JL Perdomo Orellana: Premio Asturias de Literatura 2020

 

El 5 de noviembre de 1977, el diario El Gráfico, de Guatemala, publicaba en sus páginas interiores una breve nota, con un lenguaje más bien burocrático: “El embajador de la República de México en nuestro país, señor Emilio Calderón Puig, confirmó ayer a El Gráfico que en esa legación se encuentra asilado el joven José Luis Perdomo Orellana, ex dirigente estudiantil […] Al hablar sobre el asilado, manifestó que él se encuentra bien de salud y no golpeado, como inicialmente se informó. Dijo que se trata de un hombre joven, muy educado y que se ha comportado con toda corrección. Asimismo hizo notar que de acuerdo a las leyes internacionales el asilado no puede recibir visitas, ser entrevistado o fotografiado”.

Un día antes, cuando la embajada mexicana aún negaba el asilo, a la mesa de redacción del diario La Nación había llegado este comunicado sin firma: “El ex-presidente de la Asociación de Estudiantes de Comercio, perito contador José Luis Perdomo se asiló hoy al mediodía en la embajada de México en Guatemala… El estudiante Perdomo, de 19 años, estuvo escondido en Guatemala a raíz de los asesinatos de los estudiantes Robin García y Aníbal Caballeros, ambos también dirigentes de educación media, ocurridos en julio pasado… como se recordará, los cadáveres de Caballeros y Robin García aparecieron torturados y baleados luego de algunos días de desaparecidos, y sus muertes motivaron una amplia protesta estudiantil y popular… el hoy asilado fue perseguido y se intentó su secuestro varias veces”.

Vale recordar que en aquella época Guatemala vivía bajo una dictadura militar que duraba ya 23 años. Desde 1954, cuando fuera derrocado el gobierno constitucional de Jacobo Árbens, el país no había conocido mas que simulacros de elecciones. Vale también mencionar que esta infamia había sido orquestada, financiada y dirigida desde Washington. El presidente Dwight D. Eisenhower y el vicepresidente Richard Nixon dieron su bendición y respaldo al proyecto de Allen Dulles (director de la CIA) y su hermano John Foster Dulles (secretario de Estado) para deshacerse del presidente de Guatemala.

Ahora (en 2020) que se habla tanto de las injerencias extranjeras en los destinos de nuestra democracia, no está por demás traer a colación los propios errores. El pretexto, muy típico de entonces, fue “parar el avance del comunismo en el continente”. Lo han dicho los expertos: sin la intervención de USA en Guatemala en 1954, otra hubiera sido la historia de ese país y de Centroamérica. Todo está más que documentado. Basta leer a Eduardo Galeano o la novela reciente de Mario Vargas Llosa, Tiempos recios (2019), para enterarnos de los pormenores.

En 1977, el ministro Secretario de Defensa de Guatemala era el general Romeo Lucas García, uno de los villanos más sanguinarios de que se tenga memoria. Ya como presidente “electo” (desde 1978 hasta 1982, cuando su designado sucesor fue depuesto por un sujeto aún peor: Efraín Ríos Montt), Lucas García dejó un reguero de miserias sin precedente: la comisión de derechos humanos registró 344 masacres en sus últimos dos años como mandatario, según el periódico The Guardian. Pero aún antes: de 1966 a 1968 Lucas García fue el brazo derecho del coronel Carlos Arana en la región de Zacapa. El saldo: la muerte de 8,000 personas en 6 meses.

En México, José Luis Perdomo Orellana encontró una segunda patria. Rehízo su vida y se convirtió en escritor, periodista y editor. Todo en grado superlativo, admirable. Cursó una licenciatura en periodismo y comunicación por la Universidad Autónoma de México (UNAM) y su tesis profesional, titulada En el surco que traza el otro. Teoría y práctica de la entrevista, fue reconocida como la mejor en el Primer Certamen de Comunicación, según los registros de universidades públicas y privadas de México. Ha publicado una docena de libros que van de la biografía sintética al ensayo, pasando por la crónica. Es el maestro en el arte de la entrevista.

