Desde el Bronx del Agua Azul
Al Salo y banda del Agua Azul y las Flores
Por el laredo de los volcanes, el sol se ralla de suave sobre las azoteas de las casas donde el perro escupe su rabia atrapada, junto con buticachivaches y madera apilada y cuadros de biclas, huacales, antenas chuecas y puntas de varillas cubiertas con cascos de chelas y chescos.
Es un día chiro. Así debió de rolar el dios del salitre por el mundo en la víspera del génesis, después de parlar consigo mismo, y ordenar machín —quién sabe a quién—: ¡hágase la luz!
Hay, Callao, carajo, como me hubiera gustado que vieras este amanecer de minezota, desde el Bronx del Agua Azul. Andar por estos lares de bardas pintadas por cholos y punketos y que me dijeras con tu silencio elocuente: ¡Hasta la victoria siempre, pareja!
¿Te acuerdas, Callao?, la vez que dijiste que ibas pál gabacho, y que no te fuiste después de mucho pensarlo y sentir que acá la vida te reclamaba (no sé —ni tú lo sabías— para qué o qué), ¡gacho, hijo!
Esa vez supe que tenías mucho que decir, tanto que no sabías por ‘onde empezar, te salió un “chale con ésto, un chale con aquello y lo demás allá”, que te fluyó pausado, como si estuvieras en viaje, como si nos hablaras por radio, radio coyote, radio conurbada la voz del barrio chido.
“Chale con la escuela…” Le llegabas con sueño y siempre traías sueño, como si no te alcanzara la noche para hacerla y llegabas con tu suéter raído de los codos, deshilado de abajo y tus zapatos con ese tic particular, nervioso y apresurado por ocultar uno atrás de otro. Y acá los mairos “que qué onda, por qué trae sucias las uñas y córtese esos pelos de chayote”. No. Y todos te miraban de lado, como si no quisieran darse cuenta que a su pesar existías; hasta la güera Olivia a la que te le quedabas viendo como sólo se wacha al primer amor imposible.
“Chale hijins…” Te decían el Callao porque nada más te quedabas mirando, como si no te alcanzara la razón para descubrir el origen de las diferencias de aquellos que llegaban acompañados por la jefa con sus tortas y besos y sus frutas p’al recreo; de aquellos que mal sabían pero contestaban las preguntas que tú sólo intuías. Luego te empezaron a cuchichear y a cuchear y a joderte con la escolapia soberbia alentada desde el pizarrón, hasta que te surtiste al primero y al segundo y al tercero y te hubieras seguido hasta que llamaron a tu jefa toda lágrimas y solicitante de oportunidades de las que tú sabías ya no podías responder: “cómo no, preste la torta. ¡Y tú pendejo, qué me ves!”.
Ahora ahí s’tas mi buen Callao, mirándote p’a dentro, recordando la puesta de mil soles, esperando el milenio que nunca llegará.
“Chale con la secundaria”. Uno que otro maestro te dio el avión. Por el silencio encabronado de tus ojos y un poco te enseñaron a mirarte en otros, p’a darle cuerda a los retazos de sueños limpios sacados dentro del escombro. “Chale. No se pase de listo, mairo”. Fue por lo que no la acabaste aún teniendo dos que tres ochos.
Luego te oí pasar por la calle con tu triciclo gritando “Eeeel agua” y luego te vi camelleando con el mecánico de las motos y luego le entraste a hacer marcos de madera. Luego supe que andabas en un bicitaxi, encorvado de enjundia sobre los pedales; luego que en la noche más alta del mundo, inhalabas siempre callado y distante con una sonrisa ladeada de luna.
Chale, mi buen Cayao, la noche se te iba p’a dentro en el ejercicio de escapista, malabarista sin red, lanzador de cuchillos en la carpa gigante de los Coyote broders, tu banda, tu tribu, tu barrio y carnales.
Y así una noche, mientras wameábamos en la esquina, con un gotear intenso de palabras que a la larga se conjunto en el canto de los gallos, el bramar del aeropuerto y el zurear mañanero de las tórtolas, nos dijiste: “Ya la hicimos la Chaleva y yo”. Fue como si descansaras, como ahoritita lo haces; como si sacaras p’a los cuates de lo mismo pá estar iguales: de adentro para ‘fuera, con tus ojos brillosos hasta un amanecer como el de hoy.
Dejaste de activar por propia voluntá, bajo protesta te dejaste llevar a la nocturna, a la de adultos. Seguiste siendo como antes el Callao, el que le bajabas a la esquina a chelear un rato, fumar un cigarro para después arroparte en la noche del chante descubriendo tiernos paisajes sensoriales de un reino alejado de este mundo. Y desde antes no eras de éste mundo.
