Conversaciones y encuentros en Tres Américas (parte III, b)

—Tercera parte: entrevistas en la revista tres américas

(parte ii)

 

 

CASIMIRO: EL ESPÍRITU HECHO MATERIA A TRAVÉS DEL ARTE

(Suprimí las preguntas. Son innecesarias. Oigamos.)

 

Nací en 1941, en La Habana, Cuba. Provengo de una familia de clase media baja. Mi padre tenía un empleo en el Hotel Nacional, el más importante de Cuba en aquellos años, y vivía dedicado enteramente a la familia. Nacimos cuatro hermanos y, gracias a ese esfuerzo de mi padre, tuvimos lo necesario para vivir y logramos estudiar.

Mi padre era un artista nato: era capaz de pintar y esculpir maravillosamente, a pesar de nunca haber realizado estudios, de nunca haber aprendido técnicas. Desde entonces siempre me asalta la duda cuando observo a algunos individuos: sé que hay muchísima gente que es artista y no lo sabe; gente como mi padre, dueños de una sensibilidad que guardan aquello muy dentro; gente a los que les llaman “locos” o “románticos” o “bohemios” y que en realidad son verdaderos creadores. Creo que esto de la pintura lo heredé de él, de mi padre.

Desde que yo recuerdo siempre me gustó pintar. Yo veía las cosas y trataba inmediatamente de copiarlas. Recuerdo que en una ocasión, cuando tenía unos 6 años, vino una amiga a visitar a mi madre a nuestra casa, y ésta le contó de mi afición. Inmediatamente me trajeron un cuadro de José Martí y me preguntaron: “¿te atreves a copiarlo?” Me dieron lápiz y papel y enseguida lo dibujé. En la escuela primaria siempre me destaqué en dibujo.

Tengo recuerdos muy vivos de la Cuba de aquel entonces. Dos de ellos conciernen a la discriminación racial, muy marcada en aquella época: mi padre llegó un día de su trabajo y nos contó un incidente desagradable ocurrido en el hotel; Josephine Baker, de fama internacional, iba a actuar en Cuba y se le había negado hospedaje por el color oscuro de su piel. En otra ocasión fuimos en excursión unas 30 personas a la playa de Varaderos. Uno de mis primos, mayor que yo, iba acompañado de su novia mulata. Al disponernos a entrar en un restaurante se nos impidió el paso. Se nos explicó que aquella muchacha que nos acompañaba no podía ser atendida allí. Mi madre, indignada, les espetó: “¡Si ella no puede entrar, tampoco entramos nosotros!” Esta situación cambiaría después, con la revolución, afortunadamente. Las nuevas generaciones no tienen más esos prejuicios en Cuba. Hoy en día [1993] son muy comunes los matrimonios interraciales y nadie es discriminado por el color de su piel. Es una de las pocas cosas buenas que le reconozco haber hecho al régimen.

Durante ese período de mi infancia, a pesar de ciertas inquietudes que comenzaban a surgir en mí, vivía sin encontrarme a mí mismo. Viniendo de una familia modesta, donde cubrir las necesidades básicas ocupaba toda la atención, el impulso artístico no era estimulado. Pero por aquellos años descubrí algo que satisfizo en parte mi ansia creativa: el diseño de escenografía. Comencé mis estudios y logré graduarme de diseñador gráfico. Aquello me encantó: de repente tuve la posibilidad de recrear una época, un sentimiento, una situación política, económica en un escenario. Inclusive tuve la suerte de obtener un premio a la escenografía por dos obras: Macbeth y Bodas de sangre en el festival de teatro nacional en La Habana, en 1979.

A fines de la década de 1970 me encontraba estudiando en la escuela de Bellas Artes , en La Habana. Estudiábamos, entre otros pintores, la obra de los renacentistas Leonardo Da Vinci y Miguel Ángel. Yo sentía especial predilección por este último: la fuerza de su pintura, de su escultura, me entusiasmaba. Para el examen final se nos exigió un dibujo a plumilla. Elegí como tema la naturaleza, simbolizada en la mujer. La dibujé semidesnuda, con los pechos al descubierto, y de uno de ellos brotando toda la vida natural inconteniblemente. Fui llamado de inmediato a la dirección. Se me cuestionó el tipo de pintura que yo había elegido: el desnudo. Les di mis razones: si me habían hecho estudiar a todos aquellos grandes pintores, que también pintaban desnudos, no veía el porqué yo no lo podía hacer. Mi respuesta cayó muy mal a mis interrogadores.

