Mi mamá en el altar. Adorada siempre.
La primera muerte documentada en el seno de la familia después de mi nacimiento, ocurrió cuando tenía cuatro años de edad. Una tarde de agosto, mientras dormía la siesta, mi abuelo materno sufrió un paro cardíaco. Tenía 50 años. No sé cuantas veces he escuchado la expresión “¡Muerte de millonario!”, con respecto a esta forma de morir. Me atrevo a decir que es la preferida por la mayoría de las personas. Nunca he escuchado a nadie decir, “quiero morir apuñalado”, “ahogado”, “quemado”, “de inanición” o “me gustaría caer de una montaña y rebotar violentamente contra la barranca”. Está por demás decir que no recuerdo el incidente de la muerte del abuelito, y mucho menos los detalles. Según mi abuela, fue “después de comer, entre las 2:15 —cuando empecé a hablar por teléfono— y las 3:00 PM porque a esa hora colgué y fui a ver por qué no se había despertado”.
Mi madre después platicó cómo se había enterado de la muerte de su adorado progenitor. Mi padre y ella estaban cenando en un restaurante, cuando de repente vieron entrar a la mejor amiga de mi madre, la tía Queca. Mamá la vio y se levantó de la mesa para encontrarla en la puerta. La tía Queca le dijo que su papá estaba muy enfermo y que era necesario que se fuera a Monterrey inmediatamente. Se abrazaron. Mi papá (sentado a 3 metros de distancia) le hacía señas a la tía para que le dijera qué carambas estaba pasando. La tía, abrazando a mi mamá de frente a mi padre, intentó decirle formando palabras con la boca sin emitir sonido —“M-U-R-I-O-D-O-N-M-A-R-I-O”— e hizo el gesto universal de kaput (ojos cerrados, lengua de fuera). Cuando se fue mi tía y mi mamá regresó a su mesa, mi papá le preguntó: ¿Quién se murió? Le arruinó la cena.
En segundo de primaria, las monjas nos llevaron a la capilla del convento a ver a una monja que acababa de morir. ¿De quién fue la brillante idea de llevar a un grupo de niños de siete años a ver a una monja muerta? No sé, pero no me extraña: la crueldad de las monjas está bien documentada. Fue el primer cuerpo que vi y nunca olvidaré su piel morena, estirada, y ese rictus de dolor dibujado en el rostro. La impresión me provocó un ataqué de risa incontenible. Mis compañeros y las monjas se me quedaron viendo horrorizados y Sister Estela, después de regañarme, me sacó del convento con mucha dificultad, pues la risa no me dejaba caminar. De nada sirvieron las amenazas de la monja, no pude parar de reír.
En cuarto año, se murió otra monja y el incidente se repitió en forma casi igual, con una ligera, pero importante diferencia. Mientras mis compañeros observaban consternados cómo me aguantaba el estómago de la risa, uno de ellos me tomó de la mano y me sacó del convento mientras explicaba que mi risa era producto de los nervios. Jaime Villa, mi héroe. Superman. Por lo menos, así es como lo recuerdo. La siguiente vez que murió una monja, me quedé en el salón dibujando.
Por años, la muerte fue para nosotros algo que sucedía en las películas. A veces alcanzaba a escuchar una conversación adulta que incluía distintas versiones de: ¿De qué fue, tú? ¿Cuántos años tenía? ¡Qué barbaridad! ¡Pobre! Aunque tan pronto aparecían los niños, cambiaban de tema como si estuvieran hablando del lugar donde habían escondido el cuerpo. Los adultos hablaban de la muerte como del sexo: como si no existiera.
La muerte no espera comité de recepción, pero supongo que se siente acreedora a un poco de respeto. En mi casa ni siquiera celebrábamos el 2 de noviembre. Ese día era el día del “pan de muerto de Sanborns”. ¿Sería un complot para ignorarla? No sé, pero nunca se puso un altar para recordar al hasta entonces único muerto de la familia, nunca nos llevaron al cementerio, nunca fuimos a una misa por el eterno descanso de su alma. A la muerte nunca le dimos su lugar.
