Ilustración: Trough Many Rooms, Elsa Muñoz
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A principios de septiembre, El BeiSmAn PrESs publicó Nombrar el cuerpo de María Mínguez Arias, obra híbrida que abarca distintas épocas de la autora. Partiendo de un ejercicio memorialista entra en comunión con su cuerpo a través del ensayo y la exploración poética. Mínguez Arias hace una pausa a sus 50 años para escuchar su cuerpo de mujer queer, inicia un viaje al interior y reconstruye su vida a partir de la intervención quirúrgica, la electrocución, el periodo, la maternidad, el viaje, la lengua, el vómito, la pandemia y otros traumas que le han causado una herida. Nombrar el cuerpo es un libro propositivo, creativo y sublime. A los lectores de El BeiSmAn les compartimos un adelanto del libro que, sin lugar a duda, nos invitará a observar nuestra relación con la cuerpa. ~Maya Piña
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Y en el sexto año de vivir en Estados Unidos el cuerpo dijo We are going to be ok. Así, en inglés, y le tuve que creer porque para entonces yo ya lo había dejado prácticamente todo para quedarme aquí con una mujer. Bueno, todo menos el idioma, que como una línea intravenosa me iba nutriendo de todas mis Españas: la recordada, la presente —extraña y alejada— y la soñada. Al idioma me agarré como pude, me hice traductora. Y el idioma, agradecido, aguantó estoicamente mientras iba perdiendo su lustre, hasta que por fin me senté a escribir con la disciplina que da la sed de años de irlo dejando por anteponer la vida a la escritura como práctica. Como el cuerpo no me dio para ejercer muchas cosas a la vez y ante la posibilidad siempre presente de morir joven, preferí morir sin haber escrito a hacerlo sin haber acompañado y criado hijes. Así que aquí estoy: viva, madre de dos adolescentes y trabajando en mi segundo manuscrito, con la línea intravenosa bien colocada sobre la vía venosa central, la que lleva al corazón que, cuando puede, todavía palpita en castellano. Pero sí, el cuerpo, clarividente como tantas otras veces, me lo dijo en inglés y a mí se me abrió el panorama de la existencia como si de repente me quitara de los ojos la venda de la experiencia migratoria y se hiciera la luz: I was, por fin, going to be ok.
El cambio de idioma en las conversaciones entre mi cuerpo y yo (también conocido como monólogo interior) es bastante habitual, aunque suele depender más bien del país en el que estoy en el momento del diálogo. Lo normal es que sea en inglés cuando estoy en Estados Unidos y en castellano cuando estoy en España. Cuando vuelo a casa (que es siempre, porque en mis vuelos, vaya a donde vaya, siempre estoy regresando) hay un punto lingüísticamente equidistante que coincide con el momento en el que me subo al vuelo, ocupado en su mayoría por hablantes nativos del lugar de destino (si es a Dallas, Philadelphia o San Francisco, el avión irá lleno de angloparlantes; si es Madrid, irá lleno de castellanoparlantes). En el momento que pongo el pie en la cabina y escucho el parloteo nervioso de los pasajeros, mi cerebro cambia de registro y continúa en el otro idioma como si nada: el cambio es automático e inconsciente, como un reflejo muscular del cerebro bilingüe. Algo parecido me ocurre con los sueños: en Estados Unidos sueño en inglés y en España sueño en castellano. Lo que me lleva a preguntarme, si la mayoría de mis días transcurren en inglés, ¿por qué sigo fabulando en castellano después de veinticinco años en este país? En palabras de la escritora y editora mexicana residente en Estados Unidos, Maya Piña: “allí en California, prácticamente sola escribiendo en español, ¡en tu propia lengua te sigues yendo, María! ¿Por qué?”
Al principio, escribir en castellano me sirvió para no renunciar a la única manera que tenía de ver y de plasmar el mundo, pero con el tiempo se convirtió en una especie de retorno convocado desde la página en blanco. Así surgieron los primeros relatos escritos aquí en Estados Unidos en los que nunca aparece el inglés, en los que no asoma ni una pizca de mi vida en California, en los que siempre estoy regresando a España porque me niego a marcharme del todo; como si mi experiencia con la escritura continuara ininterrumpida por la fractura de la emigración. Me pregunto si la emigración, como el duelo, también cuenta con sus propias fases y aquellos primeros textos formarían parte de esa primera etapa, la de la negación; que coincidiría a su vez con lo que el escritor y editor argentino afincado en Estados Unidos, Fernando Olszanski, denomina la literatura del desarraigo —la escritura que todavía tiene esa fuerte conexión emocional con el terruño. Imagino que esa fase de negación o de síndrome de abstinencia, según se mire, me habría durado más de no haber sido por el nacimiento de nuestra hija, que ocurre, y esto no es casualidad, al séptimo año de mi llegada. Es decir, al año siguiente de darme cuenta de que I was, por fin, going to be ok.
