¡Ay amor: si yo tuviera cuatro vidas…!

¡Ay amor: si yo tuviera cuatro vidas…!

 

La ley del amor de Laura Esquivel

Crown; 1. ed. Norteamericana, 1996, 262 páginas, $6.47, ISBN-13: 978-0517707265

 

En 1989 apareció Como agua para chocolate, la primera novela de Laura Esquivel, con un éxito de ventas sin precedentes en una autora mexicana: en menos de cinco años, el libro vendió más de 300 mil ejemplares en su versión original en español; en inglés, las cifras superaron fácilmente el millón. Hubo muy pronto, además, traducciones a otros 24 idiomas, incluyendo el hebreo, el turco, el islandés, el polaco y el coreano. El mundo editorial se movía y removía como agua para chocolate, al sabroso ritmo de la novísima autora.

En 1992, Laura Esquivel obtuvo el Ariel, el premio que en México otorga la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas, por el guión de la película Como agua para chocolate, producida y dirigida por su exmarido Alfonso Arau, escrito en base a su novela. Por igual motivo, durante la exhibición del fime en el 28th Chicago International Film Festival, celebrado también ese año, Esquivel fue galardonada con el prestigiado Silver Hugo.

Ante semejantes logros, resulta poco menos que imposible ignorar la nueva novela de esta mujer (nacida en Ciudad de México en 1950), aparecida después de casi seis años de silencio narrativo. Para que usted, lector o lectora, se dé una idea de la fe que ha depositado en ella su editor, observe sólo este pequeño detalle: La ley del amor, recién salida en octubre del año pasado (1995), tuvo un tiraje (impresionante para México) de 120 mil ejemplares en su primera edición. También por esas fechas, otra editorial (Alfaguara) lanzaba al mercado la última novela de Carlos Fuentes, La frontera de cristal; la primera edición, en este caso, fue de —¡apenas!— 15 mil ejemplares. Y no se vendió como pan caliente. Ni como chocolate.

En sus dos libros, quizás como “gancho” publicitario, Esquivel ha procurado meter en la narración algún motivo novedoso. En Como agua para chocolate, fue muy celebrado el hecho (que a mí en lo personal —debo confesarlo— me pareció bastante tonto) de incluir recetas de cocina mexicana. De repente, las “Codornices en pétalos de rosa”, causantes de la lujuria desenfrenada de los personajes, se pusieron muy de moda aquí y en Japón. Llegó a temerse que las presentaciones de su libro, con las codornices incluidas, terminaran en bacanales.

Su nuevo libro viene con un disco compacto, y un instructivo de cómo usarlo. ¿La razón? La escritora afirma que la música provoca estados alterados de conciencia y —ya que los personajes reviven gracias a ella sus vidas pasadas— su deseo es que los lectores participen de tan singular experiencia. Para que este aditamento auditivo surta efecto, incluso recomienda que el lector o lectora se ponga a bailar “solo o acompañado”. También —afirma— es necesario que se preste atención al comic (o historieta) intercalado en el texto. Así —nos asegura muy orondo su editor, en un cintillo que rodea al libro— La ley del amor inaugura la novela multimedia, “Genuino divertimiento New Age para el próximo milenio”.

Esquivel quiere, definitivamente, sacudir el alma (y el cuerpo) de sus lectores, elevarlos a ese nivel (¿superior?) de conciencia. Porque el CD incluye lo mismo piezas de ópera que ritmos tropicales, las instrucciones varían de acuerdo al grado de educación musical: “Hay tres grandes categorías de público: los que aman la ópera, los que nunca en su vida han escuchado ópera y los que de plano detestan la ópera. Así también, hay tres grandes categorías de lectores: los que aman la música popular, los que niegan que les gusta la música popular y los que detestan la música popular”.

Parafraseando a esta autora, podríamos decir: “Hay tres grandes categorías de lector de las novelas de Laura Esquivel: el que las ama, el que las sufre o las disfruta pero finge todo lo contrario y el que —ya de plano— las aborrece”. Yo —debo confesarlo— entro en la última categoría. Aunque quizás la palabra “aborrecer” suene demasiado fuerte en el caso de La ley del amor, ya que esta novela me provocó —a ratos— verdaderas carcajadas. En realidad es un libro “de risa loca” —como diría el gran José Agustín. No puedo concebir a alguien tomándose de veras, en serio, la trama (o el desarrollo de lo que parece serlo) de este libro-CD-comic.

La novela comienza con un cuadro dramático: la caída de la gran Tenochtitlán en manos de las huestes de Hernán Cortés. En esa ciudad y en fecha tan infausta, un español llamado Rodrigo asesina bárbaramente a la criatura que acaba de dar a luz la princesa Citlali. El conquistador, para borrar en los aztecas los recuerdos de días gloriosos, edifica la ciudad nueva sobre la derruida. Rodrigo se apropia de Citlali y de sus terrenos y, ensañándose con ella, la viola en un templo, destruyendo la piedra que corona la Pirámide del Amor. Esto desencadena un cataclismo de proporciones cósmicas: la armonía del Universo, salvaguardada por la Ley del Amor, ha sido quebrantada. Pasarán más de mil años, muchos más, para que el amor, a través de múltiples reencarnaciones de Rodrigo y Citlali, pueda borrar todo vestigio de rencor.

El futuro del México descrito en la novela (la acción culmina en 2200) no se ve muy distinto al de ahora [1996]: aún hay afición por el futbol y se juegan partidos entre la Tierra y Venus, y el estrella del equipo terrestre es una reencarnación de Hugo Sánchez; hay una policía judicial ineficiente, y un candidato a la Presidencia Mundial asesinado. (¿Reencarnación de Colosio?)

Sorprende el español futurista: muchos de los personajes —y la misma Laura Esquivel en su prólogo— parecen haber entrado en franca competencia con la Gloria Trevi de 1996. Así se expresa el buen Anacreonte, Ángel de la Guarda, el sagrado protector de Azucena (una reencarnación de Citlali): “Ser el Ángel de la Guarda de Azucena, realmente está cabrón. No entiende de razones… Dándonos una licencia poética, diríamos que soberanamente se pasa la voluntad divina por el arco del triunfo, y continuando con la licencia diríamos que, por sus huevos, ella decidió que ya era justo y necesario conocer a su alma gemela…”

Ahora se vuelve necesaria una última confesión: me leí el libro completito sin haber escuchado una sola canción del disco compacto, sin haber bailado una sola pieza, sin haberme “contaminado de sudores, de olores, de movimientos de cadera… de vida” —como sugiere Laura Esquivel en su prólogo. Tal vez por eso yo no puedo juzgar a La ley del amor como se lo merece (aunque me temo que yo sí seré juzgado por la Ley del Amor). Es más, ni siquiera seguí el último de los consejos de la autora de Como agua para chocolate, dedicado a sus lectores más porfiados: “… para no entrar en más problemas, dése un buen toque de mota e imagínese que está en un concierto de los Rolling Stones, espero que le funcione”.

 

Publicado en el semanario ¡Éxito! de Chicago, en 1996