Pena de muerte

 

To die laughing must be the most 
glorious of all glorious deaths

—Edgar Allan Poe, “The Assignation”

 

No había nada qué pensar. Cuando supo que sus hermanos trasladarían los restos de su padre a la capital, metió dos mudas en la maleta, dispuesta a viajar esa misma noche a la sierra.

—¿Cómo te vas a ir al pueblo, mamá? No eres consciente de la edad que tienes, trató de disuadirla el hijo mayor por teléfono. 

—No te estoy pidiendo permiso, Andrés. Sólo te aviso por si llamas y no me encuentras.

—No seas caprichosa. ¿Qué ganas con hacer ese viaje tormentoso si de todos modos lo van a traer a Lima?

Ella sabía su cuento. Quería ver a su padre cuando abrieran el ataúd. Encontrar ahí, entre sus huesos, el eco de su voz. Su risa extinguida en ese cajón de madera.

Había hecho esa travesía muchas veces y casi siempre en época de fiestas. Pero hacía años que ya no iba. Sin parientes ni amigos, ya no tenía caso ir a pasar una semana a un pueblo alcoholizado, entregado a sus corridas de toros y peleas de gallo. Menos cuando el cuerpo comenzó a sentir los latigazos de un viaje tan largo. De quince o veinte horas. Por caminos poco seguros. Llenos de baches. Y atracos.

Tenía quince años cuando le dijeron en casa de su abuela que su padre había muerto. Dos meses antes. Su madre le había escrito a los pocos días de enterrarlo, pero la carta se extravió en el camino. O llegó a tiempo y se traspapeló con otros documentos. Nadie se dio cuenta de su presencia, hasta que la empleada la descubrió con sus sellos intactos. 

En un papel de oficio, y con letra temblorosa, explicaba su madre que no había estado bien los últimos meses. Volvía fatigado del trabajo en el campo, con la boca seca y una sed incontenible. A veces con náuseas y vómitos. O dolor estomacal. Cuando por fin se dejó examinar por el boticario del pueblo, supieron que Don Hildebrando era diabético y debía cambiar de dieta. Aunque era delgado, tenía una úlcera. Debía trabajar un poco menos. Delegar. Llevar una vida más ligera. 

Trató de hacerlo por un par de días. Pero sufría sin los cuyes fritos y el chicharrón, la chicha y el cañazo. No pudo quedarse en casa sabiendo que debía dirigir la cosecha. Y a los quince días ya no pudo levantarse. Por las fiebres. La fatiga extrema. El médico provincial que por fin llegó a atenderlo, decretó de inmediato lo que ya temían en la comarca. Don Hildebrando moría de tifus y apenas cerrara los ojos debían enterrarlo. Sin velorio. Ni misa de cuerpo presente. Para no contagiar a sus hijos, a los peones, o a los vecinos que entraban y salían de casa intentando revivirlo. Con emplastos de llantén. Infusiones caseras. Y letanías. Y novenas.

Se quedó dormida en el autobús hacia la medianoche, con el mismo dolor de sus quince años, queriendo abandonar todo para llegar al Cementerio General. Para desenterrarlo y llevárselo a casa. 

—No conviene que pierdas el año, la convenció la abuela. Tu padre ya está muerto. Y el tifus sigue siendo un peligro en toda la región. Más por esos caminos insalubres. Termina tus estudios y yo misma te acompaño.

No era lo que quería, pero estaba bajo su tutela desde hacía dos años y debía obedecer. Ese había sido el pacto con el padre. Te vas para estudiar la secundaria. Pero a la primera que me den quejas tuyas, te regresas a trabajar con tus hermanos.

Tal vez por eso llevaba varias semanas soñando sueños que no había no soñado jamás. Despertaba a gritos, con la voz del padre llamándola desde el centro de una chacra. Con su sombrero de paja y la hoz en alto. O con los brazos abiertos. Inmóvil. Con un cuervo posado en el hombro derecho. Cuando lograba llegar hasta él, su rostro ovalado se deshacía en una sombra fantasmal. En susurros imposibles de descifrar.

