Sangre en el ojo de Lina Meruane
Ediciones Lanzallamas, Costa Rica, 2013. 178 páginas, $12, ISBN-13: 978-9968636155
En la literatura, con frecuencia se le atribuye a la ceguera todo tipo de significados mágicos o místicos, un tipo de elemento mitológico que estimula la imaginación romántica y convierte la incapacidad física en una metáfora sobre la condición humana. Hay una correlación evidente entre la ceguera, la lucidez, el don profético y el miedo. Las tinieblas del mundo reconvertidas en una radiante capacidad intelectual. Desde Tiresias, el adivino ciego que a cambio de sus ojos recibió el don de la profecía, hasta Dante, la ceguera literaria crea una visión sobre lo desconocido y la incertidumbre íntima y dolorosa. Es como si la carencia sensorial le permitiera acceder a quien la padece a una esfera de realidades extraordinarias y por completo desconocidas.
La protagonista y narradora de Sangre en el ojo de Lina Meruare es ciega. Pero también, es una mujer que no presume de un lirismo excepcional ni parece dispuesta a profetizar desde la maravilla y el horror, el futuro del mundo. En realidad, es una mujer corriente llena de defectos y dolores que antes que cualquier otra cosa, lucha por mantener su individualidad en medio de la oscuridad que la acosa. Quizás, su profecía radique en ese pequeño impulso de subvertir la identidad mística y general que se le atribuye al ciego: a las primeras de cambio, la novela es una gran presentación anecdótica, una cruzada contra la oscuridad genérica que la escritora ataca con una mirada de datos que describen a la voz narradora antes de hacer otra cosa. Lina Meruane —personaje y autora comparten nombre— no recibe la ceguera como un don ni tampoco lo interpreta de esa manera. Hay una ira casi lírica en la comprensión de la pérdida, eso sí y la autora deja claro el motivo de inmediato: un segundo antes, la vida de Lina Meruane —el personaje— es toda vitalidad, alegría e incluso sofisticación. Una fiesta ruidosa, el mundo fugaz de los vecinos apenas entrevistos a través de la ventana. Y un parpadeo después  —la figura es literal en este caso— irrumpe la ceguera. El ojo se llena de sangre y el alter ego literario de la escritora está ciego, sin una explicación, sin una idealizada percepción del motivo o propósito. Solo ciego. Es entonces cuando la novela comienza su trajinar a través de la oscuridad de la mente del personaje —y sin duda, también de la escritora— en medio de una serie de situaciones y dolores que crean un tapiz del desarraigo, el dolor y el odio abrumador. Meruane —la autora y también el personaje— no se va por las ramas: de pronto la oscuridad que la circunda es un reflejo de la interior. Se interpela, se mira, se anuncia, se desconcierta. Avanza, perdida y con las manos extendidas, en medio de la angustia existencial, la impotencia, un tipo de dolor sordo repleto de odio que el libro no sólo refleja sino que además sublima en una portentosa noción sobre la naturaleza humana.
Sin duda, hay un elemento autobiográfico en esta crónica del desastre y la frustración, pero más allá de eso Meruane consigue una duplicidad alterna y cruel que yuxtapone su imagen sobre la de su personaje en infinitas variaciones hasta alcanzar la completa confusión entre ambas. El lector no tiene certeza alguna de la realidad que lee —si es que se trata de eso— sino que avanza a tientas entre las sombras. Incierto, convertido en un laberinto sin puertas, la ceguera de la Lina Meruane literaria se confronta en medio de la imaginación del lector, genera más dudas que respuestas, se convierte a sí misma en un símbolo aparente sin serlo. Y a medida que la trama avanza —en densidad, en terror, en durísima visión del tiempo que transcurre— hay una percepción cada vez más fina e hiriente sobre los horrores de los demonios privados, de los dolores agónicos y perpendiculares que se ocultan en los espacios privados de nuestra mente.
Quizás el mayor triunfo de la novela es sagacidad y crueldad: la ceguera no es metafórica, vaporosa y mucho menos sutil. Se trata de una superficie compleja que se extiende en todas direcciones a partir del dolor visceral y angustiado de su protagonista. Lina —el personaje— se convierte en pura sensación viva. Los sentidos afilados la conducen a través de una realidad repleta de matices y raros desniveles que le resulta desconocido pero que muy pronto aprende a detestar. No hay nada lírico ni tampoco alegórico en esta mujer ciega y furiosa que camina en medio de las sombras de su departamento aprendiendo a odiar. Llena de una profunda sensación de vulnerabilidad que le resulta imposible de asumir y sobre todo, comprender.
