Tres notitas de libros

Cuenta Joan Jara que en aquella primera época de la infancia de Víctor, éste solía acompañar a su madre a otras casas del pueblo cuando moría un niño pequeño. Allí, con su madre que tenía la voz dulce y fuerte, la gente le cantaría al angelito hasta el amanecer. Tales serían los inicios del aprendizaje musical de Víctor. Cuenta Joan que la familia Jara, originaria de una pequeña población llamada Lonquén, era inmensamente pobre. A los seis años de edad, Víctor acompañaba a su padre a trabajar en el campo. Su primer recuerdo —diría más tarde— era de cuando por la noche se tendía en el suelo y contemplaba las estrellas, mientras veía a su madre sentada sobre una pila de maíz cantando y tocando la guitarra. Él se quedaba dormido al son de su canto. Cuenta que al marcharse de aquel pueblo a Santiago, fueron a establecerse en una miserable choza en un barrio gris y deprimente. Para escapar de aquel ambiente sórdido que lo rodeaba, Víctor comenzó a frecuentar un centro cultural organizado por la Iglesia Católica. Ahí, pleno de idealismo y misticismo, Víctor ingresó al seminario y hasta soñó con convertirse algún día en sacerdote. Quizá ésto explique el origen de su hermosa canción “Plegaria de un Labrador”. Cuenta que para Víctor, que siempre se había distinguido en sus estudios por su inteligencia y dedicación, la parte más positiva de aquella experiencia fue la música sacra y los elementos teatrales de la misa. Después abandonaría el seminario, al darse cuenta que no tenía una verdadera vocación religiosa. Cuenta que en 1957, siendo estudiante de una escuela de teatro, Víctor conoció a Violeta Parra, mujer genial, dueña de un talento creador extraordinario y recopiladora del folclore nacional. Ese mismo año, Víctor grabaría su primer disco —una canción de amor— con el conjunto Cuncumén. Violeta diría más tarde a sus hijos: “Víctor es el cantante número uno de Chile”. Algunos años después, Víctor pasaría a ser el director musical de un grupo que llenaría toda una época en Chile: Quilapayún. Cuenta cómo a fines de aquella década de los sesenta, con un proceso electoral radicalizado, Víctor y muchos otros artistas (entre ellos Inti- Illimani y los Parra) tomaron partido y contribuyeron al triunfo de la Unidad Popular. Por primera vez en la historia de América Latina un candidato socialista resultaba electo. La noche del triunfo, junto con miles de simpatizantes, Víctor acompañó a Salvador Allende en las celebraciones. Cuenta que algunos días después de aquel fatídico 11 de septiembre [1973], Víctor fue a la Universidad tratando de averiguar acerca de algunos compañeros, y fue arrestado. En el estadio convertido en cárcel donde estuvo preso, Víctor todavía tuvo alma para escribir una canción que sus compañeros se encargarían de conservar para siempre. Todo esto cuenta Joan Jara de su muy amado esposo en su muy hermoso libro: Víctor Jara. Un canto truncado. Persona non grata En la medianoche del domingo 21 de marzo de 1971, tuvo lugar una singular entrevista entre un representante del gobierno chileno y el jefe del Estado cubano. El diplomático se llamaba Jorge Edwards y el Jefe de Estado Fidel Castro. Todo lo que hablaron aquella noche quedaría registrado más tarde en el libro que el primero escribió de su experiencia en Cuba. El título del libro: Persona non grata. También por esas fechas, en París, estaba por aparecer una nueva revista que se pronosticaba sería formidable. Iba a agrupar a los principales escritores latinoamericanos, entre ellos Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. La revista se llamaría Libre y tendría una vida muy corta. Aquella noche el dirigente cubano acusó a Edwards de ser una persona hostil a la Revolución Cubana, de haberse rodeado de elementos contrarrevolucionarios y lo declaró persona non grata. Además le confesó que —por lo mismo— desde el primer día de su estancia en Cuba había sido puesto bajo vigilancia, siguiendo en detalle cada uno de sus movimientos, de sus encuentros y conversaciones. Tal acusación no sorprendió lo más mínimo a Edwards. Por sus amigos, los escritores cubanos que conocía de años atrás (había sido miembro del jurado de Casa de las Américas) y por propia experiencia, se había dado cuenta que todos sus movimientos eran espiados. Los últimos tres meses había estado viviendo en una atmósfera enrarecida, digna de Kafka. Sabía que su expulsión de Cuba era muy