1.
El Putas dejoÌ ver la jota de espadas, luego la de corazones, luego la de treÌboles y al final volteoÌ la de diamantes. DespueÌs masticoÌ un slice de cheese pizza de la caja de Little Caesar y dijo que se los habiÌa culeado otra vez. Luisito tiroÌ dos billetes de diez sobre la mesa y el Chuy se levantoÌ. Iba al baño: esa pizza pareciÌa cartoÌn mojado con sal y oreÌgano, le habiÌa revuelto el estoÌmago, y mientras recorriÌa el warehouse con la mirada: las tres camas destendidas, maletines abiertos de donde escapaban medias, calzoncillos, camisetas y jeans, alzoÌ la voz para que fueran pensando queÌ hacer con el regalito de la otra habitacioÌn antes de que llegara Busanca, no queriÌa que encontrara esa mierda asiÌ.
—Hace tres fines de semana comes gratis, mucho malparido —reclamoÌ Luisito—. Voy a revisar esas cartas, las debes tener marcadas.
—Deja de hablar basura, man, y pensemos qué hacer con lo que tenemos en la otra habitacioÌn, ya oiÌste al Chuy.
En la otra habitacioÌn, un foco desnudo colgaba de un alambre y salpicaba un hilo blanco mortecino sobre un cuerpo atado a una silla, con la cabeza vencida hacia adelante, como muñeco de trapo, y brochazos de sangre en los poÌmulos, el mentoÌn, la camisa azul, el pantaloÌn gris y las manos.
I.
—Mi nombre es Mike Cana y soy su abogado de oficio.
—¿SeriÌa molestia que me sirvieran un cafeÌ, señor Cana?
—Veamos si el guardia le puede traer uno de la maÌquina.
—Gracias. Llevo dos diÌas sin dormir.
—AceÌrquese maÌs, por favor. Toda esta conversacioÌn seraÌ grabada y la utilizareÌ de testimonio para armar su defensa.
—Ok.
—Por doÌnde empezamos, señor Marchena, por doÌnde… ¿El Mutiny? ¿Los bandidos? HaÌbleme del Mutiny Hotel. Tengo en su expediente algunos recortes de prensa donde se le identificaba como asiduo concurrente.
—¿Del Mutiny? Muéstreme.
—AquiÌ tiene.
Cuando Coconut Grove alcanzoÌ su maÌximo apogeo como ciudad cultural y chic entre los años sesenta y setenta, un hotel boutique muy particular abrioÌ sus puertas. El Mutiny —se llamoÌ asiÌ— rompioÌ esquemas con los nombres exoÌticos y eroÌticos de sus suites, con la decoracioÌn de lujo y glamour, y ya para los años ochenta era el punto de encuentro y vida nocturna nuÌmero uno en Miami y el paiÌs. La maÌxima atraccioÌn y tentacioÌn que ofreciÌa la ciudad. Fue en el Mutiny donde los famosos y legendarios Cocaine Cowboys convirtieron a Miami en la puerta de entrada de la cocaiÌna a los Estados Unidos; y en las mesas del bar, en la terraza al aire libre con vistas a la bahiÌa, se sentaban actores, poliÌticos influyentes que les susurraban cosas al oiÌdo a las cheer leaders de la Universidad de Miami, banqueros, modelos, policiÌas, imitadores de Sonny Crockett que vestiÌan de blanco y calzaban alpargatas —era la eÌpoca dorada de Miami Vice—, conspiradores contra la dictadura de Fidel Castro y liÌderes de las fuerzas contrarrevolucionarias nicaragüenses, entre las que se destacoÌ la banda de traficantes de armas “Los Bandidos”, con su figura clave, Hernando Marchena, y circulaban maletines llenos de fajos de cientos de miles de doÌlares que entraban en manos de uno y saliÌan en manos de otro. Las rubias platino se vendiÌan al mejor postor y era el lugar donde maÌs botellas de Dom Perignon se destapaban cada noche.
—Ahora empiece, señor Marchena, con los bandidos del Mutiny. Lo escucho. Estoy grabando.
***
Miami, 1984
Feb 4
Duncan y Marchena no necesitaban anunciarse en el Mutiny: el manager, Thompson, teniÌa oÌrdenes de habilitarles una mesa con vista a la bahiÌa asiÌ tuviera que desalojar a Julio Iglesias o Liza Minelli. Los viernes, el Lincoln con cristales blindados de Duncan se estacionaba en la rampa del valet, y el chofer, siempre de negro, abriÌa la puerta para que Duncan bajara con su traje azul marino, cabellera cenicienta y camisa blanca. Minutos despueÌs apareciÌa Marchena en colores pastel, pantalones de lino blanco y alpargatas. Estrechaban manos en el lobby y el host los llevaba hasta su mesa con vista al mar.
