La vecina

 

Sólo quería que no se muriera. Que no se muriera. No te mueras, joder.

No deseaba que no se muriera no tanto por pena —que sí, claro, siempre da pena cuando alguien se muere; o casi siempre—; deseaba que no se muriera sobre todo por pereza. Porque, vamos a ver, estaba cenando en la cama los restos de tortilla de la noche anterior, resecos y deliciosos, mientras veía The Young Pope(quién me habría dicho a mí que un Papa me iba a poner cachonda) y con una de esas corrientes de aire tibias pero constantes y extrañamente placenteras del abrasador julio madrileño entrando por la ventana. 

Estaba enteramente sumida en uno de esos paraísos terrenales que componen los placeres diminutos. Claro, podría estar mejor, no te joroba: podría estar comiendo tortillina de la mama recién hecha, con Jude Law de carne y hueso a mi vera —sólo con palio, báculo y mitra, en una fantasía papal hasta ahora desconocida— y con el aire fresco de la sierra entrando a raudales por la ventana. Podría. Pero aún me quedaban un par de semanas para ir al pueblo, jamás conoceré al actor británico que interpreta a Pío XIII y ya no vivo con mi madre. Vamos, que no queda otra: los placeres diminutos no se cuestionan: se viven y se degustan.

Y yo, hasta la tos, era feliz en mi paraíso de mierda, qué quieres que te diga.

Bueno, pues empezó a toser la tía y, como su cocina está a menos de tres metros de mi habitación y teníamos las ventanas abiertas porque hacía un calor de tres pares de narices, se oía todo. Y no sólo eso: esa tos a veces seca, a veces con tropezones, retumbaba en todas las paredes del minúsculo patio del edificio. Asqueroso se mire por donde se mire. Y yo, ahí, otrora feliz cenando y cuestionándome mi ateísmo, ahora con incesantes arcadas de fondo. 

Repugnancia y pereza: eso sentía. No te mueras, vecina, joder, que tendría que dejar la cena, localizar a la casera, dar un parte a la policía, sentirme mal por no haberte auxiliado a tiempo, apartar los ojos de la sotana de Jude Law, parar de desnudarlo con la mirada. Pereza y repugnancia.

Aunque, si se muriera, al menos dejaría de toser, y yo podría terminarme tranquilamente la cena y la serie y lo que me saliera del papo; y, una vez todo acabado, llamaría a la casera o a la policía o a quien fuera. Además, así podría dormir desnuda esa noche, con la ventana abierta de par en par para que entrara discretamente el airecitito achicharrante madrileño sin temer que la vecina me viera cuando se hiciera un café a las siete de la mañana. Siempre hay un lado positivo en todo.

Dejó de toser y fui feliz durante unos instantes divinos; instantes destruidos cruelmente por las perversas campanitas que repican cada vez que abre la puerta la vecina. No llames a mi timbre, vecina, que estoy cenando en bragas y viendo al joven Papa en bragas y queriendo que no te mueras en bragas —en bragas yo, digo; aunque mejor no te mueras en bragas tampoco, que es indigno—. 

Pero los placeres diminutos no son solo diminutos en tamaño, sino también en tiempo: llamó a la puerta. Y, claro, yo no podía simular que no estaba en casa, porque ya me había visto por la ventana. Seguro. Fui a abrir más lentamente de lo que habría esperado de mí misma si me hubiera imaginado un momento de estos de vida o muerte: arrastré los pies y el alma como si pesara trescientos cuatro kilos o como si fuera un mero sujeto cruel que no corre contra la parca. Pero es que me invadía una mezcla de galbana y repelús con tan solo imaginármela morada, porque tendría que ayudarla y dejar la cena ahí, sobre la cama, e intentar reanimar a la vecina mientras mi tortilla se embelesaba con la mirada azul de Jude Law. Nunca hubo una tortilla tan dichosa…

(¿Des?)afortunadamente, la vecina no estaba ni morada ni muerta. Que me he comprado una cafetera nueva de estas de capsulitas y que no sé cómo va. Que si me ayudas. Que solo es un momentito. Que eres muy mañosa. Que pusiste las cuerdas del tendedero en un periquete y muy bien colocaditas.

Como no tenía nada contra ella —excepto que se enrollaba como las persianas— y como en el fondo soy una pusilánime y no sé decir que no, abandoné al Papa y a la tortilla para ir a echarle un ojo a la maldita cafetera a las once de la noche. Yo soy diestra y ella es torpe, así que le solucioné el problema en unos diez o quince segundos, tiempo suficiente para poner en juego mi felicidad. Y eso que creía que aún estaba a tiempo: sólo con pensar en los restos de los restos de la cena del día anterior y en la imagen de Jude Law con casulla y alba, se me hacía la boca agua. 

No sé qué me contó de su trabajo. No sé. Yo solo pensaba en lo que pensaba. Y ella, erre que erre con sus rollos —café, curro, bombilla, literatura—.

La vecina, de tos ya pretérita y añorada, me tenía atrapada con esa verborrea pegajosa de las personas que vivimos solas. Pero lo peor fue eso de la “literatura”. Que yo también escribo. Que he escrito algunos textos, pero no se los he enseñado a nadie. Que si te importaría leerlos un día que nos tomemos un café para ver qué te parecen. Que a veces me sale escribir y creo que es bueno que lo haga. 

Tócate el higo, María Manuela. Ahora extrañaba hasta las entrañas la bendita tos. Y es que siempre evito trabar amistad con escritores, aunque sean potencialmente buenos, porque no sé no decir la verdad. Y, admitámoslo, la literatura exquisita es escasa. A ver, no tengo ni idea de a qué se dedica mi vecina, porque no la escucho cuando me habla de trabajo al otro lado del tendedero o del rellano, pero ya solo con haber leído los cuatro wasaps que me ha enviado, sé que no es escritora. Pereza y repugnancia, otra vez.

Volví a la cama, por fin, pero tarde: todo roto: Pío XIII era todito entradas y senectud, la reseca tortilla se convirtió en náuseas, sabía que tendría que leer en un futuro no muy lejano unos textos lastimeros y llenos de faltas de ortografía y, para colmo, el aire tórrido y asfaltado de Madrid ahora además se mezclaba, hediondo, con los humos del kebab del local de abajo. Encima de todo, la vecina seguía viva y ya no podría dormir desnuda con la ventana abierta: o una cosa u otra: qué mundo tan cruel: los desplaceres diminutos también existen y se desviven y se disgustan y sólo nos queda soñar.

Comencé a añorar adamadamente el aire fresco de Gredos. Ponerme una rebequita al atardecer, respirar deskebabosamente, no sudar por las noches dando vueltas en la cama. Cosas. Y ahora cuento los días para reencontrarme con los placeres diminutos del pueblo. Y hasta me planteo ir a misa: quizás el cura de este año sea (casi) tan guapo como Jude Law.