El siguiente texto forma parte de la serie «Transformar el silencio: ensayando la sororidad en la literatura», curada para El BeiSMan por Melanie Márquez Adams, Daniela Becerra y Violeta Orozco —una colección de ensayos que establecen e invitan a un diálogo entre escritoras de diversos países, trayectorias y generaciones.
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Solo fuimos dos. Margarita y Laura Suzán. Yo, con el matrimonio, la escritura y el tiempo, me transformé en Laura Vit. El principal defecto de ambas fue tomarnos la vida en serio. Quizá por eso, muchos años después, Margarita regresó a México, por unas cuantas horas, a ver a su padre moribundo. Le pedimos quedarse. Respondió: soy teniente del Ejército Sandinista, tengo obligaciones militares, y se fue.
Volví a verla años después triste, gris, decepcionada de una revolución que no logró revolucionar gran cosa.
Era seis años mayor que yo. Mi primer recuerdo de ella se resguarda en la caja negra de mis sueños. El tío Alejandro y yo íbamos en una barca intentando avanzar, a través de un mar de lava bermellón, denso y agitado, para rescatar a mi hermana que permanecía dentro de un edificio que se hundía en el líquido hirviente. Ella nos observaba desde una ventana. Nos miraba impávida. Ninguno de los tres sentía miedo, no había razón para sentirlo. Todo estaba perdido. Este es mi primer recuerdo de un sueño.
La diferencia de años entre nosotras nos distanció hasta en lo físico. Ella, pequeña, menuda, con una inteligencia sorprendente. Yo siempre la última de la fila debido a mi tamaño. Evité hablar hasta los tres años, no hallaba qué decir; ella se me había adelantado en todo lo que vale la pena contar.
Margarita estudió en la escuela República de Cuba. Presumiría de ello en varias entrevistas, ya que a eso atribuía su destino revolucionario. Ser elegida para representar al personaje principal de las obras de teatro escolares debió favorecer su protagonismo: el Padre Tiempo, Francisco González Bocanegra, autor del himno nacional mexicano, Fray Bartolomé de las Casas, hasta un Cuauhtémoc. Que la embetunaran para semejar un negro siboney fue un orgullo. Representar al Padre Tiempo sí me hubiera gustado.
Margarita dedicó su vida a enmendar injusticias, tarea por demás difícil; yo a penetrar misterios. Desde rituales prehistóricos, hasta el efecto de la frecuencia rítmica de las ondas theta que facilitan o dificultan los recuerdos.
Creció rodeada de admiradores. Era la más rápida patinando, la que más piruetas hacía en el manubrio de una bicicleta. Yo, arrumbada, la miraba desde la ventana. Cada una creció a su modo.
Mi siguiente recuerdo es de varios años después. Mi padre, entre furioso y aterrado, logró encerrarla una noche en que ella y su grupo de fervientes comunistas, llegaron a casa en busca de zapapicos y palas para echar abajo la estatua de un ex-presidente que se alzaba a mitad de una explanada de la UNAM. Margarita no participó en aquello porque su padre la detuvo; pocos lograrían ponerle coto a sus atrevimientos. Ya que se hizo el silencio en la planta baja, volví a la escritura de la obra de teatro que me valdría una amenaza de expulsión.
Entonces yo tenía trece años, ella diecinueve; yo escribía obras obscenas y ella hacía la carrera de Ciencias Políticas y Sociales; yo salía de la casa a las siete de la mañana, ella volvía a las once de la noche. De tanto en tanto nos reuníamos alrededor de la mesa dominical. Para cuando el postre se nos agriaba por las discusiones políticas entre ella y nuestro padre, yo me escabullía y nadie notaba mi ausencia.
Difícil seguir sus pasos y establecer cuándo se unió al Partido Comunista, cuándo inició su carrera de documentalista, cuándo comenzó a producir programas de televisión, cuando formó la Sociedad de Amistad con China, o leyó el sinfín de obras que consolidaron su formación revolucionaria. Igual que cuando siendo niña tuvo una pandilla con quien callejear, ya mayor se sumergió en el grupo de intelectuales de izquierda que tanto hizo por la cultura mexicana de aquellos años. Terminó la carrera, escribió ensayos feministas, tradujo textos de sociología y se enamoró “perdidamente” como suele decirse. Se casó con un hombre conflictivo y despiadado. Después ocurrió la tragedia que la marcaría para siempre: su hija nació con un inexplicable retraso mental.
