La orden es sacar todo lo que uno lleve en los bolsillos. Todo. Y colocarlo en una bandeja de plástico. Yes, belt also, keeys, coins, cellphones. Me tiemblan las manos y siento una gota de sudor recorrerme la espina dorsal. Estoy dentro en un edificio federal, y por años, post 9-11, he evitado los edificios federales, con sus máquinas para detectar metales, bombas, armas, drogas, ántrax, personas, cualquier cosa que atente contra la seguridad nacional. No es que sea un terrorista, o me encuentre en la lista de los más buscados del FBI. Soy un indocumentado entrando a un edificio de USCIS de donde saldré con una residencia aprobada o con una orden de deportación.
Hemos pasado el security checkpoint, los escáneres nos han encontrado inofensivos para la seguridad del edificio y los que en él se encuentran. Hay un guardia mal fajado dirigiendo con el índice a la gente a una sala de espera. That way, to the right, don’t hold the line. Paredes y más paredes de cristal. Aquí no se puede (debe) ocultar absolutamente nada, es la condicionante principal cuando uno comienza un proceso de regularización migratoria. Diga la verdad, no oculte nada, si lo hace, tenga la seguridad que será usado en su contra. No, usted no puede acogerse a la quinta enmienda, usted no es un ciudadano de Estados Unidos, yet.
En la sala de espera hay diez hileras de sillas de vinil negro y estructura cromada. Quedan pocos lugares en la fila de atrás y hasta allá vamos. Quedamos sentados contra una pared regular. Siento un poco de alivio, al menos por el flanco de atrás nadie me ve. Giro el rostro y descubro en la esquina de la pared una cámara de seguridad encendida. Hay una en cada esquina de la sala. En una pantalla van apareciendo los números asignado a cada solicitante y el número de ventana al cual debe acudir para verificación de la cita. La gente conversa en voz baja. Distingo varias lenguas que me son desconocidas, pueden ser árabe, hindi, iraquí, hay definitivamente una pareja hablando en japonés o quizá coreano. Se pueden ver distintos estados de ánimo en los solicitantes y sus acompañantes, algunos, lo menos, se ven relajados, hablan entre sí, sonríen, entienden que esta espera es parte de un trámite necesario, del que saldrán para irse a comer y continuar su vida. Otros, tensos y hasta angustiados no saben qué hacer con el cuerpo, se acomodan en la silla, se miran las manos, observan nerviosos alrededor; entre los últimos definitivamente estoy yo. Escucho a una pareja hablando español y me prendo de sus palabras. ¿De dónde serán? Me pregunto. ¿Será ella la que le arregla la residencia a él o viceversa? ¿Nos harán las mismas preguntas a nosotros que a ellos? De esta última pregunta sé la respuesta; no. No serán las mismas preguntas.
Cada año el Servicio de Inmigración y Ciudadanía de Estados Unidos otorga cerca de medio millón de green cards. Estados Unidos sigue siendo el país con el flujo migratorio más alto en el mundo. La sociedad estadounidense ha sido constituida demográfica, económica, cultural y políticamente por inmigrantes, sin embargo, en décadas recientes existe una polarización política en torno a la inmigración. Y aunque el debate se centra en los once millones de inmigrantes indocumentados y en la seguridad de la frontera con México, el discurso permea a todos los aspectos del tema, imponiendo candados a la inmigración legal.
Aparece mi número en la pantalla y me dirijo a la ventanilla cuatro. Una mujer de mediana edad con una blusa colorida, que uno no asociaría con una burócrata menciona mi nombre detrás del cristal que la resguarda. Entrego mi expediente con la carta que corrobora mi cita, pasaporte vigente y fotografías. En otro folder llevo copia de la solicitud de residencia y toda la evidencia que la apoya. Quien se haga cargo de entrevistarme tiene el mismo folder y en unos minutos, con suerte lo abrirá e iniciará la entrevista de la que depende mi futuro. Todo en orden. Regreso a mi asiento, en donde la mano de mi esposo me recibe e intenta calmarme. Everything is gonna be ok.