Hoy sospecho, con el ruido de las gabachas tocando a duelo rolin eston y a la rod stuar, frente a tu caja gris de flecos y el olor a flores, que sólo viniste a este mundo para denunciarnos una vieja vida en el paisaje conurbado donde un chingo mueren sin haber comprendido por qué vivieron.
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Momy’s Fonda
Bien prity
Para Yuly
I
Hace mucho tiempo, cuando aún no existía el bien ni el mal y los actos se sucedían transparentes, vitales, necesarios, Yuli Brown vino al mundo en una fonda chiquita que parecía restaurante llamado “Momy’s Fonda”. Cuentan que fue en Rosarito, otros que en San Ysidro, no se sabe de cierto, a menudo la vida no tiene preferencias residenciales. Trece años después… Yuli oyó la voz de su dulce momy, a la distancia de su sueño sin terminar (¡Upa, upa, caballo!):
─¡Órale, caraja, a ver a qui’oras abres!…
Recordó las rodillas de su padre (Upa, upa caballo) mientras abría la cortina impulsada por la fuerza de sus imberbes años. Un denso mazacote de olores corporales, comida y bebida, salieron a la calle. Se arregló los tirantes del sencillo fondo y el greñerío de su frente mientras veía sin emoción alguna la procesión en fuga de los adormilados parroquianos a merced de los despiadados poderes de la resaca matutina.
Okey, okey, pensó siguiendo con el dedo el poster de la “Monroe” de falda blanca. En la vieja rockola, “disis di end” cantaba Morrison, la pieza favorita del Boss Pereda, quien frente al espejo alisaba su cabello y se encajaba el “tejano” con pluma de águila.
Del Boss Pereda se decía que era veterano de Vietnam, alguacil en Pinkentown, contrabandista en la frontera; lo cierto era que se desempeñaba como “madrina” en el condado, hecho del cual se aprovechaba para traficar influencias y droga en grado permisible y monetariamente repartible. —No problema, mister Pereda, teikidisi, ol raí, yu ar di boss—. Dicen que una noche Boss Pereda llegó a la Momy’s fonda y se quedó prendado de la lonja y piernas de la Coya, sobrenombre de la progenitora de la pequeña Yuli. “Y de ay p’al real”, como decía la propia Coya.
—¡Qué passó m’ija, vístase p’a que la lleve a la scuul! —Le dijo el Boss Pereda enfundado en su chamarra de cuero y sobándose la corba como quién, a media calle, participa de un duelo en el Oeste. Había olvidado que su pistola, la Mazacuata, estaba enfundada debajo de su sobaco.
Yuli, bella niña Monroe, lo miró emocionada y en respuesta corrió al fondo, dejando la imagen de su blanco fondo flotando en la semipenumbra mañanera de la Momy’s fonda.
El viejo LTD negro le parecía lo máximo; Boss Pereda lo más cercano al poder, la autoridad y el respeto en ese universo tan pequeño cercado por el verdor de los campos de cultivo, la casa fonda, el camino de ida y vuelta a la escuela… y ella: ¡bien prity!, admirada por sus deslumbrados condiscípulos, dejados atrás en las cunetas y el polvo del camino. Sí, la más prity del pueblitou, sumida en sus pensamientos imitación cuero como los interiores de coche, deslizando su mano por el marco de la ventanilla y sintiendo la ocasional palmada-caricia del Boos en sus rodillas.
—Ándele, m’ija, ¡a estudiar! P’a que no sea igual de pendejaus que su momy. Guivmi mi kiss. —Le dijo pasándole el brazo sobre los hombros y acercando su mejilla rasposa y olorosa, que le recordaba el aroma flotante del ambiente que ella creía poseían todas las fondas del mundo. Siente poquito asco; no mucho, el suficiente para no rechazar el rozar del gran bigote bosoniano sobre la frente, mientras detiene la diadema atorada en su negro cabello. “Bai, Boss”, le dice Yuli zalamera que alisa su falda escolar al bajar del auto. Camina pensativa, sin voltear a ver como se pierde entre los filds el rayo negro del Boss. Siente una pena que le sale como corrido de rockola: el corrido de dady blu, Juanito Moreno, como le decían en el condado; extraña a su papi japi, a su buena mano de fildero, su silencio campesino, su risa tomatera.
¡Yuli, Yuli!, la llaman y entra pensativa al pequeño salón que la recibe: gud morning Yuli. Gud mornin Ticher. It so rai. ¡Yess kermes!
