Una buena educacioÌn puede hacer cualquier cosa: hasta puede hacer que los osos bailen.
~Gottfried Wilhelm Leibniz
1
No habiÌa nadie. El apartamento de Valentina estaba vaciÌo. Y sucio. Lleno de los restos de la noche anterior, como vasos de plaÌstico rojo, botellas, latas de cervezas, un cenicero con puntas de cigarros de marihuana. Sobre el silloÌn gris Salvador vio varias chaquetas. Las tiroÌ al suelo. Se acostoÌ y batalloÌ la resaca. QueriÌa quedarse dormido. Todo le daba vueltas.
Valentina Mauler viviÌa en un viejo edificio en Adams Morgan, en la calle 18, a hora y media de la universidad. En esos años vestiÌa sweaters anchos con logos de universidades, jeans grises o azules ajustados que le llegaban justo hasta los tobillos, y unos bototos negros, industriales y con plataforma.
Valentina preferiÌa vivir en DC antes que, como Salvador, Lissi y los demaÌs doctorandos, en los alrededores del campus. Era una chica urbanita, cosmopolita y global, de esas argentinas que, al visitar España, deciÌan que Madrid o Barcelona no eran tan europeas como Buenos Aires. SeguÌn ella, cuando sus padres le preguntaron queÌ queriÌa ser de grande, respondioÌ: «Quiero ser una intelectual como Beatriz Sarlo».
«No seÌ coÌmo pueden vivir en el campus», le dijo Valentina una vez a Lissi y Salvador. «Vivir tan cerca de la universidad es nocivo para la salud».
Aquella mañana, Salvador despertoÌ temprano. Se levantoÌ y miroÌ por la ventana: habiÌa algo profundamente dominical en el aire. El cielo estaba anaranjado, habiÌa nubes grises flotando por aquiÌ y por allaÌ. Los pajaritos trinaban primaveralmente, las ardillas subiÌan los aÌrboles como si hubieran jalado cocaiÌna, y la gente corriÌa por los parques de Washington DC. Salvador se puso de pie. Al hacerlo sintioÌ una leve jaqueca. Un mareo que amenazaba con volverse en voÌmito. Fue a la cocina por un vaso de agua que tomoÌ al seco y se sirvioÌ otro. En el lavaplatos habiÌa vasos de plaÌstico rojos con restos de bebida y alcohol, asiÌ como latas de cerveza machucadas y pocillos con restos de popcorn y pretzels. RegresoÌ al silloÌn cama. Se acostoÌ y revisoÌ su teleÌfono, pero estaba apagado y sin bateriÌa. Ni siquiera quiso buscar un cargador. IntentoÌ dormir un poco maÌs, aunque fue como cuando andaba con caña, y queriÌa dormir maÌs, mucho maÌs, pero sentiÌa la lengua seca y la cabeza daÌndole vueltas. AdemaÌs, no estaba en su cama, y por eso le costaba realmente descansar, asiÌ que entonces lo que debiÌa hacer era pararse y volver a casa. Eso hariÌa, decidioÌ. Se vestiriÌa en silencio y dejariÌa una nota. O incluso podiÌa simplemente llamar maÌs tarde para preguntarle a Valentina coÌmo habiÌa estado su noche y agradecerle por todo. Mientras buscaba sus Campers (estaban debajo del silloÌn, junto con el microÌfono afelpado de karaoke) hizo memoria.
RecordoÌ la noche anterior: aparecieron frases y melodiÌas en su cabeza (vuela, vuela… veraÌs que todo es posible…) y aprovechoÌ que a poca distancia estaba el computador de Valentina, un Mac de escritorio. EncontroÌ sus Campers. Pero no se las puso. Se sentoÌ en el escritorio. Su teleÌfono habiÌa muerto y necesitaba saber si Anselmo le habiÌa escrito uno de sus lacoÌnicos mensajes (mi carnal, todo bien). Anselmo estaba en Albuquerque en un partido de baÌsquetbol. Waindell College Latino versus el equipo de basquetbol hispano de New Mexico University. «Son como guerreros aztecas», le dijo alguna vez Anselmo a Salvador, luego de follar. Anselmo era el director teÌcnico de la seleccioÌn Latinx de la universidad, la seleccioÌn de estudiantes latinos e hispanos; jugadores todos morenos, petisos, chatos —es decir, no demasiados altos, pero aguerridos—.