En su libro de 2010, La última y nos vamos, leemos sus conversaciones sostenidas con cuatro premios Nobel de Literatura (Nadine Gordimer, José Saramago, Octavio Paz y Günter Grass); cinco premios Cervantes (Guillermo Cabrera Infante, Francisco Umbral, Carlos Fuentes, Juan Gelman y Sergio Pitol); y otros trece autores igualmente imprescindibles: Stephen Vizinczey, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Arturo Pérez-Reverte, Fernando Vallejo, Rafael Ramírez Heredia, Paulo Coelho, Mario Monteforte Toledo, Carlos Illescas, Raúl de la Horra, Francisco Pérez de Antón, David Unger y Andrés Neuman. “Sus preguntas inspiran” —dijo Vizinczey.

Gerardo Guinea Diez, uno de sus grandes amigos y editores, escribió en 2010: “JL Perdomo Orellana ha deambulado por el mundo los últimos veinticinco años. El único propósito: rescatar los grandes saberes de la humanidad contenidos en la obra de autores universales. La última y nos vamos rescata parte de la riqueza y profundidad del pensamiento de los últimos cincuenta años. Este libro será, sin duda, varias cosas: un clásico de la entrevista periodística, una suerte de tratado indispensable sobre cultura y literatura, y la certeza de que Perdomo Orellana es uno de los grandes periodistas culturales en idioma español”.

Un día venturoso del siglo pasado, estaba yo muy tranquilo en la librería Tres Américas tratando de elucidar el enigma de la cuadratura del círculo, cuando vi entrar a un joven buen mozo que calaba una media sonrisa permanente. Después de revisar minuciosamente los estantes, vino adonde mí y conversamos un poco. De libros y demás. Y del propósito de su visita a Chicago: pasar unos días con su madre y su hermana, residentes de la zona. Fue el inicio de una amistad que atesoro como pocas: mi cuate José Luis Perdomo Orellana.

¡Cómo cambian los tiempos! Hoy no están tan recios en Guatemala. Ya no hay un Lucas García pavoneando su pestilencia por el país. No manda la bota militar. Hoy, en medio del gran dolor que nos embarga por la maldita pandemia del Covid-19, recibimos una excelente noticia. De la Dirección de Comunicación Social y Difusión Cultural del Gobierno de Guatemala nos llega un boletín fechado el 5 de octubre de 2020. Con el mayor gusto, transcribo algunos párrafos:

“El Premio Nacional de Literatura ‘Miguel Ángel Asturias’ 2020 será entregado por el Ministerio de Cultura y Deportes al escritor José Luis Perdomo Orellana. Esta es la mayor distinción que anualmente entrega el Gobierno de Guatemala a un autor, cuya obra trasciende tanto a nivel nacional como internacional. La selección del literato se realizó durante una reunión del Consejo Asesor para las Letras, celebrada el 1 de octubre. El criterio para otorgárselo se sustenta en que la obra de este autor denota un ejercicio creativo e imaginativo de calidad, desde el que ha realizado una importante labor de rescate de la memoria, recuperando importantes voces de la literatura guatemalteca e internacional”.

En su momento, escribí dos notitas sobre José Luis. Para brindar por mi hermano, aquí van:

 

 

Un tranvía llamado progreso

 

El tren no vienede José Luis Perdomo OrellanaEd. Nueva Nicaragua, 1984

 

A Hualán —una pequeña población guatemalteca, cuyo último censo registra dieciocho cantinas, once iglesias, tres carnicerías y una escuela— los avances tecnológicos llegan casi siempre con retraso; también, por lo regular, de la mano de alguna tristeza.

