Don Anselmo Laí­nez

 

Don Anselmo Laínez es un hombre de esos que no se doblegan ante los golpes de la vida. Nunca imaginó que desde su nacimiento lo acompañaría una mala estrella, que atravesaría, descalzo, las brasas más ardientes que fuego alguno pudiese arrojar. Tal vez por ello, en su época de poeta y después de tres libros publicados portando el apelativo doctor, le dedicó una oda al Cabo de Hornos. Pero hoy, precisamente hoy que había saboreado el apéndice de la dicha después de aquel profundo dolor que le había causado su viudez, se sentía el más infeliz de todos los mortales, el más mortal de todos los infelices, pesimismo suyo heredado de una madre que nunca fue capaz de servirle, de niño, un vaso de leche medio lleno, sino siempre medio vacío. De chico había sido muy organizado, estudioso, material para alumno abanderado, intacto repetidor de párrafos producto de una memoria robusta devenida enclenque. Pero, Anselmito pasó desapercibido. Ya joven adulto, fue contador de historias interminables imitando fallidamente la manera proustiana de contarlas. Había sido durante mucho tiempo el Catalinón de sus amigos. Vio desfilar mujer tras mujer, llegó a compadecerse de alguna y a advertirle a uno que otro de sus amigos los posibles castigos divinos y no divinos a los que se exponían. Hijo de zapatero o costurera, quizás ambos, había jurado nunca lustrar zapato alguno (ni siquiera los suyos) ni empuñar aguja. Hombre de complejo napoleónico, de apariencia y carácter apolíneos, sobrio en el vestir, respetuoso de la ley (como él la entendía), el orden y las jerarquías. Estaba convencido de que las mujeres eran todas unas “evas”, por lo que la historia les había asignado el lugar que les correspondía. Una sola se salvaba, una sola era “ave”, su mujer, la madre de los hijos que pudo haber engendrado con ella. Si bien Anselmo le había asignado, en vida, el papel que le correspondía en su historia, también solía consentirla con el lema  de “ni tanto que queme al santo, ni poco que no lo alumbre”. Creía firmemente en aquello de “todo con medida”. Él aseguraba que su mujer había sido feliz, nunca sabremos su versión. 

Respetado por un grupo de su comunidad, vituperado por otros, había conseguido, a fuerza de palancas en gobiernos corruptos, un puesto en la cumbre más insospechada: la cultura. También había sido objeto de un par de premios de carácter dudoso, pero en fin, premios, que lo alentaban a seguir escribiendo largas listas de supermercado, producto de la investigación chapucera en la que se había especializado. A pesar de los reconocimientos, la mayor parte del tiempo Anselmo se sentía desgraciado. Pero hoy, precisamente hoy, cuando un conato de dicha le había mojado los labios, cuando horas atrás se había sentido un Alejandro hincándole el costado a su Bucéfalo, un Aquiles arrastrando el cadáver de Héctor, un Espartaco rebelado contra Roma, un Constantino viendo señales en el cielo, un Don Rodrigo con las manos en la Cava, un Orestes dando muerte a Egisto; hoy, precisamente hoy que retumbaban las fanfarreas en su oído, se miró con cierto garbo al espejo sin sospechar que su reflejo le devolvería la imagen de un hombre en decadencia y totalmente vacío.  

 

 

 

Cuento publicado en Aquí no hay gatos (El Pez Soluble, 2022. San Salvador)