A Lazy Bastard Living in a Suit


Leonard Cohen(1932 – 2016). Photo Michael Putland

 

Leonard Cohen falleció hoy, en una semana que conmocionó al mundo por el proceso electoral de Estados Unidos. Hoy pereció el autor de los versos “I forget to pray for the angels / and then the angels forget to pray for us”. ¿Orarán con nosotros hoy los ángeles que nos entregaron la noticia: “El poeta ha muerto, el trovador levantó su sombrero y dijo: Ahí están mis versos, sigan cantando”? El escritor José Ángel N. lo recuerda a partir de la canción “Going Home”.




Después de un maratónico y aturdidor llanto de varios minutos (léase, breves eternidades), mi bebita se ha quedado dormida y descansa ahora sobre mi pecho. Es lunes por la mañana, mi esposa ya se ha ido a trabajar y en mi casa se escuchan sólo la angelical respiración de mi hija y el furioso rugir de la calefacción, ambos manteniendo a raya el ártico viento de Chicago que azota las ventanas.

Y es sólo ahora, y bajo estas condiciones, que por fin puedo abrir iTunes y reproducir el álbum que he estado anticipando todo el fin de semana. Escucho “Going Home”, la primera canción del disco, y, paradójicamente, el silencio que me rodea se amplía, se intensifica, se vuelve aún más apacible y profundo. Es una sensación que llega a corroborar lo que vengo sospechando desde hace aproximadamente una década, el momento en el que escuché, por primera vez, esa enigmática voz: que ante la música de Leonard Cohen es simplemente imposible permanecer indiferente.

Era entonces yo estudiante de filosofía. Lector de David Hume, el oriundo de Edimburgo me advertía sobre el peligro de la imaginación en los filósofos. Pues, según él, estos corrían el riesgo de terminar, como los ángeles de las sagradas escrituras, cubriéndose los ojos con sus propias alas para evitar ver la verdad desnuda. Hume me viene a la cabeza porque, sin ser filósofo, el dueño de aquella aterradora voz estaba por mostrarme verdades hasta entonces ocultas, incitándome a incursionar en latitudes que yo desconocía. Eran, si bien recuerdo, canciones del álbum Songs of Love and Hate, canciones desgarradas e inquietantes, una mitología de la desesperanza que lo sumía a uno en un imperio de penumbras y líos internos de donde era difícil salir. Mucho más fácil —y agradable— era permanecer, como los trogloditas de Borges, sentados, en silencio, hundido cada quien en su respectivo abismo después de escuchar cada una de esas canciones. O por los menos esa fue mi impresión al escuchar ese álbum por primera vez aquella noche bohemia con mis compañeros de cuarto de entonces (Pancho y José: ¡buenos amigos de antaño!).

Algunos años después, en una video conferencia con mi familia en Guadalajara, mi ciudad natal, le pregunté a mi hermano (de unos 19 años) qué le había parecido Dear Heather, el entonces nuevo disco de Cohen, que le había enviado hacía poco. Es muy diferente a lo que escuchamos nosotros, me dijo, pero es de gran calidad y me gustó mucho. Entonces mi otro hermano, el menor (de 17), metió la mano a la computadora y comenzó a tocar la canción titulada “Undertow”: el sax en esta rolita está bien chido, me dijo, refiriéndose a esa épica de la muerte a la deriva.

Está por demás decir que compartir con mis hermanos el gusto por la música de Cohen me causó una gran alegría, pero una alegría todavía más profunda estaba por venir.

A mi madre, que no tenía manera de saber que la canción era acerca de una mujer arrastrada por la corriente, le bastaron dos minutos para sucumbir ante la melancolía del saxofón, y la mirada de sus ojos me recordó unos versos de Langston Hughes en los que el alma se vuelve profunda, como los ríos.

En mi experiencia con la música popular no me he atravesado, hasta ahora, con un compositor más completo y versátil que Leonard Cohen. Y, en el terreno mucho menos familiar de la música clásica, escucho a Mozart y sus divertidos juegos matemáticos, el romanticismo de Beethoven, la desbordada pasión de Rachmaninoff, las recreaciones prehispánicas de Chávez, y es como si a cada uno se le hubiese asignado un cuadrante distinto de esa región remota hasta donde la música se cuela y desata sus furias, sus éxtasis. Cada uno reclama su terreno y ahí esparce la semilla de su obra. Pero es sólo Leonard Cohen que, como la sagrada trinidad hindú, se ocupa de construir, preservar y destruir ese universo interior, para luego alejarse y regresar de nuevo…

Una vez lo vi, en Chicago, a sus 74 años: un viejito juguetón y en forma, ora escondiéndose detrás del telón, ora desplazándose alegre y ágilmente por el escenario como un niño persiguiendo algo. ¿Qué seguías, viejo Leonard?

Otra de las lecturas requeridas durante mis años universitarios fue la Ética, de Baruch Spinoza. Y ahora, repitiendo “Going Home” por séptima vez, se me ocurre que la obra de Cohen no está muy alejada del pensamiento spinoziano. Todas las cosas, nos dice Spinoza, desean perseverar en su ser. ¿Y no es este el caso del bardo canadiense que ha incursionado y perseverado en la interpretación del odio y el amor así como de la blasfemia y lo sagrado?

En “Going Home” Cohen medita y confronta su propia mortalidad, y la altura que alcanza es tal que, sin proponérselo, hace que la pretensión de inmortalidad de Miguel de Unamuno no parezca más que un mero berrinche infantil. “Going Home” se nos presenta como una humilde aceptación de la insignificancia humana, pero es en realidad toda una filosofía de la vida creativa. Es una canción corta, como un breve paréntesis que se abre en el tiempo y nos muestra una realidad otrora oculta. En la duración de una vida es apenas un instante, un instante en el que el poeta ve con claridad su obra como una labor en la que él no ha sido más que el conducto transmisor, un receptor que se sabe, como en el poema de Rainer Maria Rilke, obligado a transmitir el mensaje proveniente de esas inmensas profundidades celestes que nos vigilan sin descanso.

Y conforme escucho de nuevo esta canción y mejor digiero algunos de sus versos, esos versos en los que se alude a un manual para aprender a vivir en el fracaso, una sensación húmeda me llena los ojos, y recuerdo mi ambición de llegar a ser escritor, de esbozar innovadoras teorías sobre literatura y música, y concluyo que ese genio no a todos se nos da, y que mejor y más justo es aceptar la vida concedida que la deseada, y que en mi caso esto significa la trayectoria de un inmigrante mexicano que ha hecho las veces de albañil, obrero, lavaplatos, jardinero, traductor profesional, y a quien ahora el destino ha decidido agraciar con una vida doméstica.

Perdido en los acordes de “Going Home” y en estas especulaciones me encuentro cuando mi bebita despierta con un grito: ¿será el hambre, un pañal sucio o los achaques de los primeros dientecitos lo que la inquieta? Cualquiera que sea su molestia, detengo la música (el resto del disco tendrá que esperar), me levanto y me dirijo a su cuarto, dispuesto a cumplir con sus exigencias, a perseverar en mi ser de amo de casa.

 


José Ángel N. autor de Illegal: Reflections of an Undocumented Immigrant