—Primera parte: Pequeñas historias de la revista Tres Américas—
En el primer número de Pie de Página (mayo-agosto 2002), la revista codirigida por José Castro Urioste, el escritor Ricardo Armijo (n. 1959) publicó un ensayo sobre las revistas literarias de Chicago. Se refería, por supuesto, sólo a las revistas “impresas”, hechas en papel, poco antes de la explosión de las “electrónicas” en internet. En ese entonces Castro Urioste, uruguayo formado en Perú, era profesor en la Universidad Perdue, además de dramaturgo. Armijo, nicaragüense afincado en Chicago desde 1991 fue el primero en obtener el Premio John Barry (2005, Nuevas ficciones). La repentina muerte de Ricardo (en 2006) impactó a la pequeña comunidad de literatos latinos.
En su texto, Armijo escribía: “En poco más de una década, Chicago ha visto nacer y morir por lo menos siete revistas literarias en español, y cuatro de ellas han tenido un rol dinámico en la promoción de sus letras. Sus nombres son, por orden de aparición: tres américas, Fe de erratas, Calles y Sueños, Abrapalabra, Zorros y Erizos, Arena Cultural [apenas sobreviviría ese 2002] y Tropel. Lo más notable es que el alma que las anima proviene de la misma fuente: la literatura. […] Y así como la literatura mueve a todo el grupo, el grupo entero ha estado sujeto a los triunfos y fracasos que conmocionan a las publicaciones. […] En esta historia silvestre [de las revistas culturales] el grupo no tiene miembros con nombre propio: las revistas son los verdaderos protagonistas”.
Enfatizaba Armijo la vital importancia del idioma: “Siendo la viga mayor, el español sostiene el bagaje identatario de los escritores. Desde el comienzo se ha promovido su buen uso. Parece que tiene que ver, en parte, con la noción de que hasta hace unos diez años, en Chicago (y seguramente en el resto del país) el español —de la calle, de los carteles o de los libros— había sido vilipendiado por la demoledora influencia del inglés, así como por la falta de autopatrullaje. Nuestra insolencia lingüística es producto de la ofensa; que no sorprenda que los flujos migratorios entre más o menos 1985 y 1995 —nuestra generación— hayan sido los que mejoraron notablemente el uso del español en los medios masivos, la publicidad y la literatura”.
Armijo comienza analizando a tres américas, la revista que fuera la iniciadora de todo ese movimiento: “Parecida en tamaño y formato a [la revista] Vuelta, la misión de tres américas, dinosaurio de las letras en español en Chicago, es promover y celebrar la literatura y las artes latinoamericanas. […] Salvo raras excepciones, su mirada, culta y admiradora, es hacia las grandes personalidades de la cultura latinoamericana: José Emilio Pacheco, Rigoberta Menchú, Rosario Ferré, Eduardo Galeano, etc. Hay una intención clara de rendir tributo a los consagrados del otro lado […] Pero también publican por primera vez a varios de los nombres locales que serán clave en el futuro de las publicaciones pequeñas. Tienen Azul, una sección de literatura infantil o estudiantil, la única de su naturaleza en toda la historia de la ciudad. Su motivación es bien intencionada: promover la costumbre de la buena lectura”. Y concluía con esto:
“Es una revista organizada, sin muchos sobresaltos, sin ningún tipo de controversia. […] A excepción del séptimo número, que cubre las artes chicanas, tres américas tiene la mirada fija en el sur. Hay que recordar que las celebraciones de los 500 años del Gran Encuentro estaban en pleno apogeo en esos años. En ese sentido, la revista es producto de la nostalgia (que es el mecanismo de defensa más común del inmigrante). Es generosa con la cultura latinoamericana y solidaria con sus grupos oprimidos porque ésa es la tierra de sus integrantes, cuya afirmación debe ser el primer paso para echar raíces en el territorio nuevo.[…] La muerte de tres américas es como su vida, tranquila. La causa es la aridez del entorno, que termina por agotar a sus integrantes.”