II
Yuli Brown no supo cómo y cuándo la vida le creció entre una complicada maraña de deseos y misterios; la vida la tomó por sorpresa, por encanto, como predestinación. Fue una mañana en la que supo que irremediablemente estaba viva. Enferma de vida.
A la orilla del lavadero, con la palangana en la mano, se lo anunciaron las campanas y el rumor de voces y sonidos que la tomaron por asalto, el sentido del frío sobre sus redondos hombros, el color del día bañando su cuerpo, el sabor intenso del aire de los filds abiertos a la cosecha.
Ese día coincidió con su iniciación en el mundo de las finanzas de su querida momy; alguien le había dicho a la Coya: “Coyotita, la Yuli ya puede ayudarte”. O ella lo había pensado: “La Yuli bien puede atraer más clientes al bisnes”.
Yuli Brown atiende a los clientes, siente los murmullos, las miradas y dactilares caricias como al descuido cuando le dejan propina. Yuli Monroe quinceañera, siente el placer de oír su nombre de mesa en mesa y sus negros ojos se encienden íntimos burlones.
Anhela oír palabras de ocultos valores procaces que le hormigueen por brazos y cuello a las que responde con un mohín de mal logrado disgusto.
Espera emocionada la voz del Boss que ordena, pide, ruega: Camon, mi niña, vístase prity p’a llevarla a la jai scuul. Espera impaciente la gran huida cotidiana hacia la carretera estatal para llegar a la algarabía y los secretos de sus iguales; espera como un juego que el Boss la mire y ella lo sorprenda con su mirada metida en su cuerpo, y que él se sonroje y tartamudee y pregunte cosas estúpidas.
Yuli intuye que, el día menos esperado, momy Coya le dirá que ya no irá más a la escuela y dejara de sentir la atrevida caricia de los ojos debajo de las escaleras; el sudor de las manos cuando, ella y el Tyni, buscan ansiosas oportunidades; el intercambio de experiencias en los baños adolescentes; el olor de marihuana dispersándose discreto entre los matorrales más lejanos del patio.
Yuli lo sabe. A veces llora.
—¿Por que lloras, priti Yuli.
—Ai don nou, for notding. Será porque tengo lágrimas, mai Tiny boy.
III
Dicen que en la noche la vida duerme, Yuli piensa que es en la noche cuando la vida teje los destinos; los hila ocultos, indescifrables en los que duermen; transparentes, inmediatos en los insomnes, los locos, los enfermos de vida. Yuli lo sabe cuando mira arrobada al Cristian: barba y largo pelo, que bebe cerveza bajo la imagen de la Marilyn dorada y blanco que disfruta el vuelo de su falda. Yisus crais, mai suit Cris de los filds. Ha repetido Yuli, por semanas, como una oración profana cada vez que lo ve, y la mira, y se envuelven en las señales de un deseo telegráfico y puntual.
El Boss, al fondo saca la Mazacuata, su querida Mazacuata que agita amartillada ante la mirada alcoholizada de los parroquianos, la Coya esta con él oteando el ambiente cargado de impaciencias, jugando con su lengua el lunar de sus labios. Lunar repetido en una Yuli que tiembla anhelante buscando un descuido en el tiempo. “Es herencia de la family”, recuerda Yuli que decía papi cuando la tenía sobres sus rodillas (¡Upa, upa, caballo!) y le contaba de cuando vino al mundo y: “Eras tan pequeña como dos manos mías, tan bonita con tus hoyuelos, tan bonita como éste lunar”.
El Cris la mira de nuevo preguntando en silencio y a la distancia. “Sal, quiero verte”, dice la servilleta que arruga en el interior de su pequeño mandil donde guarda las propinas. Morena Marilyn, parece decirle con un beso al aire. Y Yuli presiente los labios del Cris subiendo de la garganta al sensible laberinto de sus oídos.
La noche es el misterio de Dios o de dos cuerpos que se buscan atraídos por la coincidencia de instintos, recita el Sino de una Yuli que suspira, sisea, absorbe el aliento del Cris bajo la luna madre y el cantil de neón de la Mumy’s fonda.
Llévame contigo, teik mi forever… fájame por siempre, ¡dime que estoy bien prity!
¡Estas bien prity! Repitió la noche sobre el cuerpo gozoso en el que gravitaba el toque erótico y mágico de la vida.