Salvador observoÌ el escritorio. La mesa era de cocobolo, seguÌn Valentina, la mejor madera del mundo, la misma que Beatriz Sarlo usaba para escribir sus conferencias. Arriba del escritorio solo teniÌa su Mac y un pisapapeles de Totoro sobre un montoÌn de fotocopias y lecturas que entraban para la clase de poscolonialismo. Salvador movioÌ el mouse inalaÌmbrico y la pantalla se prendioÌ. No necesitaba clave para entrar. AbrioÌ el navegador y se metioÌ a su cuenta de email. No teniÌa ninguÌn mensaje de Anselmo. Por eso, buscoÌ mensajes anteriores, solo para sentirse bien (el uÌltimo era de una sola liÌnea: cabroÌn, ¿doÌnde dejaste del libro de GarciÌa Canclini?). El uÌnico email sin leer era de su madre, quien por entonces recieÌn comenzaba su imperio verde y espiritual. Salvador lo mandoÌ a la carpeta de spam sin siquiera leerlo. CerroÌ su email. LeyoÌ las noticias en Emol, luego en el New York Times, El PaiÌs, y revisoÌ su email otra vez, solo por si acaso. Pero nada. Y sintioÌ un cansancio que lo sacudioÌ desde los hombros hasta los pies. RecieÌn eran las nueve de la mañana. De a poco otra sensacioÌn lo cubrioÌ, esta vez una mezcla de aburrimiento y depresioÌn. Y soledad, mucha soledad dominical. Se preguntoÌ en queÌ estariÌa Anselmo, coÌmo le habiÌa ido al equipo de baÌsquetbol Latino de Waindell, ¿habiÌa conocido a otra persona?, ¿por eso Anselmo anoche no le respondioÌ ninguÌn mensaje? Y de ser asiÌ… ¿lo pateariÌa apenas regresara a Waindell? Salvador suspiroÌ. Por fuera de la ventana, escuchoÌ maÌs gente trotar. TambieÌn familias paseando. Los gringos, tan pragmaÌticos como siempre, economizaban las primeras horas de sol. Nuevamente, Salvador pensoÌ en irse y dejar una nota. Y asiÌ lo hizo. Se levantoÌ y se puso la chaqueta. Luego las Campers. Pero, cuando llegoÌ a la puerta, no la pudo abrir. TeniÌa un seguro por dentro. Se necesitaba una llave. BuscoÌ por toda la casa por si acaso estaba en alguna parte, pero nada. VolvioÌ al computador, abrioÌ la paÌgina de la universidad y aparecioÌ la cuenta de correo. Valentina teniÌa maÌs de quince mensajes sin leer.
No lo juzguemos.
Salvador hizo lo que cualquier mortal hariÌa en su lugar. Fueron apenas quince segundos que –bueno– se terminaron convirtiendo en casi quince minutos hasta que encontroÌ la primera mencioÌn: el mensaje de un tal Milton Zotenberga, examante y poeta porteño. Milton Zotenberga le advertiÌa a Valentina que, si no volviÌa con eÌl, le diriÌa a Waindell la verdad.
«¿QueÌ verdad?», se preguntoÌ Salvador en voz alta.
Y siguioÌ leyendo.
Hizo una lectura raÌpida, asiÌ que tal vez no entendioÌ del todo el mensaje.
Por eso mismo luego hizo clic en otro email. RevisoÌ documentos.
Fotos.
Links.
Y entonces, cuando ya no estaba husmeando, cuando solo queriÌa revisar su Facebook, Salvador abrioÌ Facebook, siÌ, pero el de Valentina: ahiÌ estaba el perfil de su compañera, sus amigos, sus likes y sus mensajes.
Y nuevamente: no lo juzguemos.
