Pintura de Alma Domínguez: Responsabilidad
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Escuchar a Juan Gabriel como trabajo académico instauró una serie de afectos estratégicos para sobrevivir la recién adquirida melancolía migratoria. Yo vine a estudiar Performance Studies a Northwestern University en 2018. Ese ha sido mi gran sueño.
Puse el primer concierto de Juan Gabriel en Bellas Artes. Él, delgado y aún muy joven, trae la torera negra con chaquiras doradas. Debía poner atención en las partes extra musicales de sus conciertos que aumentan y definen el impacto popular de su música, y puse atención en los silencios durante los cuales el público canta trozos largos de los coros de sus canciones.
Cuando asunto, ya no estoy en mi recámara de Evanston, sino en el carro de mi tía Socorro y mi tío Vinicio. Mis primas y yo estamos en el asiento de atrás a punto de cantar el coro del “Noa Noa”. El carro ondea para llegar a la casa que tenían en la parte alta de Contry Sol, en Monterrey. “No, no, no, no hay nadie que cante tan bonito como tú”, y nosotras corregíamos: “como yo”. Mi Juanga se las ingenió un call-and-response hasta con la grabación de la rolita sobre su lugar de ambiente.
Esos silencios con respiros de posibilidades montados por Juanga en sus conciertos asemejan abrir la ventana para dejar que entre la brisa a una recámara aturdida.
Este brown queer affect Juangabrielezco me llegó ya en forma a partir de la muerte de Juanga, pero no lo sabía. Me lo sufro como todxs, queriendo que su muerte sea mentira. Culpo a sus hijos, a todxs, y a la falta de lucidez sobre el frágil corazón de un personaje enorme.
Después de ese ejercicio, platiqué con mi sobrina en su departamento de Rogers Park el miércoles. Cocinamos arroz con pollo. Ella nació en Monterrey pero emigró a San Antonio, Texas a los 5 años. No la volví a ver hasta el funeral de mi abuelita Lala hace 5 años. Ahora la veo por lo menos una vez a la semana. Abuelita narraba a su primera bisnieta como un pedacito de perfección, y estaría más orgullosa de ella ahora.
Los recuerdos de Abuelita y Juanga vienen con la textura del fracaso. En vida fueron partes de horizontes afectivos distantes. La distancia temporal y territorial me los devuelve como coordenadas. Juanga es el norte y Abuelita es un jardín. Muertos son más poderosxs.
Perderlos fue un ensayo. Elizabeth Bishop elogia el arte de la pérdida en su poema “One Art”: The art of losing isn’t hard to master; / so many things seem filled with the intent / to be lost that their loss is no disaster”. La maniobra Jedi de mi abuela me la devolvió ahora, después de muerta, como ella quería que nos relacionáramos. No busco su simpatía o cobijo en la soledad del exilio de mis padres. Dejo de querer que ella sea alguien más, la miro fijamente como un punto de origen. Imagino que soy una nieta contenta. La desilusión no la cruza en mi presencia, y su altivez permanece imperturbada.
El jueves escuché a lx intérprete Latinx y queer Dorian Wood. Wood es unx cantanx virtuosx que lo mismo canta a Chavela Vargas, Juan Gabriel, que a Sia. También compone. Presentó un cover del álbum Rhythm Nation de Janet Jackson con puros arreglos de piano a principios de febrero. Nos pidió rodearlx. Yo fijamente veía cómo golpeaba las teclas. Canta como las diosas. Su virtuosismo y corpulencia me pusieron en contacto con todas mis pérdidas. “I lost two cities, lovely ones. / And, vaster, / some realms I owned, / two rivers, a continent. / I miss them, but it wasn’t a disaster”, sigue el poema de Bishop. Dorian Wood fue durante ese concierto mis ciudades, sus ríos, mi Abuela, la voz tersa de Albores, la piel de Jesús y la risa de Jonás, los huevos revueltos de mi madre, las primeras palabras de mi sobrina, las enchiladas de La Misión y el primer tamal que comí en Pilsen.
Con mi incapacidad de soltar esa serie de afectos, descubro como se ruptura mi lazo con Monterrey. Al mismo tiempo por tramos largos estoy en México. Aparezco de repente en una esquina de la Ciudad de México, adentro de un restaurante en Morelia, bebiendo una margarita en Ciudad Juárez. México también vive en Chicago, pero está hecho de sueños y carencias específicas. Mis tristezas son un pez muy pequeño dentro de este océano.
Al final de esta serie de pérdidas siempre está un tamal, un sope o una maravillosa conversación en mi lengua. Chicago me vino a diagnosticar y a ofrecer la cura de este sentimiento que resurgió escuchando a Juan Gabriel hace dos semanas. Yo la tengo fácil, voy y vengo. Pero mis ugly feelings también empiezan a saber que este México para armar está defendiéndose todo el tiempo del delirio anti migratorio.
Desde una historia de todas nuestras posibles pérdidas, me detengo a pensar que quiero a mi México para armar —en clave Chicagoan— y no lo procuro lo suficiente. Hace 23 años viví en Estados Unidos como hija de un exiliado político, y perdí para siempre la noción de casa justo cuando volví a Monterrey. Mi sistema vital me atacó, y me tuve que inventar otra forma de ser en el mundo para no quedarme en el camino. Casa para mí es el hilván de una serie de recuperaciones, como la voz de Juan Gabriel y el arroz con pollo. Casa es un espejo cóncavo, como el cuerpo de Dorian Wood.
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DOSSIER
Entrevista con la Cónsul General de México en Chicago, Reyna Torres Mendívil
Entrevista con Gretchen Kuhner, directora del Instituto para las Mujeres en la Migración
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Cordelia Rizzo
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