Cuando volvió a casa, después de casi un año, la encontró envejecida y llena de ecos. La madre había teñido su ropa de negro y los hermanos contaban una y otra vez cómo deliró los últimos dos días hasta que se quedó quieto. Todos habían oído algo. En una competencia de anécdotas, contaban Martín y Nazario que una vez al mes el padre los seguía visitando. Por las noches, cuando todos estaban dormidos, se oían sus pasos. Carmen aseguraba que el papá le escondía las ollas en la cocina. La empleada veía su silueta en la pared cada vez que encendía las velas. Y Consuelo no podía dormir sola porque su espíritu le movía el bacín, le apagaba la lámpara o cantaba quedito detrás de la cama. 

Leticia y su padre desconfiaban de esos cuentos. Cómplices hasta la médula, se burlaban a la hora de la comida de la ingenuidad de las tías y vecinas que a falta de diversión inventaban idioteces. Que las almas penan y recogen sus pasos. Que se despiden de sus seres amados y hay que rezar por su eterno descanso. O hacer lo que te pidan, en determinado plazo.

Si su padre pudiera, pensaba a la luz del candelabro, saldría del cajón para meterles un sopapo. Pero no pudo cortarles ese último hilito que templaban como un péndulo para sentir su presencia. Menos podía hacerlo con su madre que también contaba cosas parecidas o peores. Que los cuatro hombres que cargaron su cajón al cementerio escucharon un suspiro profundo y desgarrador. O que el sepulturero lo oyó quejarse toda una noche. Como un gatito. Hasta que amaneció.

—Son tonterías, hija, repetía en la mesa cuando llegaban a casa los rumores de la muerte, y aunque su mujer lo criticaba por incrédulo, él no cedía un milímetro. La gente en estos pueblos es muy fantasiosa. Las viejas atosigan a los muertos. Están esperando que penen para salir a contárselo a la vecina.

—Dios te va a castigar, lo amenazaba Matilda. Con la muerte no se juega, Hildebrando. Y eso a él le daba más risa. Ver que su joven esposa seguía empeñada en que sus siete hijos salieran a ella. Que rabiara en el portal y se pusiera colorada por una pequeñez. Y nada más.  

Claro que eran tonterías, volvió a pensar cuando el autobús paró al lado de la carretera para que los pasajeros fueran al baño y comieran algo. Si todo lo que contaban era cierto, ¿por qué nunca se le había presentado a ella? Y eso que lo había buscado como loca. Debajo de la escalera. En algún cuarto cerrado. Con la luz agonizante de una vela. Sólo para convencerse en la penumbra que todo era una quimera.  

Tenía al tayta presente a diario. Cuando preparaba un potaje de los que a él le gustaban y lo imaginaba a su lado. Chupando su hueso, comiendo con las manos. Cuando entonaban alguna matarina y rasgaban las guitarras o tocaban el tambor, como el viejo solía hacerlo. Y lo veía calcado en su hijo menor. Alto y flaco. Con el hambre del abuelo. Las manos a la cintura y el mismo remolino en la cabeza. Pero jamás había visto su aura ni escuchado su voz, como juraban sus hermanos aun de viejos.

Sintió gran alivio al despertarse con el frío seco de la cordillera, al lado de los temidos precipicios. Al pasar por las minas que habían hecho famosa a su región recordó de pronto un reportaje siniestro. Ocho o diez años antes habían exhumado varios cuerpos momificados de forma natural. Según el informe publicado en toda la república, el frío extremo, la sequedad, los vientos helados y los metales presentes en el agua habían sido los causantes de este proceso horroroso que puso a los pueblerinos en estado de fiesta. Porque volvían a ver a sus parientes igualitos, después de años. Con sus gestos y manos en oración. Con la ropa que llevaron puesta para irse al otro barrio. 

Su madre, ya en silla de ruedas, pero en todos sus cabales, dio por veraz la noticia. Eso se sabe desde siempre. Por los saqueadores de tumbas que al abrir los cajones debían luchar con las momias para arrancarles las cadenas y sortijas. 

