Devenir transmigrante en la Windy City
“Levanta tus palabras, no la voz. Es la lluvia
la que hace crecer las flores, no el trueno.”
~Rumi
Habitando la lengua
Soy mexicana, transgénero, lesbiana e inmigrante. Vivo en Estados Unidos y encarno lo que Trump tanto detesta. Pero no nací mujer ni migrante; me hice en el camino y me suscribo a la rúbrica de Sor Juana: “Yo, la peor de todas”.
Sé que nací mexicano porque fui parido en territorio mexa. En la escuela aprendí muy poco sobre la educación patriarcal y los héroes que forjaron patria. De heroínas, en cambio, recuerdo a tres: a doña Josefa Ortiz de Domínguez, a mi madre y a Madonna. La primera fue conspiradora e insurgente que se rebeló contra su esposo y el Estado durante los últimos años de la Colonia. A la segunda la admiro porque gracias a su carácter aprendí a sobrellevar el peso del patriarcado durante mi juventud; y a la tercera, le agarré cariño porque, a través de sus canciones, me incitó a explorar mi banalidad, el sexo y a perseguir el sueño americano con ingenuidad.
Hace treinta años crucé el río Bravo por aire, pero ni en avión alcancé el american dream. Aún así, la vida ha sido generosa, pues he vivido momentos reveladores en esta ciudad “of the Big Shoulders”.
En aquellos días, la melancolía y la distancia me acercaron al concepto de patria. Lejos del terruño, el inmigrante se aferra a su idioma, sus costumbres, su comida, sus memorias y de frente a la otredad se descubre mexicano. Yo no fui la regla ni la excepción. Me sentí y pensé mexicano por primera vez en la Ciudad de los Vientos.
Siguiendo la ruta ancestral migratoria y gracias a los conocidos de los conocidos, comencé a trabajar en una distribuidora de textiles. Ahí conocí a un par de jóvenes de Guadalajara. En pocos días nos volvimos compas a pesar de los pocos referentes culturales que compartíamos. No eran tan lumpen para que les gustara Chico Che ni tan fresas para que les agradará Maná. Sin embargo, al igual que yo, sentían una pulsión extraña por el terruño. Cuando los conocí, recién habían sido reclutados por una ganga. Juraron lealtad a los colores de La Raza como un mecanismo de defensa ante la violencia entre pandillas y frente el acoso de las autoridades. Se tatuaron una L y una R con los colores patrios en el pecho, pero también en la psique. Comunicarse en español los llenaba de orgullo mexa. En el gabacho la lengua materna se vuelve un instrumento de reafirmación y resistencia cultural. “Uno no habita un país; habita una lengua”, sentencia Emil Cioran.
Una vez que terminaba el turno laboral en la distribuidora, el Greñas y el Ojitos se lanzaban a conquistar las calles del barrio y yo acudía a la Coalición del Medio Oeste en Defensa del Inmigrante. Con el rabo de horas que le quedaban a mi día, colaboraba como voluntario. Ahí escuché otros testimonios de la experiencia mexicana en Estados Unidos. El fenómeno de identidad del inmigrante me tomó por asalto; con grabadora en mano, llegué a garabatear notas y las publiqué en Sin Fronteras. Mi encuentro con la mexicanidad se dio a través de la vivencia, la pulsión interna y la escritura, y se ha ido complementando con lecturas desordenadas. Sin embargo, por comprender la mexicanidad desde la vivencia escritural, postergué la exploración de mi identidad de género.
Fe de errores y el maldito poeta
Me acerqué a la lectura por casualidad. Mi primo Raúl empezaba a escribir sus primeros relatos. Frecuentaba la biblioteca del barrio y los libros que él iba leyendo los dejaba a mi alcance para que también yo los leyera y me sumara a las conversaciones de sobremesa. Emprendí el hábito de la lectura sin más rigor que el del accidente. Más tarde, el ocio y las horas muertas me condujeron a un taller literario. Ahí el vino y la testosterona desataban combates más viscerales que literarios. Eso terminó por alejar a las pocas mujeres que deseaban escribir. Creo que sobrevivimos las menos temerosas a la carnicería verbal. Posteriormente, periodistas incipientes y poetas en ciernes comenzaron a pulir sus escritos embrionarios. El autodidactismo se convirtió en mi salvación, pero también en mi talón de Aquiles.
