No puedo dormir

 

No sé por qué. Hace días que voy de árbol en árbol, de viga en viga, buscando un cobijo que me haga sentir que esta noche va a ocurrir, que finalmente voy a quedarme dormida y descansar. Ni las hojas que tiemblan con el paso de los autos ni el macizo rumor del metal me ayudan a conciliar el sueño.

 

Les dije a mis amigas el otro día mientras mirábamos el río: no sé qué hacer. Es el azúcar, dijo una. Es el pan, el arroz, lo que salga de las bolsas abiertas en la esquina. Hasta las lombrices comen de eso, continuó, ahora comen basura y cada vez se ponen más largas y babosas, ni te le acerques, no las comas tampoco. Es veneno. Puro veneno. Mejor agarrá semillas, cosas naturales que caen de los árboles, nada que salga del piso. Otra dijo es el aire. Lo que se respira te enerva. Mirá cómo muevo el ala, cada vez más torcida, flotamos en aceite y no nos damos cuenta. Nos hace pesadas, nos tuerce y a la noche nos llena de ansiedad. 

La última las corrigió: no. Son ellos. 

¿Quiénes?, pregunté.

En la bici, en el auto, en las veredas, comiéndose un croissant o moviendo la boca para cantar cosas sin sentido. Tienen una energía que te exalta y si te les acercás mucho, se te pega y no se te va. Y a la noche, te hace pensar, te hace girar sobre tus patas, apretar las plumas, agitar el cuerpo como si estuviéramos cayendo en el vacío. Tienen un aura que es mejor evitar.

Bajamos la cabeza y los miramos en silencio. Se acostaban sobre el césped, abrían una botella. Otros se abrazaban arrojados sobre una manta. Una pareja pasó corriendo mostrando los músculos de sus piernas bajo el rayo vivo del sol. 

 

No puedo dormir, le digo a otro grupo que come migas debajo de un banco. Estoy desesperada. Creo que me va cambiar el color, miren acá, el verde del cuello se está extendiendo, me llega al pico, los ojos, y me cubre el pecho. Voy a ser un bicho verde que mira todo como si fuera un sueño, una ilusión. Voy a chocar, romper ventanas, trizar autos, golpear ancianas en la cara. Voy a tener alas verdes de puntas filosas porque los nervios me quitan la humedad, me hacen un pájaro marchito, pinchoso y afilado. O peor todavía, se me van a caer las plumas, andaré pelada por la vida y tendré que vivir pegada al piso, a las alcantarillas, entre las ratas, haciéndome la amiga cuando no las soporto. ¿Escucharon un caso similar? ¿Saben quién puede ayudarme? Se hace de noche y yo me pongo como loca. Me aprieto fuerte pensando hoy sí, esta noche sí, pensá en positivo, pero pasa el tiempo y sale el sol otra vez detrás de los edificios y yo sigo despierta, con los ojos atorados en el medio de mi cabeza, el pico amargo, con calores bajo las plumas, con patas heladas, alerta. 

Les digo: hoy no quiero. Hoy no, otra vez no. Quiero dormir.

Me paso el día esperando que a la noche vuelva a invadirme el insomnio. Me privo de tomar una siesta cuando hay luz porque no quiero desequilibrar mi sueño. Tengo que aguantar hasta que oscurezca, pero cuando ya es de noche, se me van las ganas y me brotan los pensamientos. 

Y si duermo y no me doy cuenta, y si sueño que estoy durmiendo y vuelvo a soñar otra vez en el sueño. Y si desaparezco en ese sueño. 

Díganme, ¿saben adónde ir? ¿A quién preguntarle? ¿Quién me puede ayudar?

 

Permiso, le digo al aguilucho.

Corro el nylon y entro a una alcantarilla oscura, un pasadizo oculto al ojo libre de urgencia. Encuentro pequeños huesitos que me marcan el camino a lo largo del túnel. Sigo paso, pensando que esto es una pesadilla, pispeando de vez en cuando por las rendijas que aprietan el concreto encima de mí: semáforos, autos, un autobús sigue de largo sobre mi cabeza. 

¿Trajiste?, escucho que me dice una voz ronca.

Él saca su pico hacia la luz circular que dibuja una rendija abierta. 

Sus plumas parecen hechas de madera. Un pájaro de palo con garras. Abre sus alas para pedir que le responda, para intimidarme.