posible. Su amistad con escritores que mantenían una actitud crítica de la Revolución, como Heberto Padilla y José Norberto Fuentes, era muy mal vista por el gobierno cubano. Pero él —intelectual antes que diplomático— había decidido mantener los lazos de amistad y se reunía periódicamente con ellos. Sobre todo, a Castro le irritaba su relación con el poeta Heberto Padilla, un individuo un tanto excéntrico que mantenía una actitud sarcástica ante la Revolución, cosa que molestaba sobremanera a muchos funcionarios cubanos. En aquella reunión, que se prolongó por varias horas, Edwards logró persuadir a Castro de que su intención nunca había sido mala y hasta acabaron despidiéndose amigablemente. De Cuba Edwards partió a Europa, para reunirse con Pablo Neruda en la embajada chilena de Francia; pero antes visitó a Vargas Llosa en España, para informarle del arresto de Padilla. Este caso dividiría profundamente a los escritores latinoamericanos. La revista Libre, que era esperada con ansiedad, estuvo a punto de interrumpirse aún antes de salir a la calle, ya que entre sus miembros hubo grandes diferencias de opiniones. Después, Edwards tendría muchos reparos y escrúpulos para publicar su libro. Intelectual de izquierda desde su juventud, se impuso mucha autocensura desde el principio. Hoy ha decidido publicar la versión original, completa. Celebremos que lo haya hecho. Es una pieza de un valor documental extraordinario. El rediezcubrimiento de México Entre los actuales humoristas mexicanos —de humor blanco, por supuesto— cabe destacar la figura de Marco Almazán. Dotado de ingenio, sabe hacer brotar la risa de cualquier situación. Gran lector además, Almazán ha escrito libros donde satiriza todo lo solemne de la vida: la historia, la filosofía, la literatura y sobre todo nosotros mismos. Al igual que todos los humoristas notables, Almazán tiene la virtud de hacernos reflexionar mientras sonreímos con sus comentarios. Sus cuentitos son pequeñas fábulas que despiertan la imaginación. Entre sus obras más conocidas figuran Cien años de humedad, Episodios nacionales en salsa verde, y el libro que hoy nos ocupa: El rediezcubrimiento de México. Este pequeño librito puede muy bien servir de contrapeso al solemne ensayo de Octavio Paz sobre el mexicano, El laberinto de la soledad. Nos muestra algunas características del pueblo mexicano, de lo pintoresco, y nos da graciosas explicaciones del porqué somos como somos. Pero bueno, vayamos a la trama del libro: El rediezcubrimiento… narra las aventuras y desventuras de un español que viene a México en plan de hacer fortuna, como lo hicieran tantos antepasados suyos desde la Conquista. El protagonista se presenta a sí mismo: “Ceferino Díaz Fernández, para servir a Dios y a ustedes. Yo nací en una ribera del Somiedo atronador. Soy hermano de la sidra, soy hermano de las fabes, soy pariente del tocino y del sol”. La llegada de don Ceferino coincide con uno de los periodos críticos de México; la Guerra de los Cristeros está en su apogeo y aquellos pobres españoles no saben ni cuál partido es cuál. Una noche, deambulando por el puerto de Veracruz, tienen un singular encuentro con un borrachito. Pero (con permiso del autor) dejemos que don Ceferino mismo nos lo cuente: —¡Viva México, jijos de la guayaba! —Que viva…—repusimos nosotros. —¡Que viva el señor cura Hidalgo! —volvió a gritar el borracho. —¡Atiza! —le dije en voz baja a uno de mis paisanos— este ha de ser uno de los “cristeros”, más vale que le sigamos la corriente. —¡Que viva! —gritamos a coro los tres, a pesar de que no teníamos la menor idea de quién era el cura Hidalgo. —¡Mueran los gachupines! —vociferó el ebrio. —¡Que mueran! —coreamos con entusiasmo. —¡Empezando por ustedes, jijos de la tiznada! El borrachito tiró el sombrero al suelo y nos amenazó con la botella. —Un momento, señor —explicó conciliatorio uno de los nuestros—. Nosotros no pertenecemos a ningún partido político. Somos extranjeros. —Pos por eso lo digo. ¡Mueran los gachupines! —Nosotros no somos gachupines. El borracho levantó una ceja y se nos quedó mirando entre asombrado y agresivo, mientras oscilaba botella en mano. —¿Entonces qué son, pues? —Somos españoles. De Asturias. —A mí no me vacilan, cabrestos… En estos días de festividades patrióticas, cuando hasta el alcalde Harold Washington se viste de charro, recomendamos al público que redescubra El rediezcubrimiento de México.