Después de haber leído y comentado algunas obras del boom latinoamericano, una espinita comenzó a rasgarme la epidermis, más no las medias que temeroso vestía bajo los jeans. La literatura del boom me cimbró, me divertía o me encolerizaba, pero no explicaba mi realidad de inmigrante. Necesitaba otras historias que me acercaran a mi inmediatez. Ansiaba escuchar un timbre literario que hiciera eco de los recovecos de las calles de Pilsen. Pero no encontré esa voz del espíritu inmigrante ni en la biblioteca ni en los periódicos del barrio. Ante el desamparo literario, me seguí adhiriendo a ese grupúsculo que escribía en español en esta tierra donde el inglés dominaba.
El taller pasó de ser un alivio al tedio a convertirse en una obsesión compulsiva. Viernes a viernes se fueron acumulando relatos propios y ajenos en la gaveta, y en la primavera de 1992 el taller literario El lugar sin límites dio a luz a la revista Fe de erratas. Salió regularmente cada tres meses durante tres años y después de doce números decidimos sepultarla en un acto surrealista en la galería Calles y Sueños. Pero la curiosidad literaria e intelectual seguía haciendo mella y vinieron otras revistas en español menos autocomplacientes: zorros y erizos, Tropel, contratiempo y El BeiSMan. Ya no solo se publicaba ficción y poesía, sino que se incursionó en la crónica, el artículo, la reseña y la crítica. Los textos del inmigrante autodidacta cohabitaban con los del académico en el exilio; los del poeta maldito con los del maldito poeta malito.
Lo que recupero de aquella época de creación es haberme acercado a las herramientas del lenguaje; afinar el oído; observar los matices del entorno y discurrir apasionadamente sobre letras y letrones.
Mas no solo de pasión se nutre la literatura; también nos hizo falta andar la milla extra: gatear más y brincar menos. Pocos textos en español escritos en aquellas postrimerías del siglo XX trascienden el ojo crítico del tiempo. Cinco lustros después del parto literario de Fe de erratas, la producción en español en Chicago ha devenido en una narrativa menos accidentada. Ahora, además de revistas, existe un puñado de editoriales independientes. Tan solo en la última década se han publicado casi una centena de libros en español. Lo que un día fue una literatura improvisada —como casi todo quehacer que emprenden los inmigrantes—, ahora procura ser una literatura propositiva.
Mi terquedad por ejercer el periodismo en español devino obsesión por comprender el pulso de la comunidad mexicana en Chicago. Y más recientemente, sentir el latido de la comunidad queer. Esta terquedad ha sido uno de los motores que mantuvieron a flote un medio marginal. Durante más de cinco lustros han quedado plasmadas letras, ideas, registros verbales y distintas expresiones artísticas de la comunidad inmigrante.
Un cuarto de siglo después de que llegué a Chicago, puedo afirmar que la “identidad mexicana” no la conforman un conjunto de rasgos culturales estáticos ni estéticos. Más bien, dicha identidad es una expresión líquida tanto en las prácticas culturales como en las letras. La cultura la conforman un conjunto de manifestaciones humanas que están mutando incesantemente. Nada está tallado en piedra. Por ejemplo, la lengua del inmigrante es un río que se enriquece frente al inglés. Su léxico es un surtidor de palabras, sonidos, significados que afloran en un contexto nutrido por dos lenguas en contacto. Chequeraut:
Luqui no me llamó pa’trás. No le pude decir que wachara las brekas de su troca y es que la babysitter me dijo que arrancó su ranfla y le dio gas con todo en el jaiwey. Se le hacía tarde para lonchar, y yo acá güeyring para que nos fuéramos de chopin y nos hiciéramos las neils.
Las letras se mueven y transforman en ambos lados de la frontera. Lo noté en las viñetas de Nellie Campobello, los cuentos de Juan Rulfo, y también en las páginas de autores de Chicago, como Juan Mora-Torres, José Ángel Navejas y algunos versos de Febronio Zatarain.
Culturalmente, he ido encontrando múltiples manifestaciones de ser mexicana e inmigrante. La mexicanidad en Chicago se ha ido nutriendo de la nostalgia, los estereotipos, la retórica política, pero también está dejando de ser una expresión estereotipada y ha comenzado a gestarse una narrativa propia.
Mientras el inmigrado se adapta al nuevo terruño, asimila rasgos culturales de la otredad. Desde su marginalidad y contexto de extranjero, el mexa se metamorfosea frente a la cultura dominante. Se vuelve un ser fronterizo, a veces apátrida, es un compa sin terruño y, a veces, sin más doctrina que la de ser alguien. Ese golpe de realidad y sus prácticas culturales sostienen al mexicano en el extranjero y le dan la fuerza para transigir la embestida antiinmigrante.
