El edificio de Colectivo El Pozo. Foto: Rafael Ortiz Calderon
Treinta radios convergen en el centro
de una rueda,
pero es su vacío
lo que la hace útil.
—Tao Teh Ching
La patria es para la gran mayoría un territorio con himno y bandera. Para un escritor es la literatura o la lengua. Para un pintor son las figuras que salen de sus pinceles y colores. ¿Cuál es la patria del inmigrante? ¿No es como agua que se evapora? Si los inmigrantes se preguntan por su patria es porque ésta se va volatizando. Dejan su pueblo y su país para llegar a otro sitio, y muchos descubren que no hay manera de que éste se vuelva suyo. Y los primeros en recordárselo son los nativistas, las leyes y los medios de comunicación.
Sólo en la muerte nos emparejamos: ahí vale igual un alfa, un beta o un épsilon. Los personajes de Un mundo feliz, de Huxley, tienen en común el volverse fósforo. Los inmigrantes y los nativos habrán de hacerse polvo. Pero es en el camino hacia el polvo que se distingue el inmigrante. Camina en su cotidianidad acosado por la posibilidad de ser nadie. El nativo también llega a vislumbrar a su nadie; pero el confort y la estabilidad le permiten evadir el enfrentamiento; vive la ilusión de la pertenencia y del éxito, aunque a la vuelta de la esquina también lo espere la desilusión.
La ilusión del inmigrante no es mayor que la del nativo, pero su desilusión sí. El inmigrante da de lleno con el desencanto, y no le queda más que seguir adelante, en una especie de limbo ubicado entre la patria que dejó y la otra a la que ha llegado. Es una patria imaginada, efímera, sin escudo y sin bandera.
El inmigrante va dejando de pertenecer. No es parte del terruño que dejó ni de la urbe estadounidense a la que arriba. Tampoco es parte de la ciudad mexicana que abandonó ni del pueblito gringo al que llega. Los nativistas intentan borrarlo o por lo menos dejarlo como la h del alfabeto castellano; los políticos y sus voceros (los medios de comunicación) buscan asociarlo con la maldad; las instituciones le niegan sus documentos y sus derechos; y los ciudadanos en general lo marginalizan.
Pero la evaporación interna es la que realmente cimbra al inmigrante. El que trabaja de jornalero, de babysitter o en la cocina de un restaurante, siente la cercanía de la nada y regresa a la cultura que ya conoce. Se cobija por dentro para sentirse alguien. Y lo mismo sucede con el inmigrante que trabaja de periodista, enfermero, maestro de primaria o en otros oficios de la clase media.
Al inmigrante le cuesta doblar cariñosamente la bandera de su terruño. No puede aceptar que su nacimiento y su pasado fueron fortuitos. El reino al que aspira, si se fija bien, no es el Sueño Americano ni el de los cielos. Acaso intuya que en la nada podrá encontrar un acercamiento a la felicidad.
Ningún estudioso ha podido atrapar y describir una cultura hecha de humo. Qué es el espánglish sino un híbrido que muchos desprecian. ¿No son los días festivos tradiciones congeladas que sólo disminuyen por un ratito nuestra desolación? Quién puede apreciar esas manifestaciones que nos acercan a una contra-cultura, expresiones que se van articulando desde la periferia. No el downtown sino el barrio, calles y callejones en los que se intenta recrear el México que se fue. El inmigrante remeda lo que trae empolvado en la memoria. Pues por uno o dos días hay que darle cuerpo a la nada: el cinco de mayo, el quince de septiembre…
Hay manifestaciones políticas que reivindican los derechos de los inmigrantes: documentos de residencia, licencias para conducir y reconocimientos laborales. Pero una vez terminada la marcha o el picket line, cada quien retoma su identidad latina, hispana o se vuelve a poner la camiseta nacional. Se cubre del desamparo. Ya en la vida diaria nos incomoda la etiqueta inmigrante por todo lo que implica socialmente.