Vivo agradecido con Ricardo por haberse tomado su tiempo en revisar el paso de tres américas en el desierto cultural de Chicago. Hasta me gusta aquello de “dinosaurio” al referirse a su antigüedad. Fue, en efecto, la primera revista en español dedicada casi exclusivamente a las letras (ensayo, poesía y cuento, sin olvidar la reseña de libros, la entrevista y las artes plásticas) en Chicago. Lo que no me cuadra mucho es la alusión a esa “muerte tranquila como su vida”, eso de que carecía de “controversia”. Es, creo, un dislate del buen amigo Armijo. ¿Cómo se muere sin ruido —sin chiste— algo que él afirma estaba bien hecho? Cierto que no hubo estruendos; pero, ¿tanta desabridez a la hora de morir? Sé que es poco elegante que uno defienda a sus criaturas, pero… Los que no conocieron tres américas (la inmensísima mayoría, duele decirlo) pensarán sin duda que se trató de una aventurilla literaria bastante anodina, ligera, intrascendente. Pero no: en su redacción abundamos los primerizos, pero hubo colaboración de varios notables.
Yo fui uno de aquellos entusiastas que hicieron su noviciado en nuestra querida revista. No tenía en mi haber más que haber redactado notitas de libros en revistas de escasa circulación como La Razón de Walter Briseño y la Hispanic Image, una revista bilingüe (muy hermosa por cierto: con gráficas a todo color, o en blanco y negro) que dirigía Les Pinto, un buen amigo cubano. Recuerdo esa época (1989-1996) en que publicamos tres américas como una de las más felices de mi vida. Por lo regular, prevalecía tal humor y camaradería en el grupo de amigos del “Consejo de Redacción”, que aquellas tardes de largas reuniones discutiendo cada número me resultan memorables por las bromas y las risas. La eterna escasez de fondos (los “impresos” no salían gratis) para ese tipo de revistas no impidió que sacáramos 7 números en esos 7 años. (Buen número el 7, amigo de Cantinflas (El Patrullero 777) y el ángel salvador, siempre, del gran James Bond).
¿Cómo nacía una revista literaria en el siglo XX? Huberto Batis, el creador —junto con su cuate Carlos Valdés— de otra revista que, por cierto, duró también solamente 7 años (Cuadernos del Viento, 1960-1967) lo explicaba así de fácil: por las dificultades que enfrentaban los principiantes para publicar sus trabajos. Las escasas publicaciones de este género, en la Edad de Papel, se mostraban reacias a publicar a los ilusos —casi siempre jóvenes— que pretendían ser poetas o narradores. Cuando leí, en los noventa, las memorias de Huberto (Lo que Cuadernos del Viento nos dejó, Ed. Diógenes, 1984), vi reflejado en muchas de sus aseveraciones (guardando las proporciones, of course) el periplo mío y de mis amigos en tres américas. El mismo entusiasmo, la misma locura de creer que se puede arar en el desierto. Pero sin esa fe ciega nunca se llega a nada. Hay que lanzarse al ruedo para salir cornado. Para comprender este fenómeno se podrían citar las sabias palabras de Claude Chabrol, el cinesta francés, quien llegó a afirmar: “La tontería es infinitamente más fascinante que la inteligencia. La inteligencia tiene sus límites, la tontería no”. Echando a perder se aprende. A veces, nos dicen los que saben.
La revista tres américas fue hija de esa ingenuidad, de esa ilusión, pero también de la casualidad. El 16 de diciembre de 1989, Carlos Cabrera y yo habíamos convocado (en la librería del mismo nombre) a una velada cultural, a manera de fiesta navideña. Leo hoy en 2020 lo que me parece un candoroso manifiesto: “En Chicago existe un número de individuos que escriben, sueñan y piensan. Artistas nacientes, escritores en cierne que, con su imaginación creadora ayudan a hacer más paliativo el presente, tan lleno de angustias y calamidades”. Invitábamos a todas las personas que se atrevieran a traer sus manuscritos breves a leerlas en público. Le llamamos al evento “El primer encuentro de los novísimos poetas y cuentistas latinoamericanos en Chicago”. Nunca imaginamos la reacción: esa tarde fue de lecturas maratónicas. Se leyeron lextos, buenos y malos, con el mismo fervor. De ahí nació la idea de crear una revista y canalizar inquietudes.
