El siguiente texto forma parte de la serie “Transformar el silencio: ensayando la sororidad en la literatura”, curada para El BeiSMan por Violeta Orozco y Melanie Márquez Adams —una colección de textos que establecen e invitan a un diálogo entre escritoras de diversos países, trayectorias y generaciones.
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Hay una, la que está compuesta de chambritas, tonos azul y rosa, globos, caricias, abundante leche y miel. Esta maternidad pervive en álbumes de fotografías de cumpleaños con pastel apagando velitas, regalos y convivios, vacaciones jugando en el salpicón arenoso de las olas, alhajeros que guardan dientes pequeñitos, mechones de cabellos, y suspiros largos, largos suspiros de mamás y abuelitas que ven crecer a los hijos con el corazón henchido de satisfacción y la conciencia del deber cumplido.
Ha pasado también por citas al pediatra, noches en vela, forrado de cuadernos, revisión de tareas, castigos, berrinches, caídas, descalabros que se olvidan al instante frente a la ternura y la magia de una sonrisa, un balbuceo, un “solito”, un centímetro más de estatura, una palabra más aprendida, una graduación.
La bendición de ser madre sólo puede entenderlo una madre. Lo saben las madres del mundo, desde que el mundo es mundo.
Pero hay otra maternidad, una que transita por pasadizos de soledad y cavernas de miedo. Surge de la imposición, de la amenaza, de la presión social. El embarazo es una condena indeseable que deforma el cuerpo y lo enajena. Hay que posponer, muchas veces, de por vida, las aspiraciones propias. Las mujeres van perdiendo su identidad, su libertad y su futuro, deben dividirse y multiplicarse, al grado de desaparecer en razón de otro, el hijo, que las consume económicamente, intelectualmente, físicamente.
Dedicarse a trabajar para mantener al hijo, o dejar de trabajar para criarlo de lleno, es una disyuntiva que nunca encontrará solución satisfactoria. Frustración, culpa, ansiedad, serán las compañeras permanentes de estas madres. Sus proyectos profesionales y creativos, sus planes de viajes y oportunidades de estudio y de vida sentimental plena se ven frenados, cada vez más lejos, como la liebre persiguiendo a la zanahoria que nunca alcanzará.
Estas dos maternidades parecen estar enfrentadas en polos opuestos. La una no es capaz de ver a la otra y viceversa, como si cada una tuviera sólo ojos para sí misma. La luz o la oscuridad. La primera, corresponde al discurso tradicional de la maternidad. Una maternidad que es el summum de toda mujer, el sentido real de la vida y, además, el lugar de su felicidad y de su consagración en la sociedad. La segunda, que siempre ha existido, pero en silencio, ha comenzado a emerger fuertemente en el discurso de las mujeres en el siglo XXI.
El derecho a la no maternidad de las mujeres se ha vuelto una proclama de las nuevas generaciones que han observado en retrospectiva el destino de sus madres y abuelas, en el cual encuentran un cúmulo de obstáculos tangibles y muy escasas recompensas siempre acompañadas de lágrimas.
Tan fuerte es esta voz, que desde muy jóvenes expresan su negación a la maternidad, de una forma rotunda e incluso hostil. Yendo al extremo, la mención de la posibilidad de ser madre, ya ni siquiera de la ilusión de serlo, se ha vuelto motivo de discriminación a quienes la susurran con timidez. Se considera que desear ser madre es una colonización del patriarcado en el cerebro de las mujeres.
Me pregunto si no hay otra, otra, maternidad que no pase por este drama pendular. Lo digo porque desde la generación a la que pertenezco, veo y escucho a muchas jóvenes que se acercan a nosotras con una mirada de interrogación, quieren algo más que esta dicotomía imposible de destrenzar y no se conforman con uno ni otro discurso.
Tampoco se compran el estereotipo de supermujer que todo lo puede sabiéndolo equilibrar. Esperan algo más cotidiano, más real. Nosotras, como escritoras, madres, maestras, les debemos algunas respuestas. Tal vez no las que esperarían. Pero sólo tenemos las nuestras. Va aquí la mía.
Estuve pensando mucho cómo entrar en el tema, cómo dar la cara con honestidad. Y no encontré otro camino más que mi propio camino. No voy a dar consejos, ni voy a hablar en abstracto, ni voy a definir conceptos, ni hacer análisis… No creo que les sirva nada de esto. Voy a contar de mí.