Al final será verdad eso que dicen de que tener hijes es como echar raíces. De hecho, las mías no empiezan a crecer en el subsuelo de esta tierra hasta el nacimiento de nuestra hija. A partir de ese día, y muy gradualmente, su país empieza a ser el mío.
Durante los años siguientes, en los que también nace nuestro hijo y apenas tengo tiempo para la escritura, fabulo un tanto desubicada: no sé dónde asentar a mis personajes, ni quiénes son, ni de dónde vienen, ni a dónde van. Esta etapa coincide con los años de maternidad más intensos, durante los que quiero escribir, pero no sé ni por dónde empezar ni de dónde sacar la energía para hacerlo, así que, muy consecuentemente, no lo hago y me dedico a maternar, eso sí, desde mi idioma, desde mi cultura, desde mi país.
Se puede decir que nuestros hijes crecen en un hogar atravesado por diversas migraciones y, por lo tanto, plurilingüe, multicultural y multipensante. Para empezar, las cuatro somos hijes de inmigrantes: mi compañera de emigrantes portugueses; yo, de emigrante estadounidense y mis hijes, obviamente, de emigrante española. Es más, es muy posible que el centro gravitacional de la experiencia migratoria en esta casa sea yo misma: biznieta de emigrante (Navarra-Arizona-California), nieta de emigrante (Galicia-Habana-California), hija de emigrante (California-Madrid-Guadalajara) y emigrada (Guadalajara-California).
No me extrañaría nada que la experiencia migratoria intergeneracional se detuviera conmigo, que nuestros hijes, de poder elegir, decidieran quedarse cerca porque han mamado de las madres y de las abuelas las consecuencias del desarraigo y lo que recordarán, además de la riqueza que aportó a sus vidas, será la nostalgia, la melancolía navideña y los suspiros de las que se marcharon para seguir regresando con las palabras, la música, los sabores, los olores.
Mi escritura se ubica en ese centro gravitacional donde convergen, además de mi identidad de migrante, mis identidades de mujer queer, de madre y de ocupante de un cuerpo doliente. Si el cuerpo es el límite de todas mis experiencias, entonces ¿qué papel juega mi experiencia corporal en mi escritura? ¿Qué papel juega en mi idioma? ¿Cuál es su rol? ¿El de delimitar o el de incentivar el lenguaje? ¿O es el lenguaje el que delimita o incentiva el cuerpo?
Disidir 1. Separarse de la común doctrina, creencia o conducta.
Si considero mi experiencia corporal desde la disidencia territorial y lingüística, desde la disidencia sexual, y desde la maternidad y el cuerpo fisiológicamente disidentes, no me queda otra que apuntar a las orillas o a los márgenes como el espacio que las aúna. Dicho de otro modo, en los vértices de la realidad común y en los lugares de desamparo se ubica esta escritora, y desde esos espacios nacen sus identidades y su escritura.
Visto así, mi escritura y mi lenguaje no son más que herramientas para vestir y comunicar esa experiencia a la que no siempre se le ajusta la palabra común. Puede que de esa búsqueda nazca este manuscrito tan híbrido, de mi deseo de proyectar sobre la página escrita la experiencia de habitar un cuerpo orillado. Tal vez de esa búsqueda surja también mi necesidad de escribir en español “prácticamente sola en California”, como una forma de seguirme yendo y por lo tanto, de regresar; pero también como una forma de reencontrarme con la tierra de mi madre, de mis abuelas, bisabuelas y tatarabuelas: las que vivieron en español. Porque sí, mi idioma también es americano del norte. Y, sobre todo, como una forma de poner el foco sobre la realidad de que hay narrativas que no logran ajustarse a ciertas vidas y que, por lo tanto, hay que inventarlas.
Si como escribe Rosa Montero en su libro autobiográfico sobre la escritura y la imaginación, La loca de la casa, “la esencia de la locura es la soledad”, y los locos son “los exiliados de la realidad común”, entonces yo vivo y escribo desde la locura: una locura manejable, pero locura al fin y al cabo. Y, sin embargo, entender que nunca vas a llegar a pertenecer del todo a un lugar o a un espacio tiene su punto liberador, porque la orilla también es el territorio de las posibilidades y de la esperanza, el territorio del “Contamíname” que cantaba Ana Belén, el de la mezcolanza y el del enriquecimiento de la experiencia humana.
“Los márgenes no son hermosos y se juegan en otro sitio”, escribía Almudena Grandes en su última columna para el diario El País. Qué verdad tan grande. No lo son, pero pueden llegar a serlo, pueden ser hermosos y gozosos y luminosos. Me gusta pensar que esa es la orilla en la que vivo, en la que me siento más cómoda, en la que el dolor a veces rompe, pero desde la que poco a poco, hombro con hombro, las orilladas vamos ensanchando la realidad común y sus narrativas.
Después de todos estos años en Estados Unidos puede que sueñe en inglés, pero la esperanza la sigo albergando en español. Una esperanza que, además, entre otras muchas cosas, es mujer y es queer.