Cosas como éstas me desanimaban de pintar en Cuba. Si tú no pintabas a guerrilleros, a unos macheteros cortando caña o cosas por el estilo, no eras bien visto. A mí no me entusiasmaba para nada toda esa pintura panfletaria del obrero con el cartel de “Patria o Muerte… ¡Venceremos!” y eso. La situación del artista en Cuba era, y es, realmente lamentable. Te contaré algo nada más para ilustrar lo que digo: Yo tuve un amigo, extraordinario pintor, que ganó un premio internacional en Italia. Él jamás vio el premio, ni nada. Lo sacaron, expulsado, de la Escuela de Arte. Él quemó toda su obra y jamás volvió a pintar.

No es que menosprecie la pintura política ni mucho menos. Tal vez tuvo su época. Admiro a los muralistas mexicanos como Diego Rivera y José Clemente Orozco, pero creo que el artista no debe quedarse, estancarse en un tema. El muralismo fue y sigue siendo admirable, pero luego vinieron otros grandes, como Rufino Tamayo, el pintor mexicano que más me encanta. Aquí debo mencionar a alguien a quien admiro y quiero muchísimo: el pintor Servando Cabrera Moreno, mi maestro en Cuba, una de las grandes influencias en mi vida.

Hay una serie de circunstancias que van marcando tu destino. Yo vine a Estados Unidos hace 12 años [1981] para escapar de una situación que se veía cada vez más difícil. Había vivido la mitad de mi vida en la Cuba revolucionaria, y vine con cierto recelo de lo que era este país. Al principio sentía antipatía hacia el norteamericano, desconfiaba de ellos. Vivía con muchas apreturas económicas. Un día se me ocurrió pintar un Cristo. Así, sencillamente porque no tenía nada para colgar en las paredes; hice un canvas, compré algunas pinturas baratas y me puse a pintar.

Cuando llevaba aquel cuadro a medio terminar, a un amigo mío se le ocurrió tomarme una fotografía pintando. Aquella foto, por mera casualidad, cayó en manos de un individuo que trabajaba en una galería de arte y quiso conocerme. Se llamaba Jimmy. Él vino y me dijo: “Tú tienes un potencial enorme. Debes dedicarte a esto”. A él le agradezco haberme encarrilado en el mundo de la pintura. Él me abrió otros horizontes.

Y así descubrí que Norteamérica no es tan mala como la pintan en Cuba. Aquí también hay individuos generosos que te dan la mano.

Cierto que en este país también hay abusos, que también se cometen atrocidades, que hay todavía discriminación racial y muchos otros males. Pero no es menos cierto que aquí se vive en un ambiente más democrático que en Cuba y muchos otros países. Aquí el individuo puede discrepar del sistema sin temor de ser encarcelado; aquí el artista puede expresarse como mejor le plazca y hasta donde su talento le alcance. Yo le estoy agradecido a este país que generosamente me abrió las puertas, y me ha permitido vivir y superarme. No podría decir nunca lo contrario: sería como si al ir a tu casa, donde me has dado albergue, yo me pusiera a exigirte más de lo que me quieres dar. Considero que soy un huésped de este país, y he aprendido a quererlo y admirarlo. Los recelos iniciales se han evaporado.

Hay una serie de circunstancias que te van marcando. Hay cosas que se te quedan en el subconsciente y que de repente brotan. Yo he pintado varios Cristos. ¿Por qué este tema repetidamente? Porque me hago muchas preguntas con respecto a esta figura y todas las demás religiones. Observo al mundo y sus miserias, el dolor de las gentes en Somalia, en Etiopía, tantas muertes y tantas injusticias. Y yo me pregunto una y mil veces: ¿Cristo está viendo? ¿Dónde está Cristo? La cantidad de gente que está, ahora mismo, muriendo por el sida [el HIV, en inglés], gente inocente, niños que están naciendo ya con esa enfermedad… Y yo me digo, “¡¿Qé Cristo no está viendo…?! ¿…No está viendo Cristo?”

No hace mucho leí un libro, La isla de los hombres solos, que relata la vida del ser humano en las cárceles; en el libro, un personaje dice que Dios viraba la cara cuando eran cuestiones de presos. Y yo llego a pensar éso: que Dios no está mirando algunos lugares; que Dios voltea su cara a otros lugares. Esa es la idea fundamental de los Cristos que he pintado.

Viniendo de un país donde aún existe la represión política, la censura oficial, donde todavía un dictador determina la vida o la muerte de tanta gente, soy capaz de apreciar el que el año pasado [1992] se le haya concedido el premio Nobel de la Paz a alguien como Rigoberta Menchú. Por una de esas buenas casualidades que a veces nos ocurren en la vida, me tocó conocerla personalmente durante su breve paso por Chicago, hace algunos años. Se me quedó grabada, sobre todo, su dulce sonrisa.

