Space Invaders de Nona Fernández
Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2014. 80 páginas, $21, ISBN-13: 978-9877120530
Space Invaders, de la escritora chilena Nona Fernández, es una novella, o pequeña novela, de apenas 66 páginas; cada una mide solo siete por cinco pulgadas y sin embargo en total logran contener de manera efectiva una gran historia y los tres tiempos que sus hechos abarcan: pasado, presente y futuro. Vemos la historia de un siglo contenida en el espacio emocional e intelectual de un relato ideado que satisface y que, gracias al talento de su autora, nos resulta mucho más amplio, su impacto mucho más largo, que el que el diminuto tamaño físico de la novela sobre un anaquel podría sugerir.
Pero así es. Cada grupo de escenas, tomadas en su conjunto e identificadas por partes, son un retrato eficaz y absolutamente convincente de una etapa del totalitarismo que se suma a las demás para terminar con un perfil tan completo como vil, cada sección hecha aún más escalofriante gracias a que Fernández se abstiene de redramatizar innecesariamente lo que ya es devastador. En vez, la autora usa las pequeñas sorpresas diarias, una tras otra, para, cual fotografía instantánea, mostrar la desaparición de lo que estaba apenas ayer y hoy ya no está, de lo que se perdió de súbito y con estrépito y de lo que desapareció silenciosamente, demostrando sin aspavientos que el crimen de la opresión política es internalizado por el colectivo, que la gente de un pueblo es lentamente brutalizada, deshumanizada frente a nuestros ojos.
“El tiempo no es claro, todo lo confunde, revuelve los muertos, los transforma en uno, los vuelve a separar, avanza hacia atrás, retrocede al revés, gira como en un carrusel de feria, como en una jaula de laboratorio, y nos entrampa en marchas y funerales y detenciones, sin darnos ninguna certeza de continuidad ni de escape. Si estuvimos ahí o no, ya no es claro. Si participamos de todo eso, tampoco. Pero las huellas del sueño han quedado en nosotros como las marcas de un combate naval destinado al fracaso. Sigue ahí, penando cada vez que apagamos la luz. Despertamos de él, con la barba de corcho ensuciando nuestras almohadas y con esta desagradable sensación de haber sido acribillados por una bala verde fosforescente, por una mano de madera ortopédica” (56-57).
Usando la memoria como herramienta de ficción y llevándola hasta sus últimas consecuencias, Fernández da fe de que el fascismo logra avasallar incluso a la historia, borrando himnos, costumbres, personas, valores, y de que las fechas de un calendario se convierten en simples manchas de tinta, inadecuadas a la hora de explicar las consecuencias del poder desbocado y corrupto sobre la gente a la que sirve para subyugar. Cada escena en Space Invaders estira el brazo hacia atrás para rescatar el pasado inmediato que en segundos se vuelve lejano, pero también hacia el frente para alcanzar el futuro de marcha lenta de estos personajes cuyo presente, según el tiempo de la novela, está de pronto dictado por un estado convertido en enemigo.
“Maldonado sueña con la palabra degollados. La ve escrita en el titular de todos los diarios de esa época. En los quioscos, en la mesa del comedor de su casa, entre las manos de su mami, en la carpeta gruesa del estante número cuatro del tercer pasillo de la biblioteca del liceo. Maldonado no sabe lo que quiere decir la palabra degollados, pero intuye que es algo horrible y entonces su sueño se vuelve una pesadilla” (54).
El país que Nona Fernández nos muestra en Space Invaders es el Chile del siglo XX, pero podría ser el del siglo XVIII de tanto que ha cambiado. Por ello es apropiado que la historia esté contada a través del recuerdo: ocho adultos, ex compañeros de clase, recuerdan a Estrella Fernández, una niña con la que asistían a clases en aquellos días justo antes de que los mundos de todos ellos cambiasen. Una chica torpe. Una chica solitaria con un padre militar. Una chica que desaparece un día sin una palabra, sin una carta de adiós como las que solía escribir a sus amiguitos antes de que desapareciera, cuando los veía en el salón todos los días, y que siempre firmaba con una estrella dibujada a cinco piquitos. Ahora esas mismas cartas sirven como hilo conductor de esta novela, recordadas y romantizadas en toda su inocencia devastadora por los niños de cuyas memorias Estrella está desapareciendo lenta y dolorosamente con cada página, aun mientras ellos, ahora adultos narrando la historia colectiva, intentan desesperadamente rescatarla y quizás rescatarse ellos mismos.
“Riquelme nunca más volvió a la casa de González. La idea de esas manos ortopédicas lo atemorizaba. Alguna vez le tocó trabajar con González de nuevo, pero prefirió invitarla a su departamento, donde las manos no se salían de los cuerpos ni los niños colgaban de la pared. El rumor se hizo conocido en el liceo como una especie de mito y nadie, absolutamente nadie, ni Maldonado que se carteaba con González, y que se decía su mejor amiga, se atrevió a ir a la casa por miedo a las manos de repuesto de Don González” (24-25).
Es un acierto también que los narradores (el punto de vista casi siempre es el plural en primera persona, “nosotros”) hagan su relato desde el miradero de la niñez porque Space Invaders es ciertamente una historia sobre la pérdida de la inocencia ante la traición del caudillo que se presenta como salvador, un aspecto poco resaltado en la literatura de la dictadura, pero ciertamente un factor importante del patrón que la historia de los regímenes totalitarios sugiere, todos carismáticos, todos emergiendo en medio de un gran y justo descontento, vestidos con el disfraz de la justicia para el oprimido, parapetados por el idealismo de un levantamiento moral, de inmediato idolatrados por los más marginados (convenientemente ayudados por unos pocos oportunistas bien posicionados) y por los más resentidos, los más iracundos contra un país que quiere dejarlos atrás, muy tarde descubriendo que han ayudado a erigir un mal mucho peor que aquel contra el cuál se levantaron.
Que este difícil subtexto logre ser capturado aquí con tal profundidad y lucidez lo hace merecedor de ser estudiado junto a relatos clásicos como Granja Animal de George Orwell, La casa de los espíritus de Isabel Allende, Un caballero en Moscú de Amor Towles, La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa y hasta The Hunger Games de Suzanne Collins; libros que aparentan clarividencia, pero que al final son solo una demostración de la previsibilidad consistente de los regímenes fascistas.
Pero no todo aquí es historia política. También hay ambiente en esta pequeña novela. Una maravillosa neblina envuelve la hermosa prosa de Fernández, traducida y preservada a la perfección por Natasha Wimmer, cuya experiencia traduciendo la obra de Roberto Bolaño y cercanía con la traumática historia de Latinoamérica con las dictaduras la apoyan para representar el texto con claridad, sin perder los elementos que le permiten a Space Invaders hacer tanto en tan poco tiempo: la sensación de temor ante algo malo que no se conoce y que podría ocurrir de repente y sin explicación, la arbitrariedad de nuevas reglas que no se dicen en voz alta a niños intentando entender la realidad de lo que ocurre en sus mundos para poder obedecer y asumir nuevos roles que les permitan sobrevivir dentro de una sociedad de súbito represiva, sus niñeces para siempre torcidas, pero también unidas por los hechos que ocurren alrededor de ellos, sus jóvenes mentes todavía capaces de convertir hasta la más violenta crueldad en un juego sobre la invasión y ulterior conquista del espacio.
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