No podía ser cierto, se convenció de inmediato, apartando de sí el temor de verlo completo. El viejo tenía razón. La gente de la sierra tiene mucha imaginación, hija. Se pasan los días hilvanando sus cuentos para salir a contarlos después de misa.

La recibieron los tres hermanos en la estación de autobuses. Felices de estar juntos para llevar los restos del patriarca a descansar con los de la mamá.

Sólo tuvieron tiempo para un breve almuerzo y descansar en “El cuarto del rescate”, un hotelito apolillado, a punto de desmoronarse. Las únicas parientes vivas eran tres hermanas solteronas que los invitaron a pasar por la tarde. Para conversar con rosquitas y chocolate. De los derrumbes y las lluvias. De los que se habían ido a la costa. O los que murieron en años recientes. Hablaban del tío Hildebrando como si lo hubieran visto ayer, repasando sus chistes y gracias. Riéndose con los ojos cerrados, hasta el llanto.  

El pueblo sin fiesta era una tumba glacial. Las calles estaban desangeladas, polvorientas. Las pocas personas que aparecían por alguna esquina lo hacían a toda carrera, enfundadas en sus ponchos y mantas de alpaca. Huyendo como almas en pena del mundo gélido.

Le costó dormir esa noche. Se dio vueltas pensando que había hecho bien saliendo del pueblo, llevándose a la familia a la capital. ¿Qué hubieran hecho todos ellos en esas casas de techos altos y olor a ropero, con esos tablones que crujían a cada paso? Muertos en vida. Sin un real. 

Hizo bien. Por algo su padre consintió que se fuera lejos para estudiar cuando no había secundaria en el pueblo. Para que hiciera sus veces cuando ya no estuviera y ayudara a los hermanos, a la mamá. Y fue él, seguro que fue él, quien la impulsó a pedir auxilio a un tío en la costa, para terminar la media y entrar a la normal.

A las nueve de la mañana llegaron al cementerio para realizar la exhumación y el traslado de los restos. Enlutados, como la primera vez, sus hermanos recordaron que al viejo le gustaba ponerle apodos a los vecinos. Les estás enseñando a ser unos malcriados, renegaba la señora Matilda. Y el papá celebraba que sus hijos imitaran a la Coja Manuela bailando marinera. O a la Ciega Susana cantando en la plaza del brazo de algún borracho, contando chistes rojos y adivinanzas.

—Me voy a morir de risa, les prometió un día a la hora del almuerzo. Espléndido, dueño de su destino. Sin imaginar que en menos de un año estaría en el cementerio. Sin parientes ni plañideras. Por culpa de una epidemia.

—Tal vez no quieran verlo, los previno el sepulturero que había heredado el oficio de sus abuelos. La gente se emociona mucho. Luego tienen pesadillas con los muertos. 

Pero ellos no hicieron caso. Los tres viejos querían estar ahí, a su lado, como el día que enterraron al papá Hildebrando. Con su traje de lana. Sus manos cruzadas sobre el pecho y un rosario entre los dedos. Leticia, que había faltado en la hora final, no tuvo nada qué pensar. No había hecho tremendo viaje para taparse los ojos y no verlo nunca más.

Al meter la pata de cabra por las ranuras laterales, la tapa del cajón comenzó a despedazarse con un quejido espantoso. Nazario y Orestes se pusieron a rezar una plegaria conocida, y Martín agarró a Leticia de la mano, como cuando eran niños y cruzaban juntos el río Maygasbamba.

Sólo entonces lo supo. Al ver la cara del sepulturero que removía los trozos de la tapa con pavor.

—Está enterito, sentenció, dejando que ellos pudieran verlo. 

Era cierto que los cuerpos se momificaban en esos climas extremos. Y ciertos los ruidos que se escucharon la noche de su entierro. Los aullidos y las quejas y los llantos que salían de su nicho funerario.

No hubo marcha atrás. 

Frente a ellos estaba el papá Hildebrando con las manos agarrotadas, tratando de abrir el cajón. Condenado por un mal diagnóstico médico. Las mandíbulas abiertas, despertándose de un coma diabético. Con esa mueca infernal que de pronto lo volvía a la vida. Dominando el páramo. Seco y muerto de risa.

 

 

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