Para marzo de 1990 ya habíamos formado un equipo de 14 personas que pasarían a ser lo que pomposamente llamamos el “Consejo Editorial”, todos más o menos primerizos. Había tres o cuatro que habían publicado por su cuenta o en pequeñas editoriales algún librito, como Mario Andino y los poetas Liliana Cardona y Adolfo Colón; otros que a lo sumo habían hecho alguna reseñita en algún diario local (caso mío). Pero teníamos un par de Ases en la manga: Alejandro Ferrer, quien había obtenido un muy honroso tercer lugar en el Concurso de Cuento Esperante; y Alfonso Díaz, el mejor autor de la editorial Scott Foresman en letras juveniles. Con ellos a bordo saldríamos adelante. Aportando todos en lo económico y en los escritos, con una total inexperiencia en la edición, pero con un entusiasmo desbordado, armamos un primer numerito que vio la luz el 16 de junio de 1990. Fue una tarde realmente espléndida: en la recepción que se organizó en la librería para presentar la revista se añadió la presentación del Manual práctico de Ortografïa, un libro de Josefina Vargas (una de nuestras correctoras de pruebas). La actriz Rosario Vargas y el guitarrista Tomás Utrera dieron un recital soberbio: la versión íntegra del “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”, el gran poema de Federico García Lorca.
Ese 16 de junio hubo sorpresas de última hora: a la actuación de Rosario se sumó, en dúo memorable, la voz de su hija Marcela Muñoz. La bella y joven actriz prácticamente debutó ante nosotros, que no cabíamos de asombro. ¡Que perfecta coordinación de las dos voces femeninas con el rasgueo de aquella guitarra gitana de Utrera! Cinco meses después, el 16 de noviembre de 1990, Marcela sería parte del elenco de la compañía de teatro Aguijón II, en la obra que presentaron en el Museo Mexicano de Bellas Artes: El eterno femenino de Rosario Castellanos. El recién fundado Aguijón II tenía en su mesa directiva a personas que también comenzaban a tener nombre en la comunidad latina de Chicago, como Pepe Vargas y el concejal de origen duranguense Jesús, Chuy, García.
Tampoco programada para dicha festividad (ni siquiera lo mencionaba el cartel) fue la participación de Waldo Pozo, voz y guitarra chilena. Waldo abrió la fiesta cantando casi un himno latinoamericano: Si somos americanos, de Rolando Alarcón; se siguió con la melancólica zamba De mi madre, con ese estribillo “volveré, volveré” que desgarra el alma y que inmortalizaran Los Chalchaleros; y remató con el poema de Machado que hiciera popular Serrat: Cantares. Waldo no podía haber hecho mejor selección de sus canciones: las nostalgias de las patrias abandonadas por los exilios, los políticos y los económicos; los caminos que se van haciendo al andar. Eso era nuestra tres américas.
(Abro un pequeño paréntesis: Ayer al mediodía, 23 de marzo 2020, en pleno encierro de casa, decretado por esta plaga del coronavirus, llamo por teléfono a mis amigos Flor y Luis Retamal. Me informan que Waldo falleció hace 6 meses. Vaya para Waldo un gran adiós y las palabras de Violeta Parra: “Se impone la sinrazón/ en este teatro moderno”).