La historia es además claustrofóbica y es otro de los triunfos de Lina Meruane al plantearse este complejo juego de espejos que lleva su nombre. Todo lo que ocurre en la trama pasa a escasos metros de la protagonista. Todo lleva su nombre, todo se relaciona directamente con su ardor, furia y miedo. Y aunque parece un recurso común, no lo es cuando el efecto se sublima niveles inesperados y asfixiantes. Toda la potencia intelectual de esta Lina Meruane sumergida en la palabra se concentra en reconstruir el mundo que le rodea paso a paso, a través de las percepciones incompletas que puede traducir y la incompleta sensación de sus límites. Lucia está aterrorizada pero también furiosa. Esa ira incandescente desconcierta por su vigor, por su cualidad venenosa y lóbrega. El personaje transita no a través de los pasillos y habitaciones de la casa que habita, sino que desciende hacia las profundidades de sí misma, en medio de una esplendorosa caída a los infiernos más íntimos de su mente.
Para Lina Meruane —personaje y autora— el mundo parece un lugar definido a través de innumerables matices que pueblan la trama de dolor y una profunda angustia existencial. No obstante, la historia no se obsesiona con el agobio y parece más interesado en encontrar piezas sueltas —retazos de luz fugitivas— no para aferrarse a ellos, sino para definir la frontera con la oscuridad. La realidad se desvanece con lentitud y Lina encuentra que el mundo es lo que recuerda de él, como si cada percepción se tratara de un poderoso ejercicio biográfico que se construye a partes incompletas. Una vitalidad inquietante lo llena todo, se desliza entre los espacios vacíos y deshumanizados. El tiempo parece acortarse y después, hacerse limitado, interminable. Cada minuto y segundo no son medidas temporales, sino huellas de incertidumbre. No hay un concepto sensorial que sostenga las percepciones en la oscuridad. El mundo se desploma y Lina, tan consciente de su terror como de su cólera infinita, sabe que ese apocalipsis interior no es otra cosa que el olvido. La realidad deja de existir, se desploma. Se convierte en otra cosa.
No obstante, Lina Meruane —la escritora— no intenta expresar el mundo de la ceguera, aunque pueda parecerlo y de hecho, hay una consistente necesidad de describir las tinieblas. Meruane —escritora y personaje— no reproduce la experiencia real de la ceguera sino que estructura algo más doloroso y angustioso: la ausencia de lo conocido, del ámbito de lo familiar, de las pequeñas cosas que hacen la vida soportable. La escritora renuncia a su identidad para alimentar a su personaje y entre ambas la ceguera es un espacio blanco donde medita sobre la ausencias y terrores de la existencia. Tal vez por eso resulta un triunfo de recursos y efectividad que la novela esté contada en un pasado difuso —la ceguera curada o la emoción transformada en impulso creativo— y que sea en realidad, una trama que no enuncia ni busca significado alguno. Como la ceguera, como los nombres intercambiados de los personajes, como la realidad que puede o no existir, la historia es una colección de pistas falsas, de papeles cruzados y roles contradictorios. Todo en la historia parece mal colocado, incompleto, disparejo. La ceguera —la literaria, la prosa sucinta y descarnada— convertida en una puerta cerrada hacia la oscuridad.
Sangre en el ojo no es solo el proyecto más osadode Lina Meruane hasta la fecha, sino el de mayor penetración emocional. Un desgarrador relato semi biográfico en el que la escritora crea una realidad alterna donde la visión no es otra cosa que una excusa para la comprensión de la complejidad de la pérdida de la identidad y la caída en los infiernos personales. No obstante, la reflexión de la escritora no se resume al obvio miedo a la transformación a través del dolor y la enfermedad, sino a la búsqueda incesante de la identidad perdida por la angustia y el terror emocional. La escritora avanza alrededor de un mundo abstracto de signos y oscuridades para contar una historia que desborda los límites de la no visión y crea algo nuevo. Meruane —personaje y escritora— avanza hacia espacios interiores repletos de grietas y heridas a medio curar. La novela tiene la evidente intención de incomodar y dejar bastante claro que asume su cualidad como hija bastarda de una narración mucho más compleja que apenas adivinamos entre líneas. Las frases parecen incompletas, a medio construir, sin mucho sentido hasta que se unen para dibujar el paisaje en tinieblas que tanto escritor como personaje atraviesan a tientas.
Es entonces cuando Meruane crea lo mejor de su obra: una noción ambivalente y a medio construir de los terrores de una falsa nocturnidad, una percepción ambivalente sobre el amor, el poder y el orden invisible de las cosas que nos unen a nuestra propia circunstancia. La historia crea una mezcla desconcertante de fragmentos de muchas otras cosas: una novela que no lo es del todo, un alegato que termina desapareciendo en el dolor y por último, una breve percepción sobre los pesares del amor y la tragedia personal, todo dibujado gracias a una sutileza casi dolorosa en su belleza. Es una mirada desgarradora de cómo somos, quizás, nuestros propios monstruos en medio de las tinieblas de nuestros horrores inconfesables.
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