Le entrego la pata de pollo que encontré a medio comer en la basura. Lo toma con cuidado mientras todo el piso nos tiembla. Él espera que pase el tren debajo de nosotros para continuar.

Me adelanto: me dijeron que venga aquí, que aquí estaba la cura a mi insomnio. 

Guarda silencio y me mira con desdén.

Vas a seguir caminando, por allí, por lo oscuro. Vos seguí andando. No vas a ver nada y después no vas a escuchar nada. No tengás miedo y no pegués la vuelta. Seguí. No mirés atrás, no te detengás ni hagás ruido. Seguí caminando. Lo que necesitás, lo que estás buscando, lo vas a encontrar al final, pero sólo si nunca dejas que te gane la duda. 

¿Sabe usted curar?, le pregunto. ¿Sabe qué me pasa?

Yo solo cuido la entrada y doy instrucciones. Lo demás depende de vos. 

 

La luz se pierde de forma instantánea. Avanzo. Poco a poco dejo de escuchar el tráfico, las personas, las vías que están debajo. Sigo paso. 

El suelo deja de ser firme y se hace terso, fibroso. Empiezo a sentir pelos gruesos, una capa felpuda que deja hundir mis patas a medida que camino. Agito el cuello con fuerza hacia adelante para no perder el equilibrio, para no detenerme. 

¿Y si esto está vivo?

El aire es más liviano aquí. Disperso, diría. Creo que si abro mis alas y las agito no podría volar. No podría mover nada.

No tengo de qué sostenerme, no tengo dónde flotar.

Sigo paso por el túnel oscuro, cada vez más frío, pensando que me engañaron, que a lo mejor esperan mi carne aún palpitando al final de este camino. Habrá una boca, unos dientes, saliva y colmillos.

La oscuridad es total.

Entonces, escucho un ruido. Un goteo o quizás un objeto que cae. Es un paso. Una pata y después otra pata. Flacuchas. Escucho un ala. ¿O será la brisa?

La oscuridad se disipa porque noto un cuerpo pequeño que viene hacia mí.

De cuerpo gris y cuello verde. Verde intenso.

Me hago a un costado sin intención de detenerme. Esas fueron las instrucciones. No detenerse. Seguir sin importar lo que ocurra.

Veo que ella quiere hacer lo mismo.

Se acerca. Está frente a mí. El color verde de sus plumas se le ha subido al pico y le toma el pecho también. 

No me detengo mientras la veo acercarse. Mis patas ignoran el paso que se repite justo a mi lado.

Tuerzo mi cuello en ese momento, al cruzarnos, y ella también lo hace. 

Veo en las bolitas que brillan a cada lado de su pico un resplandor, la punta de una llama. Ella sigue. Yo también.

La luz se aclara cada vez más, el sonido de la calle regresa, el piso sólido vuelve a temblar como antes. Yo camino hacia adelante como lo hice desde un principio.

El aguilucho termina de picotear el hueso cuando me ve salir.

Andá a tu casa, me dice. Y no vuelvas.

 

Esa noche soñé que era insecto. Volador y con antenas. Me ponía sobre una flor y luego bajaba a la tierra para buscar alimento. Me entretenía con las lomas de barro y las piedritas. Hasta que venía un animal alado, de nervios gruesos y dedos anillados. Se paraba junto a mí y bajaba su pico hasta enterrarlo a mi alrededor. Me levantaba y dejaba que lo viera mi rostro, mi cuello, mis ojos antes de tragarme y quemarme en su fuego.

 


Ilustración de David Cleves

 

NOTA DE LA EDITORA: No puedo dormir y la ilustración que lo acompaña, forman parte del libro ilustrado inédito del escritor Guillermo Severiche y el ilustrador David Cleves.

David Cleves es un artista visual, ilustrador y escritor colombiano. Ha desarrollado producciones editoriales de cuentos y novelas cortas. Actualmente vive en Francia donde se desempeña en el campo de la edición e ilustración de libros y revistas para todo público. Su trabajo ha sido expuesto en diferentes ferias y exposiciones en países como, Italia, Francia, Estados Unidos, México y Colombia. Ha trabajado como ilustrador para distintas publicaciones de la Editorial Norma, L’initiale, Revista Semana y fue ganador de un estímulo del Ministerio de Cultura de Colombia por su libro ilustrado, Que sea lo que Dios quiera(2020), publicado por La Jaula Ediciones.