Primero fue el telégrafo, traído al pueblo por un sujeto de ojos azules y gran barriga. Junto con aquel aparatito se presentó Mis Jelen, una extranjera de apellido impronunciable, quien hasta se tomó la molestia de poner a trabajar a medio mundo en sus grandes cafetales, para exportar al norte del continente. Cuando los jornaleros ingenuamente quisieron ir a la huelga, los extraños sonidos del “telégrafou” se encargaron de llamar a la tropa, para hacer entrar en razón a tamaños salvajes.

El arribo del primer cine no fue menos dramático. Llegó en la figura bajita y enclenque de Juan Pijuy, un individuo que se había propuesto ofrecer funciones “para todo el pueblo” desde el comienzo. A los requerimientos del alcalde, que le exigía pusiera su trasto a trabajar en provecho exclusivo de él y sus allegados, el digno Pijuy se negó “terminantemente”. A los quince días de haberse aparecido en Hualán con su valija, de Juan Pijuy no quedaba sino una frase, escrita con su preciosa letra en un muro de la cárcel: “Sé por qué me llevó la chingada”.

Los rostros de la miseria son los mismos aquí, en México, o en Guatemala. Los campesinos de Juan Rulfo podrían haber dicho, como los hualaneños“Cada día nos parecemos más a esta tierra: ya no nos caben ni las arrugas ni los años. A tanto llega nuestra lipidia que ni uñas nos quedan para engañar a las lombrices”. Para no acordarse de las falsedades del delegado agrícola, y distraer el hambre, el labrador enciende —si tiene pilas— esa maravilla del progreso que es la radio“De repente, y por ahí, entre las rancheras y los boleros, se cuela la noticia de que los patronos del delegado agrícola, y también el delegado agrícola, ya son difuntos”.

También la televisión llega, finalmente, a Hualán, y hasta cumple una función santa y evangelizadora. Su introductor, el cura del lugar, pone como única condición a los chiquillos traviesos “que se conviertan en sus acólitos” para que puedan disfrutar gratis del “cine chiquito” (de otro modo, el párroco cobra diez centavos por película). De esta caja maravillosa, los niños reciben valiosas enseñanzas, como aquélla que cuenta muy emocionado el inocente Cayito: “Salen a cada rato unas mujerotas que te ofrecen todo… de todo, de veras, cosas que aquí no hemos visto ni en pintura…”

Por este pueblo llamado Hualán, donde  hay ladrones, aciertan (¿?) a pasar un día (el 13 de noviembre de 1973) cuatro desconocidos. Aquellos forasteros parecían venir de muy lejos, a juzgar por su extraña indumentaria: camisas y “pantalones ajustados, escandalosos, llenos de parches”; y lo que ya era el colmo: traían el pelo largo y un radio tocando a todo volumen. La Ley del Pueblo (o mejor dicho: los nueve guardaespaldas del alcalde) no supo identificar los signos de los tiempos modernos, y dictaminó enseguida: “Son los hijos del demonio, los enviados del Anticristo. Hay que llamar al cura. Hay que llamar al comisionado militar”.

Interrogados por el mozo de la estación ferroviaria sobre el motivo de su visita al pueblo, los cuatro jóvenes respondieron sin vacilar: “Sólo queríamos alcanzar el tren, nos dejó en la capital”. Pero por Hualán casi nunca pasa el ferrocarril; sólo se escucha de vez en cuando su extraño silbido, semejante al de aquellos vagones amarillos de Macondo.

Nunca se imaginaron lo que vendría después. En una escena reminiscente de Canoa, el film de Felipe Cazals (basado en un episodio del México 1968), la violencia llega inaudita, brutal, desquiciante. Si en el pueblo mexicano de San Miguel Canoa el detonante que provocó un linchamiento fueron la ignorancia y el fanatismo de un cura anticomunista, aquí la muerte ocurre por motivos igualmente absurdos: Javierón, el jefe de la cuadrilla, al ser cuestionado su proceder, se justificará diciendo“¡Porque nos dio la gana!… ¡Por peludos y afeminados!”

