Mi lengua madre

El siguiente texto fue parte de "Futuro del español en Estados Unidos", panel inaugural de la Feria del Libro de Chicago 2023 que se realizó en la Universidad de Chicago del 4 al 6 de mayo.

 

Hi, I need to transfer our phone service to our new apartment. My mother is at work right now, but I have all the necessary information. Her ID, her bank account, and her checkbook. She’s working. She can’t come to the phone. But I can do this. I’ve done it before. 

Cuando recién llegamos al sur de California, nos mudamos en varias ocasiones. De un departamentito que compartíamos con varias peruanas frente al Parque Lanark, de Canoga Park, a la Avenida Alabama, donde la señora Isabel nos apagaba el aire acondicionado en pleno verano para que no le hiciéramos gasto. De ahí nos mudamos a la Topanga Canyon y a la Roscoe Boulevard, donde fuimos inmensamente felices porque teníamos una terracita de dos metros cuadrados y acceso a la piscina comunitaria. Al mudarnos cerca de San Francisco, año y medio después, también pasamos de la Civic Drive a la Sunnyvale y de ahí a la Trinity Avenue, donde un viejo maniático golpeaba la pared cada vez que alzábamos la voz, o cuando encendíamos la radio y la televisión en español. Mi mamá trabajaba tanto que yo debía empacar nuestras pertenencias en cajas y maletas cada vez, y llamar a la compañía de teléfonos, cancelar la luz y el agua en un lado y reanudar el servicio en otra parte el mismo día de la mudanza. 

Como todo adolescente de catorce o quince años, detestaba hacer esas llamadas, tener que encargarme de esas cosas de adultos, sobre todo porque no hablaba bien el inglés. Y ese idioma me pesaba en la lengua, me raspaba la garganta. Lo hacía porque no tenía de otra y debía ayudar a mi mamá. Por teléfono y también en persona, cuando iba al banco o al supermercado y alguien que se veía como yo decía no hablar español. Por todo lo que eso significaba en aquellos años: ser un recién llegado, un inmigrante tal vez indocumentado, alguien que no encajaba, o no del todo, incluso en un estado tan latino como California, tan pegado a México, y siempre dándole la espalda. Eran los tiempos de la Proposición 187, aprobada en 1994 para negarle a los inmigrantes indocumentados servicios sociales, servicios médicos y educación pública. Los años del English Only y de la Proposición 227, con la que se buscaba erradicar la educación bilingüe en California…   

Tal vez por eso el inglés fue ganando terreno en mi persona pública. Lo hablaba en el high school y en el trabajo, tratando de minimizar mi acento, para que no se notara mi extranjería. Imitando expresiones coloquiales como un loro, las cadencias secretas de una lengua llena de contracciones —I’m, you’re, can’t— y preposiciones complejas— in, on, at— y doce vocales —puta madre— que no siempre se pronuncian igual. En casa, sin embargo, veíamos Los parientes pobresAgujetas de color de rosaEl Show de CristinaSábado GiganteSiempre en Domingo. Mi hermano y yo cantábamos a todo pulmón, para joder al vecino, las canciones de Maná y los Enanitos Verdes. Y Selena y Gloria Stefan. Y rancheras, cumbias, quebraditas, baladas y boleros y todo lo que nos llegaba del otro lado de la frontera, recordándonos nuestra pertenencia a otra lengua, donde seguíamos existiendo de la manera más auténtica.

Tal vez por eso escribía cartas interminables a mis abuelos, con el español formal que había aprendido hasta el tercer año de secundaria en Lima, tratando de acercar a mis viejos a mi nuevo mundo, o volviendo por un instante a ser aquel que dejé paradito en la puerta de mi casa, caminando por mis calles estrechas, o esquivando el tráfico endemoniado en cada cruce peatonal. Tal vez por eso mismo escribí en la universidad mis primeros cuentos y poemas en español. Porque garabateando frases y escenarios ficticios en mi lengua madre seguía siendo yo.

Pronto me di cuenta, sin embargo, que el español de mis entretelas debía quedar oculto en el clóset. Al menos por un tiempo. No se veía bien que un estudiante de Literatura Hispanoamericana —por Dios— intentara crear sus propios versos, sus pequeñas ficciones. ¿Cómo podía llamar versos a esos borrones que llevaba de arriba para abajo en algún cuadernito que escondía al fondo de la mochila? ¿Qué no había leído a Góngora y a Garcilaso? ¿Y a Santa Teresa y a Sor Juana? Si aprendieras bien la métrica, Oswaldo, verías lo difícil que es crear de verdad, llegó a decirme una profesora de español, valga la aclaración, cuyo nombre no quiero recordar. Como hobby no está mal, me dijo al pasar apuradamente por las páginas de mi cuaderno, sin detenerse a leer un solo verso. Y entenderías la complejidad de una silva, de una endecha, de un soneto clásico. Yo entendía esas complejidades y también que lo mío era distinto. No sólo porque intentaba imitar mucho más el estilo de Rosario Castellanos y Jaime Sabines y Ernesto Cardenal y Claribel Alegría que el de los clásicos del Siglo de Oro, sino porque me sentía años luz de crear algo remotamente bueno e imperecedero. Qué lejos estaba yo del muero porque no muero, de la rosa y la azucena… y de esta tarde mi bien, cuando te hablaba, / como en tu rostro y tus acciones vía / que con palabras no te persuadía / que el corazón me vieses deseaba

Creí entonces que la vieja tenía razón. Zapatero a tus zapatos, Oswaldo. Los inmigrantes no vienen a ser escritores ni a soñar que los chanchos vuelan ni a buscarle tres pies al gato. Ni a crear Sonatinas de versos alejandrinos. Ni ficciones, por favor. Que para eso habían nacido Borges y Cortázar y García Márquez y Rulfo — todos hombres, ¡qué casualidad!— y no tú que deberías preocuparte por publicar artículos, Oswaldo, porque eso y no tus cuentitos, llegó a decirme otra profe en la maestría y en el doctorado, es lo que te va a conseguir un trabajo. Yo se lo agradezco, como buen hijo de mi madre, el haber pasado mis mejores horas citando a Foucault y a Bajtín y a la madre que lo parió. Y seguí escribiendo en secreto. Entre trabajos finales y los artículos académicos que iba publicando. Y las reseñas y las ponencias y las charlas de trabajo que tuve que preparar en inglés para profesores que hablaban español. 