Mi abuela paterna quiso ser matemática, pero en la Ucrania de principios de siglo XX las mujeres no podían estudiar. Así, era, me dijo, suspirando. Punto. Se casó y tuvo hijos, se convirtió en la administradora del negocio de vendedor ambulante del marido. Mi abuela materna también se casó y tuvo hijos porque así era la vida, aunque bordaba maravillas con un solo brazo y administraba a la perfección el negocio del marido, que era sastre, además de espantarle a las señoras que se le resbalaban en el probador.
Esta abuela le decía a su hija, mi madre: tú no te metas a la cocina, tú eres para el estudio, y la mandó a la Universidad. Mi madre fue pionera entre la generación de filósofas en la UNAM, se doctoró a los setenta años de edad y nunca dejó de dar clases mientras vivió. Se casó hasta haber terminado la carrera, pero siguió viviendo en casa de los padres, junto con el marido, siete años más. Seguía siendo como una colegiala, sonriente, hermosa. Mi madre tuvo a su primer hijo a los 27 años de edad, era algo inusitado para su época. Cuando finalmente mis padres pudieron rentar una pequeña casa, mi abuela les mandó un ser mágico que era, a la vez, la verdadera “ama de casa”, nana, cocinera y dama de compañía, la gran María, que aparece en mis obras literarias, una mujer indígena del estado de Hidalgo que le facilitó a mi madre la posibilidad de ser madre sin serlo, de facto.
María hacía todo lo que una madre hace. Todo. Mi madre hacía las veces de maestra de Filosofía y de Literatura, durante las sobremesas. (Bueno, también nos regañaba horrible si sacábamos malas calificaciones, pero era muy raro que eso sucediera) Luego, bostezaba, se iba a echar la siesta, pues más tarde saldría a dar sus clases vespertinas a la Universidad. Mi abuela decía que mi madre “sí tenía cabeza”.
Cuando éramos niñas, mi madre nos dijo a mi hermana y a mí que debíamos estudiar una carrera, por si nos tocaban “malos maridos”. Eso de estar soportando a maridos borrachos y mujeriegos sólo porque las mujeres no tienen una carrera con qué mantenerse… no, de ninguna manera, no era para nosotras. De mi hermano, estaba descontado que él tendría que terminar una carrera. De hecho, terminó tres. Pero de nosotras, ella se encargó de no soltar el palo. Mi padre abonó lo suyo, nos repitió muchas veces que a él no le gustaban las mujeres que sólo estuvieran haciendo pasteles en casa, él estaba muy orgulloso de su esposa universitaria.
Carrera, sí, pues. Pero también matrimonio e hijos. Eso venía por descontado para todos, hombres y mujeres. Yo hice al revés de mi madre. Me casé antes de empezar la carrera, (quería huir de casa como todas las chicas de la época) y me la eché completa, además, trabajando, igual que mi marido, para mantenernos. Claro que mi madre abrió su casa y ahí comíamos diariamente y nos lavaban la ropa grande. De tener hijos en ese momento, ni hablar, para eso se habían inventado los anticonceptivos.
Como suele suceder, terminando las carreras cada quien tomó por su rumbo. Y yo me lancé a viajar y florecer como escritora en un sinfín de actividades, pero no tan libre como yo hubiera deseado porque tenía la férrea correa de un señor escritor importante que me había adoptado como algo más que discípula (antes se le llamaba seducción; ahora se le llama abuso). Mientras yo me embriagaba de poesía y de una libertad ficticia, él se aseguraba de que no me pasara por la cabeza la idea de tener hijos; él tenía ya cinco, con su esposa. Te vas a embrutecer como les pasa a todas las mujeres, me decía, tú naciste para algo más que eso, entiende…
La historia es larga, sembrada de claroscuros y mucho dolor; merece una crónica aparte. El caso es que yo mantenía hibernando algo dentro de mí. Ese algo era la persona que yo era, la única persona verdadera que habitaba en mi cuerpo, en mi corazón y en mi cabeza.
Llegaba a los treinta y ocho años de edad y me había reencontrado con el hombre que sería el definitivo. Nos habíamos conocido veinte años atrás, nos miramos entonces, y un relámpago nos hechizó. Pero la vida es extraña y tuvieron que pasar todos esos años para que el relámpago finalmente se convirtiera en aguacero en tierra fértil.