Dicen que esa mismo noche en la Momy’s fonda, después de vaciar al aire la carga de la “mazacuata”, dolido y despechado, Boss Pereda dijo: Ni modo Coya, coyotita… no hay Yuli, no hay bisnes; givmi mai money. Y se fue tristeando entre las oscuras veredas de los filds de Rosarito, o de San Ysidro. No se sabe. A veces la vida elije cuerpos más que lugares.
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Homenaje a José Guadalupe Posada por Leopoldo Méndez.
Carta abierta de don José Guadalupe Posada
Calle de la Paz a 20 de enero de 1913
Desde el muy noble y leal barrio de Tepito
a los medios de comunicación y al pópolo
Estimados compañeros:
Cuando leáis esta breve misiva seré menos que polvo y algo más que un guiño travieso en cualquiera de mis dibujos y grabados, que durante más de veinticinco años he trabajado como modesta contribución al discreto encanto del arrabal y sus moradores.
Ellos testifican, no otra cosa, más que amor. Del que no obnubila los sentidos y el alma; dese amor al que se le llega después de intentar y lograr penetrar, más allá de las palabras y los pensamientos, al los hechos concretos: aquellos que se impregnan con el pasar de harina y huevo y huelen a panadería, merca, callejón, y qué se yo, qué recogimiento santo en los campanarios.
Acaso, cuando a vosotros llegue mi letra, yo sea el recuerdo en algún modesto Ateneo que festeje mi partida. Pero estaré presente en los recuerdos de aquellas tardes lluviosas en que vosotros jugasteis, entre primos y tíos, reunidos en la casa de la abuela, sobre la mesa, tirando los dados de hueso, esperanzados en alcanzar la casilla 53 de la planilla de cartón sin tocar Cárcel, Muerte o Pozo. Como que le tengo fe a éste jueguito, —le dije a Vanegas y compañeros— cuando empezamos a hacer la “La Oca”, casilla por casilla, dibujo por dibujo. “Pienso que venderemos unos cincuenta millones de ejemplares” —Contestó Vanegas en cotorreo.
Quisiera tener la habilidad del buen Gutiérrez Nájera o la pulida palabra del vate Amado Nervo, pero acostumbrado al ritmo cantadito de la prosa y el verso popular que acompañan los boletines, pasquines, novenarios, cuentos, noticias, cartas de amor, y otros impresos que se hacen en la imprenta de Don V. Arroyo, y que yo ilustro, no me queda más remedio que adoptar, este ritmo epistolar en el que trato de expresar la impresión cotidiana y acumulada de los moradores es éstos lares donde trabajo, como, duermo, hago el amor y sueño.
Puntual como los trenes, a las diez de la mañana, pasa la molera ofreciendo a grito pelón su merca, los cargadores y aguadores andan rondando las calles o descansan despatarrados con su mecapal cruzado. De los talleres sale el silbido de sones y corridos, las manos diestras manean las pieles finas y corrientes —de borrego desflemado y ternera virgen— mientras por las calles se arrastra el afilado sonido de las chairas zapateras.
Allá veo a la mujer sentada en el pórtico, vendiendo tunas, mientras a buen ojo limpia los alborotados cabellos de su rapaz; más lejos, el vuelo de los zopilotes y garzas, el aire puro y con tolvaneras lejanas, como cuadro de Velasco.
En la rutina de mi casa a la estación de Buenavista, bordeando lo que queda de la Lagunilla, me detengo y veo la amarga despedida que las mujeres hacen a su “Juan”. Son tiempos convulsos, tocados por el sonoro rugir del cañón.
Uno odia al mal gobierno. Los muchachos se marchan a “La Bola”, a una revolución que no detiene el paso mercantil de las “pateras” con su niño enrebozado a la espalda y que venden cantadito su producto más allá de “La Candelaria de los Patos”. Los señoritingos afrancesados salen de los saraos con una postmoderna e íntima alegría reaccionaria. Las procesiones no cesan cruzando la “Garita de Peralvillo”, rumbo al Santuario Guadalupano; los ensarapados rijosos, de esos que escupen despectivos por entre el colmillo, rondan buscando por entre las pulquerías. Un valedor —El Valiente de la Lotería— defiende a su chinita de los encendidos piropos desatados por su ladina belleza.
Los acaparadores gastan sus ganancias mal habidas en las peleas de gallos. Desde el campanario del Carmen se divisan las coloreadas mantas, driles y artiselas que reposando sueñan, la ausencia de un cuerpo en los tendederos. Desgastadas columnas de humo denuncian la hora de la comida. Las huestes hoy villistas, mañana zapatistas, se pasean; los catrines andan escamados.