La influencia cubano-sovieÌtica era el caÌncer de LatinoameÌrica y el despacho en Washington, para el que trabajaba Duncan, le habiÌa asignado rescatar a Nicaragua de las manos del Frente Sandinista de LiberacioÌn Nacional para detener la propagacioÌn de esa enfermedad. Duncan habiÌa llegado a Marchena —o Marchena habiÌa llegado a Duncan— por los contrarrevolucionarios a quienes apoyaba la Casa Blanca, que operaban desde Miami y cuya cuÌpula se habiÌa encargado de adiestrar a Marchena como uno de sus principales puntos de apoyo.
El deal entre Marchena y Duncan era simple: Marchena se encargaba de surtir de armamento a las fuerzas contrarrevolucionarias en Nicaragua y Duncan le entregaba a cambio cuatro maletines con doÌlares, cada uno con doscientos mil, dinero con el que Marchena conseguiriÌa las armas, pero, ademaÌs, gestionariÌa una aeronave para el transporte que partiriÌa desde el Miami International Airport algunas veces y otras desde el aeropuerto de Fort Lauderdale. Duncan garantizaba que las autoridades de inmigracioÌn y aduanas se hariÌan los de la vista gorda con los controles de seguridad en los aeropuertos y permitiriÌan al avioÌn partir sin ninguÌn tipo de revisioÌn. Lo complicado era el punto de aterrizaje. No era posible llegar hasta Nicaragua con esos aviones cargados de rifles y explosivos: el arribo debiÌa hacerse en cualquier punto clandestino de Costa Rica y desde alliÌ transportar el cargamento por viÌa terrestre y cruzar la frontera de Peñas Blancas.
2.
HaciÌa un mes que el Comanche, Clarita, el Cara de Jeva y el Yanki no se reuniÌan en el Sweet Dreams y no lo habiÌan querido postergar maÌs. A pedido del Jeva, el Comanche se puso al mando de la cocina, a preparar arroz con pollo, con su infaltable vaso de fiesta, que no era otra cosa que ron con Coca Cola y un toque especial Comanche Style. TardoÌ, pero valioÌ la pena: le habiÌa quedado delicioso, como el que preparaba la mujer de David, el mejor amigo del Cara de Jeva en Cuba, dijo el Cara de Jeva. Era la cerveza, seguÌn el Comanche, bañaba el arroz en cerveza para que se cocinara en ella.
El Yanki habiÌa sido el maÌs entusiasta con la reunioÌn, porque queriÌa contarles que se habiÌa contactado con los escritores de la revista RevoÌlver. Luego de que el Comanche, lector devoto de la RevoÌlver, le prestara unos ejemplares para que la leyera, se reunioÌ con ellos en el bar Al Capone. Fue difiÌcil ubicarlos: eran indocumentados, no teniÌan ninguÌn “contact us” en la revista, y mucho menos una web donde encontrarlos. Primero tuvo que ir a South Beach un par de veces. Por recomendacioÌn del Comanche pasoÌ por el Ilusiones, donde el Consorte, que era quien se haciÌa cargo de la barra de ese cafeÌ-billar, conociÌa todo el underground del barrio, y este le concretoÌ una cita alliÌ mismo con el Wild Cat, uno de los editores. El Wild Cat lo invitoÌ al Al Capone a que conociera a los otros RevoÌlver. En ese bar se reuniÌan a discutir los temas de la revista.
—That night was awesome —dijo el Yanki—. Tocaba una banda en el bar, Pistolas Rosadas, and he doesn’t know anything about rock en español, pero the band was good.
El Yanki queriÌa escribir en la revista y el acuerdo al que llegaron fue que escribiriÌa una columna mensual. Las primeras seriÌan sobre el Miami afroamericano desde los inicios de la ciudad hasta las deÌcadas de 1950 y 1960. Se habiÌa hablado poco del tema y habiÌa mucho que contar al respecto.
—Eso suena de pinga, mi socio, ¿pero tuÌ puedes escribir bien en español?
El Yanki los escribiriÌa en ingleÌs y el Wild Cat los traduciriÌa.
El Yanki sonrioÌ: en esas revistas nadie pagaba nada, pero eran necesarias para hacerse un nombre y ganar lectores. Un paso obligado.
—El barcito que comenta suena interesante, parce, con banditas en vivo. Falta eso por acaÌ —dijo Clarita y se levantoÌ a recoger los platos.
El Comanche aseguroÌ que era el mejor bar de la ciudad. Antes habiÌa otro, el Hemingway, que le gustaba maÌs, pero lo cerraron.
DespueÌs de dejar los platos sucios en el lavadero, Clarita encendioÌ la cafetera y le pidioÌ al Yanki que sacara la leche evaporada de la nevera para que el Cara de Jeva preparara el cafeÌ, porque el cafeÌ con leche evaporada que preparaba el Jeva era el mejor de Miami.