La obra de Diana Solís: la plenitud de la vida


Healing Odyssey, 2010, acrílico sobre papel.
 

La obra de Diana Solís es el reflejo de un encuentro íntimo, lúdico y social. Su mundo visual no es menos complejo y vital que sus vivencias. Uno de sus cuadros nos puede cautivar a primera vista, pero su obra precisa algo más: una segunda mirada. El primer encuentro con una de sus pinturas o fotografías puede ser furtivo y producir un encuentro vacuo. Pero la obra requiere tiempo, una mirada más profunda para que incite a un diálogo sin máscaras. ¿Acaso no debería ser así toda conversación con una pieza de arte?

Solís ofrece una propuesta visual elaborada. Ha incursionado en la fotografía documental y artística, en la ilustración y en la pintura. En cada época y en cada medio ha dejado un registro del tiempo vivido, ya sea con el lente o con el lápiz y el pincel. En su obra proliferan los vuelos exquisitos, pero también hay tropiezos. ¿Quién no los tiene?

Diana ha sido activista y viajera obstinada; también ha vivido la vida bohemia. En la creación su espíritu ha ido encontrado el tono de su voz. Una voz honesta, que propone y revela.

En cada obra ha dejado algo del espacio que habita. Es exploración consciente y fluir de conciencia. En su obra conviven la zozobra y el placer por la vida. Solís nace como pintora abrigando el color y la rijosidad de las superficies. Observa la obra de Tamayo, Toledo, pero también la de Tàpies, Klee y Francesco Clemente. Mas no queda varada en una escuela o movimiento. Indaga. Se reinventa. Busca un lenguaje propio: dibuja, pinta, refriega el lienzo, desvanece la línea obvia, matiza la superficie del lienzo. Traza figuras, conceptualiza sus formas y discursos y los deforma. El crear es un proceso dialéctico de creación y deconstrucción. El discurso, la propuesta plástica y la búsqueda existencial devienen en fotografía, ilustración o pintura.

Aunque toda obra de arte pretenda la universalidad y la trascendencia, no deja de ser una creación humana. Y ese humano tiene una historia, un bagaje y todo ello de una u otra manera se encuentra en su obra, ya sea la candidez, la desesperación existencial o la dicha cotidiana.

Diana Solís nació en Monterrey, todavía no caminaba y ya andaba en los pasos de la ruta inmigrante. Llegó a Chicago a los nueve meses de vida y los primeros años los pasó en el barrio de Bridgeport. En 1963 Diana tenía siete años y junto a la familia se mudó a Pilsen. En ese entonces Pilsen comenzaba a apropiarse de una identidad mexicana, chicana. Era una época de efervescencia política y comunitaria. La madre de Solís, Esperanza, fue voluntaria en Mujeres Latinas en Acción. Su padre, Enrique, además de cosechar algodón, trabajó como obrero en los ferrocarriles y como operador de máquinas en una fábrica. Y en las horas muertas dibujaba y era asiduo a la lectura. Diana adquiriría de su madre la vena política y su compromiso con los más vulnerables. Y de su padre heredó su pasión por las letras y el arte. Pertenece a una generación de pintores que también la integran Mario Castillo, Marcos Raya y Salvador Vega. Solís es retoño artístico del Pilsen mexicano, del Pilsen bohemio.

Las comadres del barrio, 1993.

Después de las revueltas sesenteras en la Harrison High School en 1973, ingresó a estudiar literatura en español y estudios latinoamericanos en la Universidad de Illinois, Chicago Circle Campus pero no terminó la carrera. En 1976 cambió de giro en sus estudios y entró a estudiar fotografía en Columbia College. Tampoco terminó la carrera. Sin embargo, la pulsión visual ya la traía en la venas. Y además, era curiosamente inquieta. Trabajó en un estudio de modelaje. Ejerció el foto periodismo, trabajó para el Chicago Tribune y también para el West Side Times, pero una fuerza visceral la inquietaba más que el simple registro. En las fotos que tomó del barrio hay la intención de lograr una composición decorosa, de capturar un momento histórico y de dignificar a la condición humana. Lo mismo se palpa en la fotografía del sepelio de Rudy Lozano, en 1983, que en Las comadres del barrio de 1993. 

En la fotografía Las comadres en blanco y negro, Solís captura una época y una cosmovisión en una escena cotidiana de Pilsen de principios de la década de 1990. Compuesta por varios planos vislumbramos a tres comadres que indirectamente triangulan una conversación entre cuatro seres. Dos de las comadres, dialogan a sus anchas, una tercera de rostro dubitativo mira fijamente a la cámara y la cuarta comadre ha detenido su marcha para pausar el tiempo con este admirable registro. Las tres comadres no solo hablan entre ellas, también nos hablan de las condiciones de exclusión en las que se vivía en el barrio. Las comadres como signos también hablan de su condición de género. Más allá de la marginación social, laboral y, posiblemente, doméstica, la relación entre las comadres denota una relación profunda entre las mujeres. Y si algo trasciende al primer plano es acaso la dicha del encuentro entre iguales.

Mientras Solís exploraba e interiorizaba el barrio con su Nikon F SLR, también comenzó a viajar. En el otoño de 1979, Solís viajó a la primera marcha por los derechos de las comunidades lésbica y gay en Washington DC. De ahí su circulo de amistades se amplió y complementó, y al año siguiente viajó a estudiar un curso de economía a la UNAM. En 1981 asistió a Lima, Perú, al Primer Encuentro de Mujeres Latinoamericanas y del Caribe. En Pilsen, Solís comenzó a encontrarse con sus raíces y le interesó documentar la cotidianeidad y vitalidad de una comunidad de clase trabajadora. Asimismo fue registrando los movimientos políticos que comenzaban a cuestionar el orden establecido y también fue capturando a los protagonistas de la incipiente vida literaria y artística. Por otra parte, al viajar comenzó a reconectarse con sus raíces y a contextualizar sus inquietudes artísticas y políticas dentro de un plano universal.


