo poético elevado. La autora contempla, reflexiona y dialoga, lo mismo con un homeless que con una acaudalada en un café. Se apropia de la geografía de los lugares que recorre y le da un giro de tuerca al paisaje de la Gran Manzana: “Suele pensarse que el paisaje está afuera. Que los lugares existen fuera de las personas. Pero un lugar es más que su ubicación euclidiana. Su sentido depende del significado que le es dado y ese sentido es inseparable de la propia historia. De cierta forma un paisaje es la prolongación del ser” (81). 

Keila Vall de la Ville ha recurrido a la crónica del yo para asirse en la inmensidad del anonimato de la Gran Ciudad o en las evocaciones de Venezuela. Los textos que componen este volumen son un mapa de ruta de la vida intelectual de la autora, son el testimonio de viejas heridas que aún no han cicatrizado, son bocanadas de aire en un subterráneo que asfixia o en la montaña que vitaliza el alma. Al dejar el elevador, Vall de la Ville viaja al exterior y al volver, bien sabe que ha viajado a su propio centro: “viajo a quien he sido y soy, viajo a mí misma, a mi propio origen. Vuelvo a casa” (85).