En 1977 se murió Elvis Presley y la noticia afectó a mi madre de tal manera que llegué a pensar que estábamos emparentados con él. Detuvo el automóvil en seco y le subió a la radio para cerciorarse de lo que estaban diciendo. Una vez confirmado el deceso, se lanzó al centro comercial a comprar sus discos. Después de escuchar Éxitos de Elvis las 24 horas del día durante los siguientes siete días y armar varios “shows”, no volvimos a pensar en la muerte hasta tres años después.
En 1980 murió la abuela de mi madre. Mi madre lloró y se vistió de negro. Le pregunté por qué lloraba y me dijo que porque quería mucho a su abuelita. Yo creo que sí la quería mucho pero no entendí por qué, ya que en 13 años recordaba haberla visto muy pocas veces. Sentí alivio, porque la última vez que la vi me había dado mucha lástima. Estaba en una silla de ruedas, casi no podía hablar, se veía tan viejita. La bisabuela iba con el siglo, así es que probablemente tendría menos de 80 años. O antes la gente se hacía viejita más joven o la vejez pegaba más fuerte. O quizás llegar a viejo era todo un logro. El siglo había traído consigo la Revolución, una guerra mundial, desempleo, hambre, plagas, otra guerra mundial, en fin, tener canas no era una monserga, era una meta. Mi madre viajó a Monterrey para estar en el funeral, regresó… y nadie volvió a dedicarle un pensamiento, ni a la bisabuela, ni a la muerte. Me imagino a la muerte sentada, con las piernas cruzadas, tamborileando los dedos pensando: “No hay respeto”.
Cuando murió mi abuelo paterno de enfisema pulmonar, yo estudiaba afuera y estaba en exámenes finales. Tenía probablemente 2 años de no verlo. Mi papá, con toda tranquilidad, me dio la noticia por teléfono. No parecía muy afectado, pensé en los meses que mi abuelo llevaba enfermo y supuse que la llamada era parte del protocolo a seguir, uno de los muchos pasos que hay que dar cuando se lidia con la muerte. Mi cabeza estaba en otra cosa. Le informé a mi padre que había exentado un par de materias y colgué. Luego me acordé que se me había olvidado decirle algo, marqué y le dije que sentía la muerte de su papá. Colgué por segunda vez y me fui a estudiar para el examen de Derecho Laboral. La muerte había pasado por mi casa, había cobrado su cuenta y se había ido como si nada. En cuanto a mí, yo no le iba a correr la cortesía de darle importancia y mucho menos, de reprobar un examen por su culpa. Mi abuela materna (con quien vivía), al ver mi reacción, se sorprendió ante la ausencia de sentimientos. Me la imagino en ese momento haciendo un cuidadoso examen de conciencia, “por si las moscas”.
En 1991, mi tía Olga murió de 54 años en un accidente automovilístico. Sobra decir que su muerte fue totalmente inesperada. Yo ya vivía en Chicago y cuando recibí la llamada estaba preocupada tratando de arreglar mi estéreo. Me llamó mi hermana hecha un mar de lágrimas para avisarme. Nuevamente no supe que decir, en primer lugar, por lo inesperado de la noticia; en segundo lugar, porque realmente no sabía qué decirle para consolarla. ¿Qué le digo? ¿Cuál es la palabra mágica que va a hacer que una muerte a destiempo cobre sentido y quite ese dolor? Ahora pienso que ella quería que yo llorara, que compartiera su pena, pero no pude. Le extendí mi pésame, le dije que no iría a México y colgué. Ignoré la muerte y volví a mi estéreo.