He mencionado en alguna ocasión que la filosofía de mi vida es tratar de materializar la pasión, la represión, el amor y el odio, la vida y la muerte, todo lo que toca las fibras del espíritu, a través del arte, de mi pintura.

 

 

SANDRA CISNEROS: “YO TUVE QUE INVENTARME A MÍ MISMA”

Dice Marc Zimmerman, profesor de la Universidad de Illinois en Chicago (en 1996), autor de U.S. Latino Literature: An Essay and Annotated Bibliography: “En años recientes, junto con el enorme crecimiento y diversificación de la población latina en Estados Unidos, hemos presenciado el surgimiento de una literatura que expresa las tradiciones, los conflictos y las transformaciones de los latinos”. Enfatiza Zimmerman que, a pesar de que la literatura latina lleva más de 100 años en proceso, se ignoraba hasta hace poco el avance de los escritores chicanos y boricuas.

Una de las razones, nos explica, es que los escritores y críticos profesionales estadunidenses (que por lo regular no son de ascendencia latina) reconocieron muy tardíamente los logros de esta comunidad. Fue hasta la década de 1960, con el aumento del porcentaje latino entre la población estudiantil universitaria —que había tenido una activa participación en la lucha por los derechos civiles y la protesta contra la guerra de Vietnam— que se observa el nacimiento de una contracultura, donde brotan muchos de los escritores y lectores de estas nuevas literaturas.

En México ha surgido también un mayor interés por la literatura chicana. La editorial Era, una de las más prestigiosas del país azteca, ha lanzado ya varios libros del escritor Miguel Méndez (Regreso a Aztlán, entre otros) con buena acogida de crítica y público; y la editorial Grijalbo, en coedición con el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CNCA), ha iniciado una serie (Paso del Norte) dedicada a difundir a los escritores latinos. En esta colección está por aparecer la traducción de The House on Mango Street [sería La Casa en Mango Street, en octubre 1994), la novela breve de Sandra Cisneros, esta escritora nacida en Chicago el 20 de diciembre de 1954.

En una entrevista publicada en el suplemento cultural La Jornada Semanal el 12 de septiembre de 1993, Carlos Fuentes mencionó algo al respecto: “Yo creo en la comunicación de las culturas, y seguramente hay muchos aspectos de la cultura chicana de los cuales vamos a aprender. Y ellos van a aprender de muchas cosas nuestras, también. Y todo lo que sea canje, comunicación, intercambio, yo lo favorezco”. Fuentes ha señalado en repetidas ocasiones la importancia vital de conocer la literatura chicana; y entre la lista de autores que recomienda aparece siempre el nombre de Sandra Cisneros.

The House on Mango Street, la obra de la autora chicaguense, fue publicada originalmente por una pequeña editorial en 1984 [Arte Público Press, con una portada de Alejandro Romero], y al año siguiente obtuvo el premio Before Columbus Foundation’s American Book. Es una novela compuesta por 44 relatos entrelazados por la obsesión de su protagonista, la joven Esperanza, de tener un día “una casa propia, callada como la nieve, un espacio donde refugiarme, limpio como el papel donde se escribe un poema”.

The House on Mago Street es una narración escrita con el lenguaje sencillo, a veces poético, propio del adolescente. Toca varios aspectos sociales importantes: la violencia en una sociedad patriarcal; la dominación de la mujer por el hombre; y la represión de la sexualidad y las manifestaciones artísticas femeninas. No es por nada que —en su primera página— ostenta una dedicatoria con estas palabras: A las mujeres (así escritas, en español).

Con este libro, publicado a la edad de 30 años, Cisneros se colocó de inmediato entre los escritores chicanos más importantes de Estados Unidos. El que siguió, una colección de cuentos publicada en 1991, Women Hollering Creek and Other Stories, confirmó sus dotes excepcionales de narradora. Sus personajes, en su mayoría mexicanos de ambos lados de la frontera, proyecta una fuerza que dura en la imaginación del lector. Cisneros es, también, poeta. Su poemario My Wicked, Wicked Ways es una celebración del ser mujer. A ellas van dirigidas las últimas líneas de un celebrado poema suyo, “Letter to Ilona from the South of France”: And yet I think you understand / my first sky full of stars— / you who are a woman—…

Durante una de sus frecuentes visitas a su tierra natal, Chicago, tuvimos la oportunidad de charlar brevemente con esta escritora, radicada actualmente en San Antonio, Texas.

¿Por qué esa mención en tu biografía, que aparece al final de The House on Mango Street, de ser “madre de nadie y esposa de nadie”? ¿Hubo algún propósito al plantearlo de tal manera?