Media hora de espera y finalmente escucho mi nombre. Nos levantamos de las sillas y caminamos hacia el hombre que sostiene la copia de la cita. I am officer Domingo. Hispano, maduro, ¿unfriendly? No sé si debo darle la mano. Dudo. Hi, digo y mi voz se adelgaza, apenas la escucho yo mismo. Did your spouse come with you? responde él, Is this your attorney? me pregunta y señala a my spouse.
Un par de carraspeos, un vistazo a la hoja de la cita, y el oficial Domingo comprueba que, en efecto, esta no es una entrevista como otras en su agenda del día. Subimos por un elevador, apenas son un par de pisos, pero parecen interminables. Recorremos otro pasillo lleno de puertas que se abren hacia adentro, en cada una se lleva a cabo una entrevista como a la que me encamino. Hay un silencio que no me explico en un edificio con cientos de personas. Finalmente, Domingo se detiene frente a una puerta igual a todas las demás, la abre y nos invita a pasar. Cortesía o invitación a una trampa.
Sentados frente a un escritorio atiborrado de expedientes lo vemos ajustarse la camisa en la cintura. Tal vez se pregunta cómo demonios le vino a tocar a él este caso. Quizá el primero de este tipo que ha de dictaminar. Sigue de pie junto a su silla ergonómica negra. Hay una computadora encendida en donde el salvapantallas es una foto de Domingo, una mujer y dos adolescentes que miran sonrientes a la cámara. Domingo no sonríe ni en las fotos familiares, pienso. Finalmente se sienta y escribe una contraseña que abre la pantalla. Varios clics le muestran la información que está buscando. Vuelve a ponerse de pie y nos pide que hagamos lo mismo. I am going to take your oath. Raise your right hand. Do you solemnly swear that the information you are about to give is true to your knowledge?
Toda confesión tiene sus inconsistencias.
En junio 26 del 2013, la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos dictaminó que la sección tercera de la llamada Acta de Defensa del Matrimonio DOMA por sus siglas en inglés (Defense of Marriage Act) era inconstitucional y que el gobierno federal no podía discriminar en contra de los matrimonios de personas del mismo sexo para determinar beneficios federales. Tramitar la residencia permanente para tu cónyuge es un beneficio federal. Bajo esta premisa, en agosto de 2013, iniciamos una solicitud de residencia, con base en el acta de matrimonio obtenida años antes en el estado de Iowa, en donde el matrimonio entre personas del mismo sexo es legal desde el 2009.
How long have you been married? Where did you get married? How did you meet?Preguntas estándares que con seguridad cada pareja en las oficinas anexas contestaba al mismo tiempo que nosotros. Quince minutos de entrevista en los que revisa mi aplicación y pregunta sobre nuestros hábitos como pareja. ¿En qué clase de cama duermen? aunque lo que realmente pregunta, es quien de los dos muerde la almohada.
I don’t have enough evidence to grant you a permanent residence, dictamina Domingo.
Salimos de la oficina. Domingo no se ha levantado de su silla al despedirnos. Llevo una brasa ardiendo en el estómago. Nos equivocamos, vamos en sentido contrario. No estoy seguro de poder encontrar la salida, este pasillo es un laberinto.
En el estacionamiento veo algunas de las personas de la sala de espera. Parejas que se abrazan, manos que se estrechan. Vuelvo la vista al edificio. “Los edificios federales deberían reflejar el pensamiento estadounidense contemporáneo, ser un testimonio visual de dignidad, vigor y estabilidad del gobierno” reza un informe de 1962, que durante el gobierno de John F. Kennedy establecía lineamientos de la arquitectura gubernamental. Eso se tradujo en moles de concreto gris, líneas rectas, ventanas ciegas, puertas giratorias, que engullen y escupen cuerpos.
En las semanas siguientes volveré con más pruebas de la legitimidad de mi matrimonio. Becoming American, será una batalla cuesta arriba.