Al día siguiente de la tragedia, tres niños (Fernando, Chapín y un yo narrador) se encontraban pescando bajo un puente, cuando sintieron la tronadera de rieles que producía un tren en movimiento. Al pasar encima del sitio donde se encontraban, vieron que de uno de los vagones aventaban cuatro costales que cayeron en aquel río sucio, todo revuelto de lodo. Aquella fue la pesca más ingrata en sus cortas vidas, y los marcó para siempre. El tren había venido —¡por fin!— al pueblo de Hualán, pero igual que todos los adelantos de la civilización y el progreso, también éste acarreaba desgracias.

José Luis Perdomo Orellana, joven escritor guatemalteco (Zacapa, 1958), ha residido en México por muchos años. Al igual que Tito Monterroso y Luis Cardoza y Aragón, se vio forzado a abandonar su patria por motivos políticos. Allí ha desempeñado una labor periodística desde los años ochenta, destacándose en el género de la entrevista. Sus conversaciones largas, exhaustivas, con figuras como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Eduardo Galeano y muchos más, aparecidos en las páginas culturales del diario El Financiero, demuestran su arraigo a las letras, y una cultivada inteligencia. El tren no viene, con todo y su precisión narrativa, sin indicios de titubeos, fue su primera novela.

 

(Publicado en el semanario ¡Éxito! De Chicago, en 1994)

 

 

La ardiente oscuridad de JL Borges

 

Asquerosamente sentimentalde J.L. Perdomo Orellana, Magna Terra editores, 2000

 

Hay que agradecer a José Luis Perdomo Orellana su devoción por Jorge Luis Borges. Este tenaz periodista guatemalteco dedicó varios años de su vida a leer y recopilar cuanta entrevista concediera el gran escritor argentino fallecido en 1986. Y en verdad fueron muchas. Borges, con su proverbial cortesía, nunca supo negarle a nadie su afable y sabia charla. De las miles de palabras que quedaron diseminadas en diarios, libros y revistas, Perdomo extrajo la sustancia, la esencia de Borges, para —nos dice— “estar más cerca de él”.

Aquí está bosquejado Borges de cuerpo entero: su pasión temprana por las distintas lenguas y literaturas, su aversión por los dogmas y nacionalismos, y su inalterable culto de la amistad. Leemos sus cartas juveniles contando sus andanzas por España, y sus últimas cavilaciones en Ginebra donde fuera a esperar la muerte. Vemos al niño precoz de 7 años leyendo extasiado el Quijote de la Mancha y, 70 años más tarde, al escritor maduro entablando una conversación (olvidable y lamentable) con el dictador Augusto Pinochet.

El subtítulo del libro, Llaves y autorretratos de Borges es, aparte de sugestivo, exacto: nos abre las puertas a la intimidad de un personaje fuera de serie. Sus fobias y obsesiones son expuestas en forma sencilla y clara. No hay frase desperdiciada. Pocos escritores han sido capaces de dialogar con el candor y el buen humor de Borges. En un gremio donde suele imperar el ego, da gusto escuchar (o leer) a alguien que, habiéndose ganado a pulso todos los honores, supo reírse del dinero y de la fama.

El hombre que en 1980 obtuviera el premio Cervantes —el equivalente al Nobel en el mundo de habla española— no vacilaba en afirmar: “Si uno no es anónimo, es en vano todo lo que uno escribe… Yo preferiría que la gente contara un cuento sin saber que es mío. Que frases mías fueran parte del idioma castellano. Y que olvidaran mi nombre”. Este comentario, repetido en distintas ocasiones a lo largo de su vida, nunca fue fingida pose: Borges llegó a publicar muchos textos memorables sin su firma, o con un seudónimo.