Para dar una idea de la seriedad con que asumíamos nuestro papel de “hacedores de caminos” (dixit Machado), reproduzco la frase de Henry Miller que apareció junto A manera de presentación de tres américas: “El escribir, como la vida misma, es un viaje de descubrimiento. La aventura es de carácter metafísico: es una aproximación indirecta a la vida, de adquisición de una visión total del universo, no parcial. A menudo escribo cosas que no entiendo, aunque seguro de que luego me parecerán claras y significativas. Tengo fe en el hombre que está escribiendo, en el hombre que soy yo, el escritor. Y no creo en las palabras aún cuando las junte el más diestro: creo en el lenguaje, que es algo que está más allá de las palabras, algo de lo cual las palabras no ofrecen más que una inadecuada ilusión. Las palabras no existen separadamente sino en los cerebros de los eruditos, filólogos, etnólogos, etc. Las palabras divorciadas del lenguaje son cosa muerta y no entregan secretos”.
En la Presentación hay frases que hoy me hacen sonreír, por su optimismo irreductible. Creíamos de veras que estábamos abriendo brecha en una sociedad bastante inculta y chabacana. Había algo bueno, pero en el fondo paternalista, en nuestra actitud ante la vida y su propósito. Aquí unos fragmentos: “El grupo de amigos que integran el equipo […] están unidos por un deseo común: preservar su lenguaje. Obstinadamente creen en el lenguaje e intentan arrancarle algunos de sus secretos. Piensan, sueñan, aman y sufren en español. Y en español escriben. Y no por chauvinismo ni menosprecio al otro lenguaje, sino por la necesidad real de indagar sus orígenes, de mantener vivas sus tradiciones, de dialogar con ellos mismos y su gente.[…] Anhela también llegar a los niños, al hombre y la mujer del mañana, y fomentar en ellos el gusto por la lectura en la lengua de sus ancestros. Para ellos ha creado el pequeño suplemento Azul, que llevará el nombre de nuestro primer cuento infantil”. La ilusión iba que volaba en tranvía.
En este ensayo de la nostalgia quiero registrar nombres de otros que participaron en la travesía que duró 7 años: además de los ya mencionados participaron Lito Barraza, José Espoz, Roberto Espoz, Aaron Kerlow, Henry Russell, Blas Óscar Vera y Ariel Zapata. Algunos de ellos se irían distanciando pronto —por razones personales, como sucede siempre en este tipo de proyectos idealistas, sin ninguna base económica—. Llegarían nuevos amigos como Edgardo A. Alvarado, William Márquez, Juan M. Meza, José Román Quijano (Otoño 1990) y nuestra querida Nélida García- Ryl Kuchar, la ilustradora de la portada del segundo número con un excelente dibujo a lápiz de Eduardo Galeano. La revista avanzaba a tientas, pero persistía. El número con Galeano lució en sus páginas trece relatos llenos de humor, tiernos y dramáticos relacionados con el mundo de la infancia. Fue el más extenso (ocho páginas) y el más intenso y bello de los Azules.
Nélida hizo también la portada del tercer número (Otoño 1991), dedicado a Octavio Paz; las páginas interiores las adornó el gran artista mexicano Nicolás de Jesús; se añadieron al grupo Helio Meza, William Restrepo e Isidro Reyes. Y en ese otoño venturoso llegó la que sería nuestra Reina de Corazones, la intelectual de peso completo: Susana Cavallo, quien debutó con el ensayo “La Arcadia imposible: Un estudio sobre Piedra de Sol, de Octavio Paz”. Un lujo para nosotros los debutantes. No sería el último; vendrían otros.
Vale contar hoy cómo fue que Galeano llegó a aparecer en tres américas. La cosa fue así: en 1983, cuando yo trabajaba en la librería Europa, ocurrió uno de esos encuentros que, cual milagros, nos brindan los dioses: conocí a Cedric Belfrage, su gran traductor. El intelectual inglés había venido a Chicago para ver a una pariente suya delicada de salud. El edificio de ancianos que albergaba a la señora estaba contiguo a la Europa. Una tarde vi a un ancianito (Cedric tenía entonces 79 años) batallando con la pesada y vieja puerta de la librería. Me precipité a abrirle y él, muy sonriente y con su voz ya cascada me dio las buenas tardes. En una de las mesas estaba Los Nacimientos, el primer tomo de la trilogía Memoria del fuego. El viejito me preguntó aún sonriendo: ¿No tienen la versión al inglés?” Le dije: “por supuesto, Galeano es de los que merecen ser leídos en todos los idiomas, sobre todo en estos tiempos; yo lo recomiendo muchísimo a los maestros”. Y el viejito me dijo entonces: “Ya estoy trabajando en el segundo tomo”.