El inmigrante nunca se propuso trascender su mexicanidad (o cualquiera de sus identidades), pero el migrar lo ha obligado a ello. La diferencia entre el nadie del inmigrante y el de un monje budista es que éste busca borrarse y realiza su viaje con la consciencia en alto. El inmigrante, ante el acoso de ese nadie, se evade: tal vez le falta disposición y silencio. Sólo hay estelas en la mar, decía Machado, que desaparecen con prontitud. Dichas estelas las alcanza a ver el inmigrante y se horroriza. ¿Quién no lo haría? Y ante el desamparo, buscamos refugio en el pasado y en las quimeras que ofrece el consumo en la nueva tierra.
Si fuésemos capaces de reconocer a ese nadie que somos (o que nos espera), nuestra cultura agarraría vuelo, vitalidad, y echaríamos raíces no en un país ni en una nación sino en el mundo mismo. Quizás la humanidad daría un salto no de longitud sino de altura. ¿O, en vez de altura, debería decir profundidad?
Si un inmigrante ya tiene años viviendo en la nueva tierra, y entra en los caminos del arte, y sólo reproduce lo que vio en su país de origen, ¿podría llamarse a sí mismo artista o inmigrante? Al no mirar la realidad de su entorno, empieza a negar su ser. El artista inmigrante se va volviendo consciente de su circunstancia; mira los surcos en la mar y eso se refleja poco a poco en su quehacer. No busca imitar las expresiones artísticas que corresponden al tiempo en que era alguien. Cuando el artista inmigrante asume su condición de nadie, tal como el monje budista o el religioso que se borra, la cultura que ya tiene deja de ser su refugio. Esa cultura le sirve como instrumento para comunicar los vaivenes de su camino de humo.
Todo creador debería ser consciente de ser nadie. El artista inmigrante con mayor razón, pues ya tenía consciencia de la nada antes de ser creador.
El del inmigrante es un arte despreciado. Ni el inmigrante de a pie lo reconoce; es más, lo rechaza, pues le recuerda su vacío, su caminar hacia la nada. La música de una región complace a la gente que allí vive. La pintura moderna la aprecian los modernos. El teatro militante lo siguen los activistas. El del inmigrante es un arte sin casa pero con los pies sobre la tierra.
El teatro en español en Chicago ha optado por lo ya conocido, que pueden ser obras de la literatura universal o bien obras que describen la realidad latinoamericana. Se ha desdeñado la realidad local de la misma manera en que el inmigrante de a pie se aferra a una bandera. La inmigración se mueve en diversos contextos y tiene una variante de temas. Se puede montar una obra sobre una redada, sobre las dinámicas en un restaurante o sobre un pleito de pandillas. El gran tema de la migración es, sin embargo, el ser desesperadamente alguien, pero lo que subyace es el sentimiento de no pertenencia, el vacío, el ser nadie. ¿Cómo plasmar ese sentimiento en un escenario? ¿Cómo atrapar lo que es volátil y mostrarlo con decoro de una manera teatral? ¿No será el vacío nuestra patria más profunda?
El silencio es lo que nos permite cristalizar ese sentimiento. Toda gran obra de arte respira serenidad. Nos llenan de silencio las pirámides teotihuacanas y las catedrales góticas, así como La piedad de Miguel Ángel o Trigal con cuervos de Van Goh. Sucede lo mismo con el teatro: en Hamlet, La vida es sueño y Esperando a Godot al tiempo que reflexionamos entramos en el silencio. El teatro mojado no aspira a menos. Nos invita a la reflexión y a la contemplación; es antiguo porque aborda los temas que han inquietado desde siempre al ser humano, y es actual porque los presenta en sus nuevas circunstancias. El teatro mojado se ha convertido en un mecanismo para observar los borradores externos y los de adentro. Un medio para mirar los ruidos desde el silencio. Acaso en el escenario los inmigrantes se vean verbalizados y representados.
