El violinista en el tejado: conversar con un Dios sordo

 

Un niño (un prodigio llamado Drake Wunderlich) se desliza por la calle en una patineta. Podemos escuchar la música pop que emana de los enormes audífonos que lleva puestos. Se detiene frente a un enorme y misterioso portón, del que saca un estuche, del que hace brotar un violín y el pequeño comienza a tocarlo. Las notas familiares del “violinista” rebosan el recinto. Del mismo portón emerge Tevye, el maravilloso Steven Skybell, quien con increíble tempo cómico e impresionante voz, da vida al humilde lechero que lucha por entender su pobreza y la rebeldía de sus hijas, sin hacer enojar a Golde, su sagaz mujer.

El violinista en el tejado, basada en el libreto de Joseph Stein, con música de Jerry Bock, letra de Sheldon Harnick y la coreografía del gran Jerome Robbins, es (IMHO) el equivalente de El Padrino en teatro musical. Es, en síntesis, la historia de una familia. Corre el año de 1905, en el shtetl judío de Anatekva, en Rusia, los zares están perdiendo popularidad y el nuevo siglo trae aires de cambio. Tevye y Golde son padres de cinco hijas, y lo único que a la madre le interesa es sacarlas de la pobreza casándolas “tipo bien” con la ayuda de la casamentera del pueblo (la brillante y simpatiquísima, Joy Hermalyn). La historia también hace alusión a los temas de comunidad y terruño. Temas universales que también, como lo menciona Barry Koski (su director), son muy específicos, pues es la única manera de tocar las cuerdas emocionales que nos hace, como espectadores, identificarnos con los personajes. El pequeño violinista, con sus jeans y sudadera verde, que aparece ocasionalmente en escena, es el futuro, la señal de los tiempos por venir, y los tiempos, siempre están cambiando. La fe de Teyve es lo que le permite seguir luchando por sobrevivir y con frecuencia, cita “el buen libro” y conversa con un dios que parece no escucharlo. 

Confieso que llegué al teatro con pocas expectativas pues jamás había visto la obra y alguna vez traté de ver la película de 1971 y le cambié a los 20 minutos, pero nunca imaginé que esta puesta en escena me impactara de la manera en que lo hizo. Sobre un fondo mostrando un bosque invernal, una pila gigantesca de armarios antiguos gira sobre el escenario. De sus puertas, entran y salen los actores, entre explosiones de aplausos cada vez que un número musical termina, dando la impresión de un juego de serpientes y escaleras. El escenario se abre para acomodar las coreografías multitudinarias que destacan las danzas masculinas. La música nos envuelve desde el primer número, “Tradition”, donde Teyve nos trata de convencer sobre la importancia de la tradición, pasando por “Matchmaker”, “If I Were a Rich Man”, y continúa en un crescendo hasta llegar al último, “Anatekva”, donde la familia abandona su pueblo tras ser expulsados por el zar y lo único que queda es la nieve que cae sobre el suelo. Las tres hijas mayores se rebelan contra el padre, cada una presentándole un reto más complicado que el anterior, hasta hacerlo explotar. Sin embargo, al final, como todo buen padre, las perdona y con optimismo, acepta “lo que dios le ha dado” y sigue adelante, motivado por la nueva tierra prometida que es América.

El Lyric Opera triunfa al presentar una obra que resuena a través del tiempo, en “un espectáculo que en un teatro normal no podría lograrse dada la cantidad de actores en escena” aseveró Barry Kosky, director de la obra. La grandiosidad del recinto, la música de Bock, las coreografías impresionantes de Jerome Robbins, el gran papel que es Teyve, todo eso y más, es de lo que están hecho los clásicos. Para eso va uno al teatro. A perderse en los problemas de otros, a estremecerse con la música, a llorar con los personajes, a ver nieve artificial caer y esperar a que todo se resuelva favorablemente. ¡Imperdible!

 


 

Fiddler on the Roof se presenta hasta el 7 de octubre de 2022

Director: Barry Kosky

Idioma: Inglés

Duración: 3 horas 15 minutos con un intermedio

Lugar: Lyric Opera House

Fiddler on the Roof | Lyric Opera of Chicago