Creí no haberle entendido. Debo haber puesto cara de perplejo porque rápido añadió extendiéndome la mano (no existía aún el coronavirus): “Me llamo Cedric Belfrage. A Eduardo le va a encantar cuando le cuente lo que usted me acaba de decir”. Yo todavía estaba pasmado y lo miraba incrédulo. ¿no sería algún loquito o uno de esos viejitos seniles que veía pasar a cada rato por enfrente de la Europa? Me dijo: “tráigame por favor Los nacimientos en inglés”. Mientras caminaba para arrimarle el Genesis leía: Translated by Cedric Belfrage. Me quedé sin habla. No cabía en mí de gusto. Y aquel viejito reía. Hablamos un buen rato esa tarde. De los exilios de Galeano y Benedetti en España y de él mismo (Cedric Belfrage fue deportado a su natal Inglaterra en la época del macartismo). Fue el inicio de una amistad que atesoro, a pesar de su brevedad.
Esto debe haber ocurrido en enero de 1983. A mediados de abril llegó a la librería, por correo, un paquete con mi nombre. Venía de Cuernavaca, México. Dentro había un libro algo amarillento por el paso del tiempo (1964) y una carta escrita a máquina, en inglés, firmada por Cedric y Mary B. (Bernick, su esposa). Transcribo algunos párrafos: “Cedric is sending you a copy of My Master Columbus in English… It is now a rare book since it is out of print and you can, if you like compare it to the Spanish translation. […] I have told my aunt (Sara Frankel) who lives in the Senior citizen’s building near you about you. […] I suggested that when she goes out walking (she cannot walk too far because of her heart) she stops and sees you and can rest a moment in the bookstore. […] The nice thing that happened was that Eduardo Galeano was in México for the book fair and had lunch with us one day. So I could get him to send you his greetings on a separate piece of paper. You know that he was a cartoonist and that is why he draws those funny figures when he signs a book!” (en una hoja, había un cerdito dibujado por Galeano).
Cedric Belfrage tuvo una vida interesantísima: luchó contra los nazis en los años de la Segunda Guerra Mundial y fue miembro, por unos meses, del Partido Comunista. Aparte de traductor y activista político fue crítico de cine, periodista y un brillante novelista satírico. El libro que me regaló (My Master Columbus) lo menciona Eduardo del Río Rius en una entrevista titulada “Los hijos de la chingada” (1995) realizada a propósito de su libro Quinientos años fregados, pero cristianos, incluida en Rius para principiantes. Copio una de las preguntas y su respuesta: La R: ¿Qué le motivó a escribir este trabajo sobre la conquista? Rius: Empecé a investigar el tema hace seis años, inspirado en la lectura de El arpa y la sombra de Alejo Carpentier, que resalta el aspecto esclavista de Colón, y My Master Columbus, escrito por Cedric Belfrage, un inglés que pasó años investigando los documentos que había en el Museo Británico sobre el descubrimiento de América, e hizo un relato novelado desde la visión de uno de los esclavos del navegante genovés”.