A través de Colectivo el Pozo, compañía teatral de Chicago, he intentado plasmar las temáticas que atañen al inmigrante (el cruce por el desierto de camino al norte, el encuentro de identidades, la deportación, etc.) así como el tema central: el vislumbre de la nada. Esto se manifiesta sobre todo en tres de las doce producciones de dicha compañía: El Campanario, Allá en San Fernando y El edificio.
El campanario se podría ubicar en el teatro del absurdo. Tres de los cinco personajes hacen una cita para ingresar a un extraño campanario, que simboliza el fin de la vida que conocen o que han llevado. La paradoja estriba en que quien entra a la torre, ya no puede salir. Cuando alguien cruza el umbral, las campanas se activan de inmediato y producen el sonido más bello. Los personajes que ingresan al campanario son Librado (un anarquista trasnochado), Olef (un místico) y Salustia (una mujer ignorada desde siempre).
En Allá en San Fernando vemos a tres mujeres (una centroamericana, una caribeña y una mexicana) que trabajan indirectamente para el Cártel del Puerto. Los enemigos, del llamado Cártel de la Letra, las toman prisioneras, las interrogan y las decapitan, todo frente a una cámara de video. Posteriormente las mujeres rearman sus cuerpos e inician un caminar por un espacio que nos recuerda al Purgatorio creado por Dante, el poeta florentino. En ese caminar, las mujeres hallan de nuevo a sus verdugos y ellas son ahora las que se encargan de interrogarlos. Las tres buscan la casa de dios y la encuentran. Abren la puerta de esa casa y dan con el vacío.
El edificio nos describe las últimas cinco horas de vida de una construcción octogenaria ubicada en un barrio obrero de Chicago. La portera, de nombre Herminia, opta por permanecer en el interior hasta las seis de la mañana, hora en que habrá de ser demolido. Herminia es originaria de la Argentina; llegó a principios de la década de los ochenta para vivir con su madre (portera de entonces) y para dedicarse a escribir relatos. En estas seis horas Herminia recuerda las historias de varios inquilinos, inmigrantes de Latinoamérica, Polonia y Palestina, incluso la historia de una chinche. Un personaje creado por ella, el pícaro Amadeo, también la acompaña en sus postrimerías. Todos ellos conviven en la memoria de Herminia. El único personaje con con quien Herminia no interactúa es una mujer indígena que representa la tierra sobre la cual se halla el edificio. Al final de la obra cada columna y cada viga se derrumba, todo vuelve a la nada.
El sentimiento de la nada nos permea a todos. Pero se da de un modo patente entre los inmigrantes, acaso por haber abandonado el terruño, acaso porque entramos a empujones en la modernidad. No es casual que la nada ocupe un lugar central en la filosofía del siglo XX. Debido a la muerte de dios, lo que le ha quedado al hombre moderno es la nada, y eso es angustiante. Enfrenta dicha angustia con espectáculos y viajes, con horas de trabajo, de shopping y de gimnasio; trata de darle sentido a su existencia cada día.
El dramaturgo francés Antonin Artaud señalaba que los escenarios deberían servir para mostrar las crueldades de la vida, la parte oscura de la que preferimos no hablar; que el teatro sirviera como mecanismo para activar la consciencia. Lo mismo se puede decir del teatro mojado; que las tablas sean un medio para que los espectadores sean más conscientes de que en el fondo somos nadie, palabra que no puede ser singular ni plural, palabra que señala lo volátil.
Si algo debe mostrar el teatro y el arte inmigrante es la patria a la que éste pertenece: la nada.
Allá en San Fernando de Colectivo El Pozo. Foto: Carolina Sánchez
∴
Raúl Dorantes. Llegó a Chicago a finales de 1986. Desde 1992 se ha dedicado a la publicación de revistas culturales: Fe de erratas, Zorros y erizos, Tropel, Contratiempo y El BeiSMan. En la actualidad es director del Colectivo El Pozo y es autor de la novela De zorros y erizos. Ars Communis Editorial publicó su colección de cuentos Bidrioz y recientemente publicó su segunda novela: El blues de Roma.