La ceguera, un mal capaz de hundir en la desesperanza a cualquiera, Borges la aceptó con admirable estoicismo: “Para mí no es una condena —decía— yo empecé a perder la vista desde que empecé a ver; sabía que con los años me quedaría ciego, lo sabía a través de la progresiva ceguera que tuvieron mi abuela y mi padre”. Casi la mitad de su vida la pasó Borges en tinieblas. Pero desde esas sombras, auxiliado por su prodigiosa memoria, creó un legado que —como fuego prometeico— ilumina y crece.

Para dar una idea de su raciocinio, reproduzco los primeros versos del Poema de los dones”, de su libro El Hacedor, dedicado a su admirado Leopoldo Lugones“Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche. / De esta ciudad de libros hizo dueños / a unos ojos sin luz que sólo pueden / leer en las bibliotecas de los sueños / los insensatos párrafos que ceden / las albas a su afán”. ¿Qué más se podría agregar?

Hay muchas historias insensatas sobre Borges que todavía andan circulando. Una de ellas es la referida a Pinochet, de la cual se han aprovechado algunos ideólogos de la izquierda para tildarlo de fascista. Nada más alejado de la verdad. El libro de José Luis Perdomo Orellana esclarece el rumor. Borges odiaba toda forma de dictadura, y le dolió profundamente el malentendido. No admiraba al Che Guevara pero sí, y muchísimo, a Franz Kafka. “Borges se vio siempre como un viejo anarquista cuya vida había sido una serie de errores —nos dice Perdomo— le desagradaba la proliferación de las filosofías del odio”.

Librepensador desde su juventud, Borges llegó a hacer declaraciones que seguramente aún escandalizarán a los débiles: “La idea de Dios, de un ser sabio, todopoderoso y que, además, nos ama, es una de las creaciones más audaces de la literatura fantástica” —afirmó en una entrevista. Al cristianismo lo veía como el mayor causante de las guerras religiosas, azotes de la humanidad. Conocedor de las distintas mitologías cosmogónicas, pensaba en voz alta: “Somos fragmentos de un Dios que en el principio de los tiempos se destruyó, ávido de no ser. La historia universal es la oscura agonía de esos fragmentos”.

El ingenio de Borges volvía interesante lo trivial, y sus opiniones podían ser demoledoras.  Sobre la literatura banal, tan de moda, llegó a decir: “Es muchas veces un mero ejercicio de la vanidad de los autores… Antes había un proceso que consistía en pensar, en crear, en escribir y en publicar; y ahora se empieza por el fin: publicar. Y luego, con esas ceremonias comerciales de presentación de libros, de firmas, de todas esas boberías que son una de tantas pruebas de la ingenuidad de la época”.

Sobre los medios de comunicación Borges daba buenos augurios: “La radio y la televisión están condenados a desaparecer, porque hay un número suficiente de libros. La gente va a cansarse de las noticias. La prueba está en que los diarios tienen que dar noticias cuyo valor juzgan nulo. Por ejemplo: ¿para qué se comunica que un gobernante va de un país a otro?  Es una noticia tan boba que no debería darse”.

Borges tuvo en vida excelentes colaboradores, como Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Ahora tiene a José Luis Perdomo Orellana, quien enfatiza: “Este no es un libro más acerca de Borges. Éste es el libro de Borges que encontramos esparcido en muchas de sus otras páginas”. Perdomo Orellana, con modestia que lo enaltece, se adjudica el rol de fantasma.

Para finalizar, entresaquemos una perla de la sabiduría y el humorismo borgiano del libro, referente a sus paisanos: “El argentino —decía en otra entrevista que rescata Perdomo— suele carecer de conciencia moral pero no intelectual; pasar por inmoral le importa menos que pasar por zonzo. La deshonestidad goza de la veneración general y se le llama viveza criolla”. ¿Acaso no trae esto a la memoria las glorias del expresidente Carlos Menem, corrupto hasta los huesos, y tan cínico y descarado que quiso ser presidente tres veces?

 

(Publicado en el semanario ¡Éxito! de Chicago en 2001)