El hijo del pueblo

 

Pocas cosas detestaba Nietzsche más que la mentalidad de rebaño, es decir, todo aquello que oliera a pueblo. Había en él un desdén genuino, cuestionable, pero genuino, por la gran mayoría del género humano. Pero no era un burdo misántropo. Más bien, gustaba de los privilegios del VIP. Su filosofía no admite más que a un selecto grupo aristocrático: nobleza de espíritu y de linaje, algo así como el yin y yang de la clase ilustrada y acomodada. Y esto sólo durante periodos específicos, momentos místicos en los que el oráculo diserta, profetiza y redime a sus discípulos. Después, para serle fiel al maestro, es menester repudiarlo. Así habló Zaratustra.  

Era el suyo un club tan exclusivo que ni siquiera su compatriota Kant, el mayor genio de la Ilustración, pudo haberse unido a sus filas, carente éste de toda creatividad y gusto estético. Así, enamorado de su reflejo, Nietzsche hubiese aprobado sólo el culto de su propia imagen: esa mirada de profeta, los bigotes de morsa, el uniforme militar y el elegante sable multiplicados hasta el infinito. Porque, si bien no admitía a aquellos de un estrato social y genio filosófico similares al suyo por meras diferencias de gusto, tampoco creía que el espíritu fuera algo que pudiera cultivarse. El Übermensch del porvenir sería posible, en gran medida, gracias a rasgos hereditarios.

Tamaña rabieta hubiese hecho Nietzsche de darse cuenta que la perspicacia filosófica y el estoicismo espiritual de su solemne bestia rubia no es en la actualidad más que una parodia. Nunca imaginó Nietzsche que un pobre muerto de hambre, chaparro, prieto, barrigón, cachetón y borracho guanajuatense —que era además casi analfabeto y que en su vida escuchó la palabra metafísica— haya irrumpido, a chiflidos, en el sagrado orden que el germano delineó con un intelectual esmero espartano. Imposible hubiera sido para Nietzsche admitir que los intrincados misterios del espíritu pudieran entonarse en la voz del vulgo y volverse himno de cantina y ocasión de riñas entre wainos, de mentadas de madre, de uno que otro plomazo o tan sólo de unos buenos chingadazos.

A los anales de la filosofía falta añadir que, para dilucidar la sublime doctrina del eterno retorno nietzscheano, a veces no hace falta más que un buen trago de tequila.

 

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José Ángel N., autor de Illegal: Reflections of an Undocumented Immigrant