BuscoÌ los mensajes privados del tal Zotenberga. Este la amenazaba con varios tonos («…voy a decir la verdad, ¿me escuchaÌs? TodaviÌa no entiendo por queÌ no llegaste a la cena de Navidad, si hasta cocineÌ para vos…»). Lo otro que le llamoÌ la atencioÌn fue un chat con una compañera de la universidad, una tal Denisse. Salvador lo leyoÌ con detenimiento. Era la tiÌpica conversioÌn distendida entre dos amigas que ya no viven en la misma ciudad: coÌmo andaÌs, coÌmo te tratan los yanquis, ¿y el invierno?, menos mal que te fuiste, se llenoÌ de esos chetos kirchneristas, esos que se creen cool hablando del peronismo del conurbano, todos leyendo a Laclau, para queÌ te digo, ¿el nene?, el nene bien, tiene cinco años y me siento cada vez maÌs vieja, nuevamente fui a la facu, y me preguntaron por vos, que cuaÌndo vienes para titularte de una vez por todas, porque todaviÌa no seÌ coÌmo te aceptaron en el doctorado sin un tiÌtulo, maldita: su suponiÌa que nos iriÌamos juntas, me traicionaste, en fin, ah, vi a tu viejo en San Telmo, el otro diÌa, andaba comprando unos vinilos de Sandro, ¿viste la uÌltima de Sofia Coppola?, siiii, me encantoÌ, me voy, dale, chau, besos.
Solo ahiÌ Salvador se detuvo.
Y se dio cuenta de lo siguiente: Valentina Mauler no teniÌa tiÌtulo de pregrado. Salvador rio. No, se dijo. No puede ser porque la habiÌan aceptado en el doctorado en Weindell. Era su compañera. DudoÌ de siÌ mismo: ¿PodiÌa ser? No, no podiÌa ser, se dijo a siÌ mismo, de nuevo, porque en eso los gringos son rigurosos. No se puede estudiar un doctorado sin tener un pregrado. Salvador volvioÌ a la conversacioÌn con la tal Denisse y luego a las amenazas de su exnovio poeta. Entonces abrioÌ otra pestaña y buscoÌ, en el email de Valentina, mensajes de la Universidad de Buenos Aires: efectivamente, en varios emails le pediÌan que rindiera su examen de grado. Chucha, pensoÌ. Valentina nunca habiÌa terminado la universidad.
Salvador soltoÌ el mouse y estiroÌ los brazos con algo de preocupacioÌn.
PensoÌ queÌ hacer, si preguntarle o no a su compañera; en una de esas no se lo tomariÌa tan mal si era directo. DecidioÌ que lo mejor era cerrar el computador, esperar a que Valentina se levantara y ahiÌ ver con queÌ cara andaba. Solo entonces tanteariÌa terreno; averiguariÌa si era verdad lo del pregrado.
«Cof, cof», escuchoÌ a sus espaldas.
Salvador ni siquiera se atrevioÌ a dar la vuelta. Un leve temblor de miedo pasoÌ por su cuerpo.
«Cof, cof», escuchoÌ de nuevo. «¿QuereÌs que lo haga de nuevo?».
Ahora siÌ. Salvador giroÌ en la silla de escritorio: sus ojos se encontraron. Valentina estaba con el pelo revuelto, un piyama de franela escoceÌs con cuadrados rojos y verdes, y lo miraba de brazos cruzados. Ojos bien abiertos. RepitioÌ el gesto. Valentina cerroÌ una mano y se puso el puño cerca de la boca.
«Cof, cof», dijo.
Salvador se atrevioÌ a sonreiÌrle. TiÌmidamente, pero lo hizo.
«Cof, cof. Estoy tosiendo para que te quede claro que no estaÌs solo, ¿okey?».
DetraÌs de Valentina, advirtioÌ Salvador, se encontraba el chico vietnamita. Aquel deciÌa que estaba por terminar un doctorado en Neurociencias, pese a que apenas teniÌa 23 años. Durante la fiesta, se dio besos con lengua con su compañera. Esa mañana, Salvador lo vio ponerse una polera negra.
El vietnamita llevaba el pelo cafeÌ oscuro, con toda la melena peinada hacia adelante y un cuidado flequillo tipo Justin Bieber.
«MiraÌ, miraÌ sin problema», le dijo Valentina. «¿Te gusta lo que hay en mi Facebook?».
Salvador cerroÌ todas las ventanas del Mac, se levantoÌ y se quedoÌ parado en medio de la sala de estar, sin saber queÌ hacer, cuando justo aparecioÌ el vietnamita. Este lo miroÌ despectivamente de pies a cabeza. Acto seguido, tomoÌ a Valentina de la mano.
«No, dale, dale. MiraÌ, miraÌ, no maÌs», le dijo Valentina otra vez y de ahiÌ saludoÌ de beso al vietnamita. «Good morning, babe», la argentina dijo amorosamente. Luego apuntoÌ a Salvador con un dedo. «Hace el doctorado conmigo», le explicoÌ.
El vietnamita asintioÌ despreocupadamente, le soltoÌ la mano y se sentoÌ en el silloÌn para ponerse unas Converse negras.