Del contexto político a la construcción de subjetividades
El ser y la humanidad del inmigrante no importan, importa su cuerpo como productor y consumidor de bienes. Importa mientras es mano de obra barata y dócil; mientras contribuye a ensanchar las arcas del Capital. Es una efusión de remesas que beneficia a sus familiares y al Estado. Pero una vez que el inmigrante es desechado, perdón, quise escribir deportado,su valor es nimio. Para la patria estadounidense ya fue historia; para la mexicana, también. Decía José Saramago que “una cuarta parte de la población nació para la nada”; el inmigrante mexicano forma parte de esa porción de nadería. Pero su nada la vuelve trinchera y desde ahí resiste a pesar de que el Estado lo ha convertido en chivo expiatorio y botín político.
Inevitable recordar las palabras del magnate de tez mandarina en su primer acto de campaña. Aquel oprobioso 16 de junio de 2015 en el cual dijo que cuando “México manda a su gente, no manda lo mejor… Está enviando a gente con muchos problemas… Están trayendo drogas. Están trayendo el crimen. Son violadores…” Dichas palabras redefinieron mediáticamente “los atributos” del mexicano. Se asumió una agenda política xenófoba, nativista y homófoba.
Mientras las fronteras del Capital se globalizan, algunos Estados han levantado muros de concreto, pero sobre todo ideológicos. En las antípodas de las contradicciones, este país lo mismo ha encumbrado los versos memorables de Walt Whitman que el chovinismo retrógrada de Donald Trump. En su paso por la Casa Blanca, Trump ha personificado el testimonio más fiel de la decadencia cultural de un país que no admite que el mundo ha cambiado. Estados Unidos ya no es la potencia que fue después de la Segunda Guerra Mundial; sus contradicciones culturales se han profundizado. Por un lado, su sistema educativo privado pepena los cerebros más sagaces del mundo. Por el otro, su educación pública es un desastre. Según el físico Michio Kaku: “ésta es una de los peores del mundo. La mitad de la población que cursa su doctorado es de origen extranjero”. Sin educación, el electorado no es capaz de distinguir la realidad de la ficción, el hecho de la mentira, el reality show del acto político. He conocido a graduados de la Universidad de Illinois, Columbia College o The School of the Art Institute que no comprenden lo que leen ni son capaces de escribir un párrafo legible. Este analfabetismo funcional llevó el trumpismo a la presidencia.
No, Trump no ha sido el único que ha perseguido y forzado al inmigrante al destierro. El récord del presidente Obama lo hizo merecedor del título de Deporter in Chief. El presidente Bill Clinton mandó militarizar la frontera y comenzó la edificación del muro fronterizo en California. En un repaso reduccionista de la historia estadounidense, se dejan entrever cinco columnas que sostienen su democracia de mercado: el exterminio, la asimilación, el encarcelamiento, la deportación y la hipocresía imperial.
La elección presidencial de Trump impregnó el ambiente político con un tufo de supremacía blanca. El racismo también vende. Lucra con la voluntad del blanco pobre y resentido. El blanco clasemediero y el liberal aburguesado no están exentos de su dosis de xenofobia. El racismo es un mal congénito del estadounidense blanco colonizador. Tal vez la persecución actual del inmigrante de tez morena se deba a la idea de que el anglo dejó el genocidio inconcluso durante la expansión del siglo XVIII. Hoy, el rostro del nativo le horroriza al descendiente de aquellos pilgrims que desembarcaron en el norte; y el chiapaneco le recuerda al cheroqui; la hondureña, al semínola; la ecuatoriana, al iroqués; el mapuche al chickasaw.
La revuelta por los Derechos Civiles de las décadas de 1960 y 1970 logró adormecer el racismo en Estados Unidos, pero jamás lo extinguió. Y en pleno siglo XXI Trump recicló el supremacismo blanco y el Make America Great Again. La segregación racial se matiza y ahora los mexicanos viven una neoesclavitud, pero no tan nueva pues para no caer en la amnesia colectiva habría que recordar los linchamientos de mexicanos en el sudoeste durante los siglos XIX y XX. El racismo es parte de su cultura.
Antes de que Trump fuera elegido presidente, el mexicano Jesús, Chuy, García obligó a una segunda vuelta electoral al poderoso Rahm Emanuel en la contienda por la ciudad de Chicago, en abril de 2015. La diferencia fue pequeña. El voto mayoritario no fue pro Emanuel sino antimexicano. Una urbe que se jacta de ser liberal también es de las más segregadas del país. De acuerdo a los resultados de la elección, precinto a precinto, ni blancos ni negros concibieron la idea de tener un alcalde inmigrante mexicano. Al paisano se le ve como un trabajador virtuoso que limpia, sirve y obedece con eficiencia, pero el capital, la clase y la xenofobia delinean sus límites.