No lo hice por querer hacerme la chistosita, ni por ofender a nadie. Sólo quería explicar a mis posibles lectores, especialmente a las mujeres, mi situación particular. Sobre todo a aquellas chicanas que tal vez se pregunten ¿cómo podría yo llegar a ser, un día, escritora? Les cuento mi historia, lo que ha hecho de mí lo que soy. Fui hija única en una familia de seis hermanos varones. Mi padre es mexicano y mi madre méxicoamericana, por lo tanto, a diferencia de otros escritores chicanos, mis raíces están en México.

La Virgen de Guadalupe aparece, en alguna forma, en varios cuentos de Woman Hollering Creek, como en los bellísimos relatos “Tepeyac”, “Mericans” y “Milagritos”. Este último, sobre todo, me pareció genial en su estructura.

“Milagritos” es un cuento que hice a base de cartitas, de retablos, de esas pequeñas notitas que los católicos acostumbran a dejar a los santos en sus nichos, cuando les conceden un milagro. Los fui hilvanando hasta lograr el efecto de algo así como el fluir de la conciencia del personaje principal. Te contaré una anécdota de donde procede el cuento. Hace algunos años, yendo por una carretera del sur, en el valle de Texas, acerté a pasar por el pueblo de Falfurrias [¿..?] donde me llamó la atención un nicho, uno de esos pequeños santuarios que están a la orilla del camino, y me puse a curiosear.

Me llamaron la atención aquellas notitas que contenían mensajes que me impresionaron enormemente. Yo tengo muchos prejuicios contra la Iglesia Católica, pero leí aquello y me dije: “Aquí está el testimonio más elocuente, la escritura más hermosa, hecha por gente supuestamente iletrada, el obrero, el proletario mexicano. ¡Y yo creyendo que yo sabía escribir!” En ese momento me sentí nadie, y deseé algún día yo también lograr transmitir la sinceridad de esas cartitas. Debo confesarte que usé dos o tres de ellas, las más cortitas, en mi cuento “Milagritos”. Me sentí un poquito mal al copiarlas, tal cual; como que estaba violando una intimidad. El resto lo inventé.

[La entrevista originalmente se hizo en 1994, para el semanario ¡Éxito! de Chicago, antes de aparecer la versión en español de su laureada novela. Tuve que actualizarla en 1996, para su inclusión en la revista tres américas, con la escritora. Valga la explicación por lo que sigue]:

¿Han sido traducidos tus libros al español?

The House on Mango Street ha sido traducida al español por una de mis escritoras predilectas, uno de mis ídolos: Elena Poniatowska. Es mi madrina. Me siento contentísima, como si fuera a tener mi fiesta de quinceañera en la comunidad literaria mexicana. Fue publicada en 1994, lo mismo que mi colección de cuentos; y una edición bilingüe, para niños, Hairs (Pelitos), un relato entresacado de Mango Street. La ilustradora es una gran amiga mía, una pintora de San Antonio. Todas las portadas de mis libros son hechas por chicanas, porque yo especifico eso en mi contrato con los editores. Trato de abrir puertas, de dar oportunidades a otras latinas.

En Woman Hollering Creek hay varios cuentos sobre el mundo de la infancia, que no aparece retratada precisamente en color de rosa, al igual que en tu novela. Tu cuento “My Lucy Friend Who Smells Like Corn” me recordó el “Macario” de Juan Rulfo, en el uso del monólogo y en la situación que describe. ¿Me equivoco al afirmar que eres lectora de Rulfo?

Estás en lo cierto. La lectura de Rulfo y Manuel Puig me ayudaron muchísimo con este libro, tengo que confesarlo. Lo mismo la lectura de Eduardo Galeano, Elena Poniatowska y Mercé Rodoreda. A todos ellos yo les llamo mis guías.

Me pareció notar esa referencia a Puig en algunos de tus cuentos. Haces mención de héroes de telenovela, del arte popular, de aquellos folletines. Parece que a tí, como a Puig, no te asusta el mencionar detalles que a otros escritores les podría avergonzar, por querer presumir de cultos.