«¿En queÌ me dijiste que era tu doctorado?», le preguntoÌ el vietnamita en un español neutro. Se notaba que queriÌa salir de ahiÌ.
«Estudios culturales», respondioÌ Valentina. «Cultural studies and Literature».
La cara del vietnamita permanecioÌ igual de inexpresiva. «¿Y de queÌ mierda sirve eso?», preguntoÌ mientras se amarraba los cordones de sus Converse.
Valentina ahora pareciÌa tensa.
«Babe», dijo un poco sentida. «¿CoÌmo de queÌ sirve?, ¿te estaÌs burlando de nuevo de mi doctorado?». Valentina se acercoÌ y le acaricioÌ el pelo. El vietnamita sonrioÌ con malicia mientras terminaba de amarrar las Converse.
«Don’t call me babe», le dijo, y sacoÌ la mano de Valentina de su cabeza.
«Bueno», interrumpioÌ Salvador, «creo que yo mejor me voy».
El vietnamita se le adelantoÌ, se puso de pie, y con aÌgiles zancadas alcanzoÌ la puerta.
«Bye», dijo, sin siquiera despedirse de Valentina, quien miraba como conteniendo la rabia. El vietnamita simplemente abrioÌ la puerta, la cual despueÌs de todo no estaba con seguro, sino simplemente atascada, y bajoÌ por las escaleras silbando «Don’t Worry, Be Happy».
Valentina sonrioÌ a Salvador, quien le respondioÌ con una sonrisa nerviosa.
La argentina fue a la cocina. Salvador, por la ventana, vio al vietnamita desencadenar una bicicleta. Se fue pedaleando. Feliz. Salvador sintioÌ envidia. El vietnamita pareciÌa a sus anchas, como si el mundo, por lo menos esa mañana, le perteneciera.
«¿QuereÌs un cafeÌ?», le preguntoÌ desde la cocina su compañera de doctorado.
Salvador dudoÌ. QueriÌa largarse. Pero sabiÌa que era mejor conversar con Valentina. Porque ella sabiÌa que eÌl sabiÌa.
«Bueno», respondioÌ Salvador, con culpa. «Pero solo uno porque me tengo que ir».
Valentina no dijo nada, asiÌ que Salvador siguioÌ hablando con nerviosismo.
«Porque igual como que hay que leer para la clase de poscolonialismo, ¿no?».
Salvador se sentoÌ en el silloÌn cama donde pasoÌ la noche. Estaba preocupado. En verdad teniÌa que leer mucho para la clase de poscolonialismo. Y ademaÌs queriÌa saber de Anselmo.
Valentina aparecioÌ con una cafetera italiana, un azucarero de porcelana blanco y dos tazas pequeñas. Llevaba todo sobre una bandeja de madera que puso sobre el escritorio. Estaba seria. No lo miraba a la cara. Se sentoÌ en el silloÌn, cerca de eÌl. Le dio miedo. Valentina cruzoÌ los brazos y lo miroÌ detenidamente, en silencio, lo cual incomodoÌ a Salvador, que abrioÌ la boca por abrirla.
«Ey», dijo Salvador con cierta inseguridad, «dije que solo puedo tomar un cafeÌ porque hay que leer harto para la clase de poscolonial, ¿okey?».
«Dale», respondioÌ seca y cortante Valentina. Estaba seria, con los puños apretados, pero Salvador no sabiÌa si por el episodio del vietnamita o porque ahora eÌl sabiÌa que Valentina no se habiÌa graduado del pregrado. Y que por lo tanto habiÌa engañado a Waindell College.
«Entonces nos tomamos un solo cafeÌ», continuoÌ ella.
Y Salvador asintioÌ.
«Pero escuÌchame esto».
La argentina descruzoÌ los brazos, se le acercoÌ con violencia y rapidez y le puso un dedo en el pecho. Salvador abrioÌ los ojos y comenzoÌ a sudar.
«Si no alcanzamos a hablar todo», le dijo Valentina. «Si no alcanzamos a hablar todo vas a tener que tomarte otra taza de cafeÌ».
PausoÌ. Salvador asintioÌ con la cabeza. Lentamente.
«Y un tercer cafeÌ si es necesario», gritoÌ Valentina. Salvador asintioÌ con la cabeza otra vez. «Todos los putos cafeÌs que tengamos que tomar, ¿te parece?».