Cedric Belfrage falleció el 21 de junio de 1990 en Cuernavaca, México. En el segundo número de tres américas, en la sección Azul, abrimos con un breve texto que titulamos “Eduardo Galeano y los niños”. Reproduzco algunos fragmentos. “Hace un par de años tuvimos el enorme placer de conversar con Eduardo Galeano […] y le pedíamos su autorización para reproducir algunos de sus escritos […] Galeano, con su generosidad tan característica nos abrazó y nos dio su aprobación inmediata. Sólo nos pidió que siempre procurásemos indicar las fuentes […] Hace unos meses la editorial Siglo XXI publicó su hermoso Libro de los abrazos, del cual hemos seleccionado la mayoría de los relatos que hoy aparecen en nuestro suplemento […] junto con otros, pocos, de su libro Días y noches de amor y de guerra, de Ediciones Era […] y con ésto queremos rendir un mínimo homenaje póstumo a Cedric Belfrage, su entrañable amigo y traductor. Para él va un último abrazo”. Fue la única nota triste que empañó la fiesta de tres américas.
Resulta difícil —si no imposible— hablar con objetividad de algo en lo que uno mismo ha participado. Es muy sabido. Pero sigo pensando que tres américas no estuvo nada mal después de todo. Cierto que cometimos errores, y muchísimos. Su primer número, sobre todo, luce débil y enclenque, pero se produjo en base a textos aceptados sin verdadero juicio crítico. Habían sido papeles leídos por el público aquella tarde en la librería Tres Américas. La revista surgió, entonces, de manera muy espontánea, sin el cedazo de un “taller” literario. No contábamos con un Juan José Arreola —gran tallerista— o un Carlos Monsiváis para guiarnos. Qué bueno hubiera sido. Dábamos palos de ciego armados tan sólo de entusiasmo. Las palabras de Miller, “escribo cosas que no entiendo, aunque seguro que luego me parecerán claras y significativas” y su “tengo fe en el hombre que está escribiendo, en el hombre que soy yo” nos daba ánimos para el desafío. No habría grandes luces en el grupito de amigos, pero sobraban ganas de hacer algo. Chicago ya había tenido su montón de periodiquitos y ninguno parecía interesado en la literatura.
Releo la poesía de Liliana Cardona, de Adolfo Colón, o de los hermanos Espoz, y detecto huellas de Rilke, Guillén, Neruda, sin duda sus lecturas más frecuentadas. Los poetas en cierne buscan aún su voz —claro— pero son poemas dignos de aparecer en revistas. Hay cuentos como “El Profeta” de Alejandro Ferrer y dos cuentos para niños de Alfonso Díaz (“Azul” y “Un adiós a la distancia”) que no estarían mal en antologías. En el segundo y tercer número de tres américas se nota la mejoría en la calidad de los textos. “Bajo tu sombra” y otros poemas políticos, del salvadoreño José Román Quijano, están entre lo mejor del segundo número. Aunque el título recuerde al de Paz (“Bajo tu clara sombra”) no se parece en tema ni en nada; si acaso, hay resonancias de un Walt Whitman. En el tercer tres américas, Susana Cavallo reina a sus anchas: su extraordinario ensayo del extenso poema de Octavio Paz, “Piedra de Sol”, brilla en todo su esplendor. Opaca a los compañeritos de ruta, que se le rinden gustosos. Es un preámbulo de lo que vendrá.
Pensarán que me considero un San Juan Diego por tanto milagrito, pero luego contaré otra anécdota para explicar cómo llegamos a publicar tres poemás inéditos del premio Cervantes y Reina Sofía de 2009, el Octavio Paz (2003), Pablo Neruda y Alfonso Reyes (2004) y el García Lorca de 2005 (por nombrar sólo unos cuantos). El cuarto número fue de verdadero lujo: se unieron a la aventura Alejandro Escalona y John Barry; y Salvador Calvo, el gran pintor español, nos regaló un precioso dibujo a tinta: el retrato de José Emilio Pacheco, nuestro invitado de honor que apareció en la portada. Susana Cavallo escribió para la ocasión su ensayo La sombra de la memoria: Aproximación a la poesía de José Emilio Pacheco, un análisis de “Oscura entre las sombras”, “Regreso a Sísifo” y “Enemigos”, los 3 poemas que había enviado Pacheco para su publicación. Por su parte, John Barry nos entregó Olvidar sería un crimen: Morirás lejos y el arte de expresar lo inexpresable, un ensayo de la novela pachequiana sobre el Holocausto, tan difícil para el lector común. Escalona escribió su ensayo Hijos de la Malinche, el mestizo en la literatura indigenista (muy apropiado: era la edición de Otoño 1992 con celebraciones del V Centenario); Ferrer nos dio la mejor entrevista que llegó a publicarse en tres américas: su conversación con Salvador Calvo, salpicada de humor y buenos datos.