Tengo que decir —para serte franca— que yo me crié en un hogar donde no había libros. Pero mi madre nos llevaba seguido a la biblioteca pública y nos dejaba en libertad entera de leer lo que quisiéramos leer. Pero en casa mi padre leía revistas como ¡Alarma!, La familia Burrón, hasta fotonovelas. Así que yo me crié tanto con un Hans Christian Andersen y un Lewis Carroll como con los miembros de La familia Burrón. Todo éso es ser chicano. Somos una mezcla de lo chillante, lo brillante, lo feo, junto con la alta cultura, lo high brow. Eso es lo bonito del ser chicano, que podemos ver, mezclar el mundo mexicano con el mundo anglosajón, desde una perspectiva única. Yo intento aprovecharme de esa perspectiva en mi arte. Pero ahora que aparezcan nuestros libros en México creo que les va a sorprender, a los de allá, reconocerse ellos mismos en un espejo, con un reflejo que nunca han visto. Porque los mexicanos se han visto a través de pensadores como Octavio Paz; y nos han visto a los chicanos a través del mismo Paz, o a través de la imagen distorsionada —tan llena de estereotipos— que el arte anglosajón les lanza a cada rato. Pero ahora que nos comiencen a leer se van a asustar.

Sandra, al leer algunos de tus relatos, por ejemplo “One Holly Night”, donde exploras la sexualidad, la morbosidad y el crimen, describes las cosas de una forma tan auténtica que tuve la impresión de que estabas desnudando tu alma ante el lector…

¿Pero es que hay otra forma de escribir? Creo que por eso he tenido éxito con mi lector. Hay gente que viene y me dice: “yo jamás podría decir o escribir esto”. Y yo les contesto: “¡Pues entonces no escriba!” Si tú no escribes con el corazón, no sale. Yo, cuando escribo un cuento, tengo que meterme dentro del personaje y vivir la situación; aún cuando sea terrible lo que estás describiendo. El caso de “One Holly Night”, que mencionas, aunque es enteramente ficticio tiene su base en un incidente real. Un día, leyendo yo uno de esos periódicos [¿una ¡Alarma! de su papá?], atrajo mi atención una noticia: se mencionaba el caso de un individuo que había estrangulado a más de 100 jovencitas en una ciudad del Perú. Se decía que eran muchachas humildes que tenían un pequeño puesto en algún mercado, donde este hombre las seducía con engaños, y luego las asesinaba. Era espeluznante pensar en este hecho, pero lo que a mí más me intrigaba era pensar: “¿Cómo pudo un hombre tener semejante poder de seducción sobre tantas jóvenes? ¡Dios mío —pensé— yo pude haber salido con este hombre, haber sido su enamorada! —como dice Vargas Losa” En el cuento yo me puse en lugar de sus víctimas. Una amiga que lo leyó, me dijo: “Odio esa historia, porque habla de un asesinato”. Yo le contesté: “Yo no hablo del asesinato, sino de un amor”. Y por eso pienso que todas hemos estado, alguna vez, enamoradas de asesinos, metafóricamente hablando —claro.

Para finalizar, ¿qué le preguntaría la mujer Sandra Cisneros a la escritora Sandra Cisneros?

Que cómo vive, como mujer y escritora chicana. ¿Cómo sobrevive uno como escritor? ¿Cómo te ganas la vida? ¿Cómo sobrevive un artista en esta cultura? En mi caso, lo que he hecho ha sido en oposición a la tradición. Tuve, por años, molestos a mis padres por abandonar la casa familiar. Lo hice porque necesitaba espacio para escribir. Todo lo que tengo lo tuve que hacer luchando contra la corriente, para inventarme a mí misma —como decía Rosario Castellanos.

En nuestra cultura la familia puede ser una atadura. A los padres les asaltan temores al ver a sus hijos independizarse. Cuando yo quería salir a estudiar mi padre me decía: “No, no te vas a salir de la casa”. Mi familia tuvo que aprender con dolor —al igual que yo— que yo debía salir, que yo requería de ese espacio para poder crecer y desarrollar mi vocación de escritora.

Ahora, a mis 39 años, creo que algo he logrado. Vivo en San Antonio, Texas, pero disfruto mucho siempre que regreso a Chicago a visitar a mis padres. Puedo vivir sola y sobrevivir, gracias a ese amor que me da mi familia.

 

 

Conversaciones y encuentros en Tres Américas” (parte I)

Primera parte: Pequeñas historias de la revista Tres Américas

 

Conversaciones y encuentros en Tres Américas” (parte 2)

Segunda parte: Pequeños duendes y ángeles de la Revista

 

Conversaciones y encuentros en Tres Américas” (parte III)

Tercera parte: entrevistas en la revista tres américas (parte i)

Tercera parte: entrevistas en la revista tres américas (parte ii)

Tercera parte: entrevistas en la revista tres américas (parte iii)

 

Conversaciones y encuentros en Tres Américas” (parte IV)

Cuarta Parte: pequeña selección de poesía de la Revista (parte i)

Cuarta Parte: pequeña selección de poesía de la Revista (parte ii)