Escribía siempre que podía, y revisaba como un loco mis comienzos, mis finales, el desarrollo de la trama, el santo y seña de algún personaje. Leía mis cuentos en voz alta a los amigos que después de varios tragos y desparramados en mi sala estaban dispuestos a escucharme hasta El Credo y el Padre Nuestro, con tal que la tertulia siguiera acompañada de más tragos y cigarros, tan malos para mi asma. Escribía, sí, pero guardaba mis notas en el cajón porque era difícil publicar en español. Revistas académicas había por todas partes —como cancha, diríamos los peruanos— y en varias de ellas ya había colocado artículos y reseñas de libros de investigación. Pero el mundo de la creación en español era muy distinto al de hoy. Alguna vez envié un cuento al Bilingual Review / La Revista Bilingüe, pero se demoraron ocho meses que a mí me parecieron ocho años para decirme que no. Y tiene sentido. My writing wasn’t Latino enough. Escribía en español, pero sin el sabor local que se esperaba de los Latinos de Estados Unidos en aquellos años. Sin el code-switching tan presente en la escritura chicana, sin hacer referencias a la vida intermedia, on the hyphen, sin las denuncias políticas que se esperaban de alguien como yo. No me fue mucho mejor tratando de publicar en el Perú. Porque allá nadie me conocía. Y aunque mandé cartas y mensajes electrónicos a editores de revistas ofreciendo algún cuentito, nadie me hizo caso. También esto es comprensible. Dime con quién andas y te diré quién eres. Yo había salido del Perú demasiado chico, antes de establecer contactos en la universidad, con gente de allá. Por eso recuerdo con emoción el día que Rio Grande Review me publicó un cuento. O cuando la revista BorderSenses sacó a la luz uno de mis poemas.

Hoy los escritores que escribimos en español en los Estados Unidos tenemos muchísimas oportunidades de publicar nuestros cuentos, reseñas, ensayos, crónicas y poemas aquí mismo, en revistas de creación en español ubicadas en algún rincón de este país, como El BeiSManSuburbanoLiteralLatin American Literature TodaySpanglishChiricú, o ViceVersa, entre otras. Este fenómeno reciente, al que Naida Saavedra ha tenido a bien llamar “el New Latino Boom” se percibe en tertulias y presentaciones literarias de todo tipo, en Ferias de Libro, en la presencia cada vez más notable de las editoriales independientes que nos publican en Chicago y en Nueva York, en Houston, en Salem, en Miami, en Virginia o en algún lugar de California. Paralelamente, siguen en aumento los programas de creación en español en muchas universidades de los Estados Unidos. Y las maestrías en Iowa, El Paso, Nueva York. Y el programa de doctorado de creación literaria en español en Houston, que ya comienza a dar sus primeros frutos. 

Cierto es que el auge del español en nuestras universidades tiene más que ver con que muchos jóvenes de la carrera estudian el español para conseguir mejores trabajos en el futuro — como médicos, enfermeros, abogados, ingenieros bilingües— y no porque realmente les interese nuestra cultura, saber más de nuestro origen, nuestra historia, o las razones que nos hacen habitar este espacio donde algo o alguien siempre nos recuerda que somos extranjeros. Pero, aunque la mayoría solo lo haga por cuestiones económicas, pensando en el futuro en el que tanto piensan los americanos desde que el día que llegan al mundo, bless their souls, están hablando nuestra lengua, conjugándola, aprendiendo sus secretos, escribiéndola y practicándola a solas y en clases, trabajando con nuestras erres —que no es lo mismo una crema de “poro” que fumarse un “porro”— y descubriendo la importancia de las eñes, para no confundir, por ejemplo, el “año” con el “ano”.

Creo por eso mismo que el futuro es nuestro. Que nuestro español seguirá creciendo mucho los próximos años. Porque no es un foreing language, aunque lo quitaran de las páginas oficiales de la Casa Blanca durante de la presidencia de Donald Trump. Porque aunque no todos los más de 62 millones que representamos a la población latina de los Estados Unidos hablamos el español, esa lengua madre está en nuestra sangre, en nuestras costumbres y cultura, en cada uno de nuestros gestos, en las series que vemos, en la música que escuchamos y hasta en los platos que comemos. Y seguirá alimentándose, nutriéndose de los nuevos flujos migratorios que son y serán imparables.

Han pasado muchos años desde que yo ensayaba frases en inglés para ayudar a mi mamá con algún trámite. Ya no siento un nudo en la garganta cuando pronuncio esa lengua ni el temor a ser descubierto por haber dicho algo mal. Y sin embargo, me siento más dueño de mi cuerpo y de mi piel cuando hablo el español, el idioma de mis primeras palabras y canciones de infancia, el de mi letra primariosa y todas mis andanzas por la literatura y la vida. Es el español en el que sueño y canto, en el que escribo, y el que le enseño a mi hija para que nuestra lengua madre siga viva.