En 1992 la muerte se me paró enfrente y me dijo: “Vas a ver cómo ahora no me vas a ignorar.” No recuerdo los detalles pero le habían encontrado una “bola” a mi mamá. Luego le encontraron “cáncer”. Luego le encontraron “metástasis en todo el cuerpo”. Luego le encontraron “no podemos hacer nada” y al final le descubrieron un terrible “le quedan seis meses de vida”. A partir de ese momento, la muerte y yo nos empezamos a tutear. Primero me enojé mucho con ella y a gritos le dije hasta de lo que se iba a morir. Eso no funcionó. Traté de ignorarla, pero tampoco funcionó. Estaba en todos los rincones de mi casa, ahí, presente, patente, latente y todo lo que termina en “ente” porque eso es la muerte: un ente. Negociar con ella fue en balde. Es imposible negociar con alguien que siempre saca 21 en el blackjack. Sugirió que no esperara un milagro, que los milagros no existían, que en realidad eso de los milagros era una leyenda urbana que ella misma había sembrado. No le creí, seguí esperándolo porque eso es lo que hacemos los católicos, rezar y esperar el milagro. Todos los días esperé la llamada triunfal. La llamada en que me decían que el cáncer había desaparecido. El día que murió mi madre, después de 10 meses, mi esposo me dijo: “Tu mamá se quedó dormida y ya no despertó”. Sus palabras fueron perfectas. Perfectas pues amilanaron el golpe; escondieron la terrible realidad de que la muerte finalmente la había alcanzado. Sus palabras la hicieron ajena a ella. Por eso uno busca el sueño, es como la muerte, pero sin el compromiso.
Lloré en ese instante y después de un rato, inicié el protocolo de la muerte. Avisar en el trabajo, alertar a los más allegados, comprar un boleto de avión, subirme al avión, preguntar por qué, estar triste.
Llegué a México y acepté las condolencias personales de no sé cuanta gente. Recibí un telegrama, algunas llamadas telefónicas. Al día siguiente, hubo una misa de cuerpo presente. Había muchísima gente y oficiaba el padre Pedro. El padre Pedro había bautizado a mis hermanos veintitantos años atrás, nos conocía bien. Y mientras el padre Pedro exaltaba las cualidades de mi madre, no pude evitar observar la negrura de su cabello. El padre Pedro tendría más de 60 años y no mostraba una sola cana. Le dije a mi hermana: “El padre Pedro se pinta el pelo”. Y esa casual aliteración fue suficiente para desencadenar un ataque de risa épico. Mi abuelita, sentada atrás de nosotros, se cansó de golpearnos en los hombros instándonos a guardar la compostura. Se nos empezaron a salir las lágrimas de la risa. La capilla estaba llena de gente, cientos de ojos nos miraban reprobatoriamente y Jaime Villa no estaba ahí para rescatarme. Mi hermana se calmó, yo me tuve que salir. Y una vez afuera, tras sufrir el golpe más grande que me había propinado esa infeliz, aullé de la risa, burlándome.
…
Esta semana murieron las madres de tres personas muy queridas. Me invadió la tristeza, reconocí su dolor, me identifiqué con su consternación y procedí a hacer lo posible por brindarles unas palabras de consuelo en medio del trabajo y los quehaceres cotidianos. La vida no se detiene para los vivos cuando la muerte toca la puerta. Así es la muerte: imprudente, indiscreta y escandalosa. No es posible ignorarla. Resiste todo intento de negociación y no se amedrenta ante la burla. Duele. Exige respeto. La solución: el tiempo. La estrategia: seguir viviendo.
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Carolina A. Herrera nació en Monterrey, Nuevo León y se crió en la Ciudad de México. Es Licenciada en Ciencias Jurídicas por la Universidad Regiomontana (1989). Estuvo asimilada al Servicio Exterior Mexicano en los Consulados de Chicago (1991-1997) y Houston (1997-2000) como representante del IMSS. Desde el término de su comisión se ha dedicado a la traducción, interpretación y la capacitación de intérpretes. Vive en Aurora, Illinois, con sus hijos y Chester. #Mujer que piensa, es su primera novela. Síguela en twitter @blondieflowers.