La persona que era yo salió a la luz. Me habló claro, firme: yo quiero ser madre y no me importa lo que nadie diga. Obvio, todos (familia, amigas, colegas) dijeron: que ya no, que no era tiempo, que ya no podría seguir escribiendo, que pobre criatura tener una madre tan mayor, que no viviría para disfrutar a los nietos…
Las amigas que eran madres me veían con lástima porque yo no sabía lo que era la maravilla de la maternidad; pero envidaban que yo fuera una escritora ya con cierto renombre, precisamente porque no tenía la monserga de los hijos…
Yo escuché a la persona que yo era. Incluso mi marido llegó a tener segundos pensamientos: estábamos muy bien así… las cosas se complicarían… Mira, le respondí: en mi proyecto de vida está ser madre ahora, ojalá tú participes de él. Ya no lo pensó más.
Mi hija nació con su libro bajo el brazo. Literalmente, El gran viaje de Adelina salió a luz al parejo que ella. En el instante en que nos miramos una a la otra, hubo un Bing Bang en mi interior: me enamoré de una forma desconocida hasta entonces.
La risa entró en mi vida. El encanto entró en mi vida. Sí, el miedo y la zozobra también, pero bien valen el precio. Desde entonces no pienso para nada en qué tipo de madre soy o cómo le voy a hacer. Las cosas salen al día. Lo único que sí sabía es que yo no quería ser una madre como mi madre, que como madre fue una excelente maestra. Y no quería que mi hija fuera una hija de guarderías. Yo, lo que quería era ser madre: estar con ella, criarla, darle de comer, cambiarle el pañal, jugar rodando por la alfombra, cantar canciones, contar cuentos… Su primer día de kínder entró feliz, me dijo tú vete, mamá. Yo me quedé afuera, llamando cada media hora para saber si me extrañaba o se ponía a llorar. La que casi llora fui yo; cuando la recogí a la salida me miró con esos ojos sabios llenos de picardía que conserva hasta hoy, como diciéndome: ya tengo mi propio mundo, mamá.
Desde que soy madre me entró un segundo aire literario y he escrito y publicado lo que yo considero lo mejor de mi producción. Me metí a hacer la maestría y luego el doctorado. Entré a una terapia decisiva para mi recuperación emocional. Además de dar clases y diseñar proyectos. Mi marido ha ejercido una paternidad de total equidad, se ponía a la bebé sobre el pecho mientras “leían” juntos artículos científicos. Los primeros años nos repartíamos el cuidado para salir a trabajar, y hasta para ir al cine aprendimos a ir, cada uno, en otro horario. Yo le enseñé a leer cuando apenas balbucía y él le enseñó las tablas de multiplicar; yo le enseñé a vestirse y él le enseñó a cocinar; yo le enseñé a andar en bici y él le enseñó a planchar.
Cuando yo me ponía a escribir después de ayudarla con la tarea, ella se asomaba a la pantalla de la computadora y me decía: eso no lo pongas, mamá. Y tenía razón. Una vez estaba yo escribiendo un libro sobre el aborto, no quería que ella lo viera porque era pequeña, tendría unos diez años. Pero le encontraba el modo de colar los ojos por detrás de mí. Pues más pronto que tarde, llegó con unas hojas impresas con datos sobre el aborto: mira, yo creo que esto te va a servir. Y les decía a sus maestras cuando se organizaban convivios en la escuela: yo llevo los refrescos y los cacahuates, porque mi mamá trabaja y no tiene tiempo de hacer los tacos ni las tortas; cuando tuvo edad para acercarse a la estufa, ella misma preparaba los lonches de los carnavales escolares. Las cosas se resolvían conforme iban apareciendo, y entre todos nos ingeniábamos para sacar adelante lo más importante, postergar lo demás o eliminar lo superfluo.
Todas las comidas las hacíamos juntas y a la noche nos contábamos cuentos; es decir, yo los iniciaba y ella iba hilvanando nuevas escenas para que siempre hubiera una sorpresa. Luego creció, y la intensidad subió de tono, y hubo berrinches y portazos y llantos y perdones. Vivimos el coctel perfecto de adolescencia y menopausia en ebullición. Ah… qué tal nos lo bebimos. Tres hurones persiguiéndose por las recámaras de la casa, incluyendo al papá.
Pero sobrevivimos con las palabras de por medio, con la voluntad de acompañarnos y de comprendernos. Ahora me descubro aprendiendo a ser madre de una adulta y me sobrecoge la experiencia, a veces con un gemido no sé si de azoro, de dicha de incredulidad, de orgullo.
El otro día, llegó mi hija de una guardia muy dura en el hospital, sin haber comido, y yo me había pasado en la computadora dando clases en zoom, y le dije: qué madre mala tienes que no te hizo de comer… ella me respondió: no es tu obligación mamá, ya estoy grande, yo me puedo hacer mi comida, y de paso voy a hacer para ti.