Cómo si una voz interior y futura me llamara a hacer recuerdos de penas y alegrías, hoy me levanté temprano. Desde la azotea veo el cielo que presiento en fuga para mí. Cierro los ojos y veo las imágenes de toda una vida; oigo las palabras gruesas y tiernas. Éxtasis al margen de la ciudad. Huelo el aroma de tortilla cacheteada y cocida a comal y leña, la pólvora quemada en la batalla, por allá del rumbo de la Ciudadela. Una bala perdida atraviesa el techo de zinc.
Un sereno tirita la mañana acompañado de un té de hojas con chínguere; los perros realizan la obertura de los tiraderos; labriegos, obreros y labregones tempraneros, manta, dril, y girones de tela; ñoras que barren, vamos, acarician y peinan la tierra con vara escobilla o de popotillo, entresacando la basura de la tierra olorosa que despierta el gusto del rapaz aún durmiente bajo las cobijas de Chiconcuac.
Empiezo éstas líneas rayando el alba, por el lado conocido como el Albarradón; desde mi observatorio veo como el sol enrojece las aguas turbias de los canales. Apenas se dibujan los rústicos puentes de madera destartalada; una banda de patos y chichicuilotas pasa por encima del barullo de los gorriones. La neblina está baja y flota como pelo de ángel sobre un nacimiento.
A lo lejos se oye el martillear del herrero y de otros oficios desconocidos para mí. Del establo un olor a pastura, boñiga y leche, acompaña a las Doñas que llevan carbón para sus quehaceres del día.
Por el rumbo de la Garita o la Aduana del Pulque suena el tren. De Santa Ana me llega la llamada a Misa de Gallo que se repite por la Conchita, baja al templo de San Francisco y rebota formando un eco triangular.
Ay camaradas, desde hace más de veinte años, desde que trabajo con Don Arroyo, me la he pasado en camino por vuestras calles y callejones. Para mí es algo cálido, ideal para un obrero de imprenta como lo soy, dedicado a ilustrar materiales que mueven a la risa, asombran y también critican. Siento que algo honesto brota en estos tiempos, algo que merece guardarse para el futuro, y que lo entrego en mis trabajos a buril, lo mismo en en Fray Gerundio, que en el Hijo del Ahuizote, en Fandango y otros, donde le jugué al crítico social. Algo por lo que ya pagué con cárcel y multas, y en los que tiene que ver mi temperamento hidrocálido y lo cabrón que se me ha pegado en forzosa y amable compañía con vosotros. Todavía, hasta ayer entregué algunos dibujos de revolucionarios al taller. Atrás quedaron los días de combate directo en que dibujaba al señor Porfirio y sus huestes, los señoritos del Jockey Club, los acaparadores de todos los tiempos, lagartijos, catrines hijos de la pelona. Por contraste a éstos, encontré al alma del barrio que obrero, vendedor, artesano, agricultor urbano, marcaron ritmo, rutina y tiempo de una ciudad, que sin ser tan grande, apantallaba.
Bueno, valedores, quién soy yo para decirlo, pero vale por el amor a mi profesión, a los muchachitos que pegados al vidrio se llevan como tesoro, viruta de plomo y zinc que escapa del trazo sobre las planchas, y a quién quisiera ser grabador, algunos buenos consejos: hay que sostener el tiempo de observación hasta lograr que se quede lo esencial del entorno, la interioridad de quién se observa y desea, más que copiar, darle vida. Luego esbozados, como quién esboza el pensamiento de una amante persistente —por ejemplo: la muerte—, pasarlos al filo del buril, resueltos en huesos, bigotes, sombreros, velos, guaraches o botines, ensarapados bailando el jarabe, tomando canelitas o pulque, con sombrero de copa o palma, con el costillar descubierto y la mueca concentrada en la caverna de cuencas oscuras y los maxilares despreciativos, burlones, triste o con alegría de ultratumba…
Vale pues, no habiendo nada más por el momento, sólo me queda agradecer la hospitalidad recibida en esta ciudad y barrio en las entrañables calles de Guatemala, El Carmen, De la avenida de la Paz número 6, —Jesús Carranza, algún día—, desde donde sale la presente y donde presiento, saldré con los pies por delante al finalizar la tarde.
P.D. Entre los numerosos valedores que hubiera querido conocer, salúdenme a Don Gabriel Vargas y al Ñero Alberto Beltrán.
A vuestras órdenes, como siempre:
José Guadalupe Posada, Don Lupe pa’ los cuates
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Primo Mendoza Hernández, escritor y cronista. Miembro de Tepito Arte Acá. Autor de Territorios.