Retomo mi vuelo: Un día de julio de 1992 estaba yo muy tranquilo en la librería Tres Américas cuando sonó el teléfono. Era mi amigo Héctor Hernández, el director de la biblioteca Rudy Lozano. Me pedía sugerencias: había que gastar de inmediato un fondo pequeño que tenía la biblioteca para promover la lectura. Me dijo: “Si tú pudieras traer un escritor a Chicago, ¿a quién invitarías?” Sin pensarlo dos veces le dije: a José Emilio Pacheco. “¿Tienes su número de teléfono?” —me preguntó. Dije que no, pero sí los de Monsiváis y Poniatowska, sus grandes amigos. Ambos habían estado en la librería. Le ofrecí actuar de intermediario y Héctor me recalcó: “aclárale a JEP que le pagaríamos sólo…[mencionó una módica suma de dinero] por una breve charla en la Lozano. Cosa de un par de horas, cuando mucho”. Yo, feliz de tener un pretexto, llamé a los tres esa tarde; fueron sencillos y amabilísimos. JEP me habló como un viejo amigo. Hasta contó de la pequeña crisis que atravesaba esos días (el robo de su viejo auto) y su precaria condición económica. “Me vendrían muy bien esos dólares” —me dijo— “pero por esas fechas que indica tu amigo voy a estar dando un curso en Maryland. No me es posible. Me dices que tú y tus amigos están sacando una revista. Tengo unos poemas inéditos ¿No les gustaría publicarlos?”. Cuando les conté, Ferrer parecía Tarzán: daba alaridos.
Y así fue cómo JEP estuvo a punto de regresar a Chicago a fines de 1992. (Años atrás había visitado la ciudad y ansiaba volver —me dijo. Susana y John, ambos profesores, lo conocieron entonces). La alegría de ese otoño continuaría hasta la quinta edición de la revista, la del Verano 1993. Cito un pasaje de su Presentación: “El [número] de hoy es quizá uno de los más memorables: gracias a la generosidad de Cristina Pacheco y la revista ¡Siempre! reproducimos una entrevista que le hizo la gran periodista a Rigoberta Menchú, galardonada con el premio Nobel de la Paz el año pasado; y para completar el círculo perfecto, también hemos obtenido autorización del Chicago Tribune para traducir y publicar, por primera vez en español, una entrevista de Staci D. Kramer a Derek Walcott, el Nobel de Literatura del mismo año, 1992. Creemos que este es un magnífico colofón de lo que fue el tan mencionado “Quinto Centenario”. Como añadidura, en este número de tres américas aparecen varios ensayos relacionados al tema”. Dos Nobel, caray. Nada mal para una revista sin director, sin guías y sin becas.
(Hago una pausa y pienso: es 2020, último año de la Era de T y su carnal el Coronavirus. Y aquí estoy yo con mis nostalgias del siglo XX. Ahorita las revistas de papel y los viejos libreros —almas afines, fantasmas extraviados— pasamos a ser los nuevos dinosaurios).
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Conversaciones y encuentros en Tres Américas” (parte I)
Primera parte: Pequeñas historias de la revista Tres Américas
Conversaciones y encuentros en Tres Américas” (parte 2)
Segunda parte: Pequeños duendes y ángeles de la Revista
Conversaciones y encuentros en Tres Américas” (parte III)
Tercera parte: entrevistas en la revista tres américas (parte i)
Tercera parte: entrevistas en la revista tres américas (parte ii)
Tercera parte: entrevistas en la revista tres américas (parte iii)
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