Trabajaba cercanamente con el Rector Javier Barros Sierra, cuando, en 1968, inició el Movimiento Estudiantil. Entonces no hubo quien para detenerla. “En este Movimiento hay que participar, no hay alternativa” dijo. Y yo obedecí. Estuvo en las primeras asambleas, fue brigadista y, como siempre, no le faltó la palabra en los mítines relámpago. “Aquellos días de ascenso del Movimiento significaron para mí una experiencia que solo volvería a reencontrar en Cuba.” Se refería a la solidaridad del pueblo, según escribió después.
Ambas estuvimos el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas donde se masacró al pueblo, no solo a los estudiantes. Mis compañeros y yo logramos salir a tiempo, ella pasó la noche escondida en un departamento de la Unidad Tlatelolco, escuchando gritos, balazos, persecuciones. Temiendo su turno.
Fichada como miembro del Consejo Nacional de Huelga, con una orden de aprehensión en su contra, fue encarcelada al año siguiente. Mi padre la liberó gracias a un judicial que había sido su sargento, allá, cuando fue militar.
Yo, en tanto, terminé la carrera de biología que había comenzado sin la menor convicción. A la mitad coqueteé con la idea de cambiarme a la Facultad de Arquitectura y si aguanté cuatro años haciendo prácticas inhumanas con plantas y animales, fue porque caí fulminada por el amor y no concebía un día sin ver al objeto de mi desvelo. Aquel matemático de tan buen ver, por ventura, aún me acompaña. Nos casamos y fuimos a vivir a Londres. Trabajé en el Herbario de Kew y, por esa época, descubrí que escribiendo podía expresar lo que había callado durante veintitrés años.
Para Margarita aquellos debieron ser años oscuros, difíciles, a ratos atroces. Logró divorciarse, se dedicó al cine. Su primer cortometraje, Tres mujeres tres le valió una Diosa de Plata. A poco murió su hija.
La mayoría de los padres defienden a rajatabla que a los hijos se les quiere por igual. Yo no comparto esa idea. Sus nacimientos ocurren en distintos tiempos, en condiciones diversas y en ocasiones adversas, lo cual hace que uno gobierne los sentimientos de variada manera. Los hermanos, por lo tanto, reaccionan según las armas con las que cuenten, es decir, según sus habilidades. Margarita aprendió a conquistar con la palabra hablada; yo con la palabra escrita. Siempre la palabra.
En 1979, poco antes del triunfo de la revolución sandinista, vino a México el comandante Tomás Borge en busca de un grupo de cineastas que estuviera dispuesto a filmar el triunfo de su lucha por derrocar al tercer dictador de la familia Somoza. Anastasio Somoza Debayle. Desconozco las negociaciones o acuerdos, el caso fue que el 20 de julio de 1979, acompañada por un joven amable, distinguido y con los pies bien plantados en la tierra, Margarita Suzán, cámara en mano, trepada en un artefacto semejante a un tanque, entró a Managua filmando el triunfo de una revolución socialista en Latinoamérica.
Y allí nació su leyenda, para muchos negra, por supuesto.
La realidad es que Margarita participó en aquella revolución socialista, marxista-leninista que se hermanó con la Teología de la Liberación, como si durante toda su vida se hubiera preparado para ello. Su amistad con el comandante Borge la llevó a trabajar en el Ministerio del Interior, ascendió a teniente del ejército sandinista, contribuyó a la educación y alfabetización del pueblo a través de la televisión. También la llamaron espía, torturadora cruel, advenediza, oportunista. Lo peor para ella fue que la acusaran de haberse enriquecido con la “piñata sandinista”.
Volvió a México diecisiete años después de haberse ido, y se reinventó.
Trabajó arduamente para el certamen de cine y video documental Contra el silencio todas las voces. Sin embargo, enfrentarse a que nada fue como hubiera deseado le costó la vida.
Quería dar un último paso y establecerse en su casa de Cuba para escribir y charlar con los pescadores a la orilla del mar. Ya no tuvo esa oportunidad.
“Quedan pues estas líneas como testimonio personal y pálido reflejo de aquellos días, de aquella generosidad, de aquella entrega que caracterizarán una más de las batallas que el pueblo ha dado y seguirá dando en el camino hacia su liberación”, escribió en “Honestamente la verdad”.
Margarita Suzán fue mi hermana. Hay momentos en que si me distraigo la siento muy cerca de mí. Entonces quisiera preguntarle quién y cómo, por qué, hacerle una confidencia, contarle un chisme, leerle un pasaje de la novela que escribo. Su muerte es la que más me ha descobijado. Sigue haciéndome falta. ¿Será por eso que busco una hermana en cada sonrisa femenina?
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