Su lema es: mamá, deja de andar con cosas en la cabeza, no eres una madre perfecta, nunca quisiste eso, y no lo serás. Pero eres una gran madre, y así te quiero.
Creo que la intensidad de nuestra relación me trajo un gran estímulo creativo, que no ha cesado. Ella se transforma cuando recibe a los recién nacidos, dialoga con ellos y la entienden; se esmera con los prematuros para sacarlos adelante y quiere especializarse en cuidados intensivos neonatales.
Nunca volveré a ser la misma mujer que fui antes de ser madre. Y no deseo volver a ser aquélla.
Esta breve crónica es también mi forma de maternar a las mujeres jóvenes, de contarles el cuento de que es posible otra, otra maternidad, una más real, sin estereotipos de uno y otro lado.
Pero también es para volver a contármela a mí misma, y entender que sólo se es libre para decidir cuando existen las condiciones individuales y sociales para ejercer esa libertad. Cuando finalmente conecté con mi verdadero deseo de ser madre, tenía una carrera, una profesión que me daba medios económicos de relativa estabilidad; tenía una pareja que me respaldaba al cien por ciento; una edad suficiente para haber viajado y experimentado diversos caminos; una red de apoyo laboral y social. Además, venía de una familia que valoraba ampliamente el desarrollo de las mujeres sin menoscabo de la maternidad, independientemente del buen o mal resultado. En cierta forma, había las condiciones para que pudiera ejercer mi libertad de decisión.
El presente es incierto, cada vez es más difícil abrirse paso en una autonomía económica, una mínima estabilidad laboral, encontrar un compañero que se comprometa y permanezca, contar con redes de apoyo… Ni siquiera se puede pagar una renta en estos tiempos. Las mujeres jóvenes están viviendo uno de los peores momentos históricos de violencia de género declarada, los feminicidios son una pandemia. Ser mujeres es estar en riesgo permanente. Imaginemos qué es, para las jóvenes, ser mujer embarazada, ser mujer con un hijo en brazos. Riesgo y vulnerabilidad al doble.
Es imposible que se despierte el deseo de ser madre. Apenas puede una esperar a sobrevivir. El Estado le ha dado con la puerta en las narices a las mujeres. Sí, nos hemos ganado el derecho al voto, el derecho a contender en la vida pública desde diferentes ámbitos universitarios y laborales, hemos puesto el cuerpo en ello para hacernos valer. Pero, a cambio, el Estado, la Sociedad, nos abandona en la inseguridad, la falta de condiciones para ejercer una maternidad gozosa, y además nos castiga si no tenemos más remedio que interrumpir el embarazo, inclusive por violación.
La sola idea de convertirse en madre es impensable, para tantas jóvenes que se sienten perdidas, aun sin reconocerlo, en estos laberintos. No son ustedes, es el sistema el que está perdido en un laberinto.
Gracias a Violeta Orozco, por haberme despertado este maternazgo de escritora madura a escritora joven, al devolverme la lectura de mi más reciente libro Poeminas para Adelina que me presentó con un hermoso texto. Un libro que le escribí y regalé a mi hija en su cumpleaños número 9. Había quedado el manuscrito en uno de sus libreros. Hace unos meses, en la limpieza de la pandemia, lo redescubrí, le dije, ¿lo puedo publicar? Claro, es tuyo. No, es nuestro, le respondí, y reuní varias de sus acuarelas de infancia y lo propuse a la editorial Bitácora de Vuelos, que le dio una generosa acogida, incluyendo las ilustraciones.
Durante la presentación, por Facebook, donde también participó mi querida amiga y excelente poeta Kyra Galván, Violeta me pidió que escribiera sobre todo esto, me dijo, las jóvenes necesitamos otro discurso.
Y pensé, no otro, sino otro, otro…
¿Qué tengo para decirles aquí, ahora? Siendo coherente, necesito a mi propia hija.
Corro a leerle estos renglones a Adelina. Ella me dice: te falta algo contundente, y agrega:
La maternidad es un deseo que puede o no ser llevado a cabo, pero lo importante es reconocer que se tiene ese deseo y no es malo tenerlo, y se puede planear la vida en función de ese deseo independientemente de que se logre o no.
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Próxima entrega: ensayos de Indira Isel Torres Cruz, Esther M. García, Esperanza Vives entre otras escritoras que formaron parte de nuestro evento de lectura “Fragmentadas”. Convocamos a las escritoras de todas las latitudes a que contribuyan a la discusión enviando sus textos.
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