“La jaula de oro”
Siempre ha sido mi interés registrar los actos de resistencia en las expresiones artísticas de los mexicanos en Chicago. El material existente va en aumento. Si la producción creativa no es más vasta, es porque la comunidad mexicana ha sido violentada constantemente. Los estigmas y deportaciones forman parte de la historia. Se persiguió y deportó al mexicano en la década de 1930. La opresión continuó en la década de 1950. Y la persecución de la administración Trump es brutal e inhumana.
A través de un bombardeo mediático, Trump ha hecho pública su querella contra el mexicano. Ha desatado una cacería étnica. El mexicano de Trump es el arroz prieto en el melting pot latinoamericano. Se persigue al inmigrante del México Profundo, pero también se persigue a la Honduras Profunda, a la Bolivia Profunda, al Puerto Rico Profundo, y todo aquel de tez morena que “hable mexicano”: el indígena, la pocha, el mojado, el subalterno, la refugiada, el chúntaro, la transgénero, el rufero, la mestiza, el yardero, la chola, el busboy, la maid, la déclassé, el donadie, la troquera, el yenitor, la putipobre, el homie, la border, el, la, lxs expulsadxs del american dream que son los que llenan los centros de detención.
El eslogan comercial del sueño americano fue ideado para atraer mano de obra barata. Para los pueblos originarios el american dream siempre fue una pesadilla.
Manuel Gamio opinaba que el migrante mexicano de principios del siglo XX era el golpeado por la hambruna, el expulsado por la violencia de la Revolución, el campesino del interior de la república que perdió sus tierras, el indigente que nació sin fortuna ni gracia: el desplazado económico. El perfil del inmigrante comienza a cambiar a partir de la crisis de 1982. La clase media mexicana emprende su desplome. Golpeada por la recesión y encandilada por la cultura del consumo, salva su estatus social a través de la migración. Como decía Carlos Monsiváis, ésa fue “la primera generación de gringos nacidos en México”. Pertenezco a esa clase media que se desmoronó, a la que México le negó la movilidad social. La que perdió casi todo, excepto el acceso a una visa de turista o, en el mejor de los casos, una visa diplomática. Pero con visa o sin visa, la clase media se ha sumado a la fuerza laboral de Estados Unidos y ahora está, igualmente, a expensas de la voluntad política de la administración naranja.
El mundo del inmigrante se desgarra. Vive con la conciencia de ser menos que un arrimado. Es abnegación. Ha padecido ya sobrados golpes; vive en vilo. Cada día tal vez sea su último. Su familia está desquebrajada. Maneja con el Jesús en la boca. Sus sueños pueden quedar varados en cualquier intersección de cualquier pueblo, de cualquier ciudad. Los fines de semana se recluye a la inmovilidad de “La jaula de oro”:
De qué me sirve el dinero
Si estoy como prisionero
Dentro de esta gran prisión.
Cuando me acuerdo hasta lloro
Y aunque la jaula sea de oro
No deja de ser prisión.
~Los Tigres del Norte
Un conocido mixteco trabajó de mesero en el restaurante Trump Tower de Chicago; cuando el magnate visitaba el establecimiento y se sentaba a la mesa, el manager le pedía a los “empleados de color” que no salieran al comedor. En silencio, esperaban en la cocina.
En la época Trump, todo el que es diferente representa una amenaza a la supremacía blanca. El trumpismo pretende extirpar esa otredad del territorio pilgrim. Basta asomarse a los medios y encontrar fotos de deportados. En su gran mayoría son rostros oscuros que cosechan, transportan, cocinan y sirven los alimentos al anglosajón. Los centros de detención se han llenado de inmigrantes de color; de gente de color van llenos los autobuses de deportados de regreso a la frontera con México; de gente de color se han abarrotado las “jaulas de oro” donde vive la inmigrante que no cuenta, el refugiado que no vale.
El inmigrante mexicano no pisa tierra firme. Nada es firme en su entorno. Todo es poroso como la frontera. Parafraseando al filósofo transgénero Paul Beatriz Preciado, podríamos decir que el inmigrante es un texto. Es escritura y en el proceso de escribirse inventa su subjetividad. Capturar e interpretar esa verdad es una de las funciones de las letras y las artes que a mí me interesan.