Lovers, 1986.

De la exploración documental, Solís pasó a la exploración del cuerpo, sus formas y sus claroscuros. Si la fotografía documental nos revela el mundo social de los protagonistas, la fotografía artística (si es que se podría diferenciar de la documental) es una exploración abstracta de la intimidad de los individuos. Lo obvio va desvaneciéndose, la forma comienza a tomar múltiples significados. La fotografía como obra de arte se reviste de misterio. No da todo. Sugiere. Libera al artista y a la obra. La fotografía se vuelve cartografía de la existencia del sujeto y del objeto fotografiado. De este segundo periodo creativo de Diana Solís me atrapan sus fotografías relacionadas con el cuerpo humano. En ellas los cuerpos ya no son cuerpos, son fotografías, son obras de arte. ¿Y que proponen o sugieren dichas obras? 

La intención de la artista con cada obra nunca la sabremos. No se puede reproducir una vivencia creadora. Todo es aproximación. Acercamiento es la obra como es el comentario sobre ella. En la fotografía Lovers, 1986, Solís no captura la esencia de los amorosos (creo que ésa ni los amorosos lo logran). Más bien, a través de las formas y claroscuros resalta la amplia gama de matices que van del negro al blanco. Todo es acercamiento. El cuerpo que sugieren las formas es un arcano. Sabemos del título por el tatuaje en el hombro izquierdo. El sujeto se ha rayado una mariposa en la piel con las alas desplegadas. Los amorosos simbolizan libertad, pero dicha libertad está asida entre contornos y matices. En la fotografía, la espalda demuestra fortaleza, es una espalda rígida de un cuerpo efebo. La identidad del sujeto es una incógnita. Los amorosos se tornan una idea sin rostro. Danza de formas y significados. Si algo me queda claro es que en el amor ni todo es blanco y ni todo es negro. Y la armonía estética perpetuará el idealismo del concepto y la carga vital del deseo y el desamparo de los amorosos. 

La reinvención plástica de Diana no se podría explicar sin mencionar que es sobreviviente de cáncer de mama. Creo que en toda obra se percibe un soplo de vida. El dolor y el pesar de su cuerpo lo transmuta en una experiencia vital. Solís no muestra el dolor crudo ni el grito exasperado. De más de una manera el arte la ha salvado y con su obra transmite la alegría de la vida.

Aunque Diana dibujó desde pequeña influenciada por su papá y llegó a ganar un concurso de dibujo en la primaria, el dibujo no lo tomó tan enserio sino hasta cumplidos los cuarenta. En 1997 finalmente obtuvo su bachillerato en Fine Arts. Y bajo el tutelaje de sus maestros Dan Ramírez, Kerry James Marshall y Rodney Carswell, comenzó a explorar la pintura y el dibujo. En sus obras tempranas buscaba una voz. Por fortuna, le hizo más caso a sus vísceras que a la crítica agria y siguió pintando. El espíritu creativo es libre a diferencia del cuerpo y no puede encasillársele a un solo medio expresivo. Como una chiquilla, en sus pinturas comenzó a surgir una zoología fantástica que se fue transformando en seres antropomórficos. Dibujos con cuerpos de niños y rostros de criaturas animalescas o viceversa. Juegos de máscaras y de virtudes. Líneas pueriles reminiscentes del comic. Seres tiernos que literalmente rayan entre la simpatía y el horror. El mundo lúdico de Solís encanta, aterra e invita a la contemplación. Su obra reciente cuestiona la manera de ver y sentir la pintura.


Oars to the wind, 2016, acrílico sobre madera.


Desde mi perspectiva, en la pintura Oars to the Wind, 2016, Solís alcanza un vuelo alto y prodigioso. Rico en texturas, líneas escasas mas necesarias. Es una obra que vincula con gracia el rigor estético con el humanismo. Entre capas de pintura, líneas escuetas aparecen unas figuras que indudablemente nos remiten a pensar en la otredad y en las condiciones del mundo actual. Es un homenaje a los excluidos de la modernidad: el inmigrante global. Oars to the Wind no es una arenga panfletaria. Es una obra de arte. Al mirar el cuadro con detenimiento, nuestro rostro comienza a aparecer. La obra me mueve y me conmueve. Yo soy los otros. Esta obra en particular invita a tomar partido por la vida y por el arte. Todas las vidas valen. Solís propone ver al mundo con empatía, con compromiso.

Oars to the Wind bien puede ser el eco de una niña que llegó a Chicago hace sesenta años y que desde entonces no ha dejado de querer ser alguien. Hoy es una artista que merece ser reconocida por su labor como activista, promotora cultural, docente y artista. Vocaciones que no están peleadas. A pesar de haber crecido en un barrio marginado en Chicago, de haber estado convaleciente, la obra de Diana Solís nos invita a reflexionar, honrar y vivir a plenitud la vida.

 

Franky Piña. Escritor, diseñador gráfico y videógrafo. Ha sido cofundador de varias revistas literarias en Chicago: Fe de erratas, zorros y erizos, Tropel y Contratiempo. Es coautor del libro Rudy Lozano: His Life, His People (1991). Un cuento de Piña fue publicado en la antología Se habla español: Voces latinas en USA (2000). Fue editor de los siguientes libros de arte: Marcos Raya: Fetishizing the Imaginary (2004),The Art of Gabriel Villa (2007), René Arceo: Between the Instinctive and the Rational (2010), Alfonso Piloto Nieves Ruiz: Sculpture (Editorial El BéiSMan, 2014). Es director editorial de El BeiSMan.