Los libros de los otros (Adelanto novela)

Esta mañana cuando me acomodé en el escritorio para garabatear en mi cuaderno, mientras buscaba mi aparato para poner música, sonó el teléfono. Era Benjamín, ¿Qué haces, ma? ¿Dónde andas, ma? ¿Encontraste algo divertido hoy, ma? Mi hijo me controla. Quiere saber lo que hago, cómo arreglo, si avanzo. Voy yendo, dije, molesta. ¿Qué te preocupa, hijo?, seguí agresiva, ¿que llegue el tal Richard y se dé cuenta de que su madre es una mujer disfuncional?, ¡daaa! ¿Cuál es tu obsesión con mi vida, con el orden, con la limpieza? ¿O es que tú y tu hermana tienen miedo de que me muera y sean ustedes los que tengan que bregar con mis cosas? Dime, ¿es eso? ¿O es su temor a sobrevivir con la culpa de no haber hecho algo a tiempo? No habló. ¿Quién escribe esta historia? ¿Yo sacando mi mugre o ustedes con la higiene que requiere tener una madre modelo? Y para engañar a quién, dime, si nunca lo fui ¡ni lo soy ahora! Maaa, escuché su voz desde el fondo del teléfono, y no lo dejé seguir. Si algún papel me tocó hacer en la vida y fracasé, fue ese. Y no por ustedes, hijo. No. Ustedes no son malas personas, pero yo no supe, no pude, no conseguí que el amor me saliera pulido, inteligente, sabio. Maa, intentó interrumpirme otra vez… Ahora no puedo hacer que me salga ordenado, prolijo, limpio. No pude sostener la prudente distancia con ustedes, fue mucha o no la hubo, no supe callar ni dar el consejo ecuánime. Má, no es control. A veces creo que piensas mucho. Cierto, la soledad no ayudó, pero lo de ser mamá siempre me quedó grande. Ma, escúchame… No lo dejé hablar. ¿Por qué crees que tu hermana no puede hablarme? ¿Por qué tu desconfianza, hijo? Tienes que revisar todo lo que hago porque no me crees. No me tienes confianza. Dejemos aquí. Ahora no puedo seguir hablando. Colgué. 

Gloria debe tener entre los 35 y 40 años, posee una hermosa piel de cobre y ese porte desafiante y enérgico de las mujeres caribeñas. Llegó temprano, la pobre ha sacado tanta basura… Pero todavía no le he dado el visto bueno para tocar los periódicos, las revistas, los juguetes de los cuartos, los computadores y los zapatos. Descolgó las mantas de las puertas y, por sugerencia de Benjamín, hace una lista donde anota las cosas que hay que arreglar: puertas, ventanas, alfombras, pintura. Ella también lleva un inventario. Según me dijo, del suyo se hará cargo mi hijo. La única condición que les he puesto es que de esta casa no sale nada sin mi permiso. 

Síndrome de Diógenes, me dijo Gloria cuando me vio tomando el café. ¿Qué?, bajé el volumen a Bach porque no la escuché. Así se llama esto, Beatriz, siguió hablando cuando notó que de mi aparato ya casi no salía música. Síndrome de Diógenes, así se llama. ¿Se llama qué, Gloria?, creí que me hablaba del aparato. Esto que le pasa, Beatriz. Esta necesidad de llenarse de cosas. Gloria no sabía que había elegido el peor momento para hablar de esto. Después de la conversación con Benjamín estaba irascible. Los años no me habían servido de nada. Soy enfermera, ¿sabe?, los últimos años en Caracas trabajé con personas que vivían solas y que a veces se les daba por acumular basura. Yo no quería escuchar la historia de esta mujer. Tampoco tenía ganas de otro diagnóstico. Me basta con el del analista al que veo una vez a la semana por pedido de mis hijos. Pero me callé. Tenía temor de que otra vez ese ser intransigente y grosero saliera al encuentro de Gloria, como había salido con mi hijo. No tengo justificación para quejarme, yo sola me puse en ese lugar y no me soporto a mí misma, no por culpa, sino por incomodidad, por vergüenza. En esos exabruptos me vuelvo alguien que no quiero ser, una persona que no reconozco, por eso cuando Gloria empezó a hablar guardé silencio, y ella siguió. En Venezuela… Entonces dejé de escucharla. Soy yo quien inicia, quien sigue, quien se deja llevar por el ímpetu de un genio torcido. Volví a mi hueco negro. Pensé que Diógenes era un buen nombre para el aparato y me dediqué a mirar las secciones de los diarios de los últimos días. Gloria hablaba de sus hijos, de que la madre se los cuida, de que el viaje, de que la necesidad económica y el limpiar casas. Gloria necesitaba explicarse y yo hice como que escuchaba, pero estaba lejos. Me preocupaba que me moviera los diarios nuevos y los sacara de ese espacio junto al teléfono donde yo los había puesto después de la conversación con Benjamín. Por eso estoy aquí, siguió Gloria con su perorata, y me sentí mal porque ella se dio cuenta de que no la escuchaba. Soy la soledad que creo y contra la que lucho. 

Al ratito mi hijo llegó con la cara larga y la camisa por fuera del pantalón. Gloria, con gesto de animal herido, se fue a limpiar mi cuarto. El hijo con cuerpo de hombre y alma generosa me dio un beso, le ofrecí café. Se sentó a mi lado a sorber el líquido humeante, sin mencionar la conversación que habíamos tenido hace poco. Benjamín, comencé yo, incapaz de pedirle perdón, ¿te acuerdas de que cuando empezaste a estudiar bibliotecología te contaba la historia de Alan, mi colega? Sí, el tipo que consiguió empleo en una oficina del Estado, en Long Island. Su candidez y generosidad me dolían como solo pueden doler las alegrías. Su tarea era catalogar documentos y armar la biblioteca de la institución, ¿cierto? Sí. Y estaba feliz cuando aceptó el trabajo. Me costaba hablar porque sentía el nudo de mi ofensa en la garganta y, sin embargo, no podía disculparme. Me acuerdo, ma. Después de un año o más lo encontramos en la playa y dijo que estaba frustrado, me acuerdo. ¿Cómo hace para quererme así? Yo hice el esfuerzo de seguir la conversación normal y mi mente se doblaba en dos, en tres, en cien, lo que decía mi boca, lo que pensaba y lo que sentía me ponía en un estado de ebullición. Alan nos contó que en la universidad había aprendido a repetir las categorías de organización, no a crearlas, no había podido armar el catálogo que le habían pedido y tuvo que renunciar. Cuando decidiste estudiar bibliotecología yo te volví a contar su historia, para enseñarte que ser bibliotecario no es ser un técnico. Ajá. Hasta que me salió, Perdóname hijo. Voy a ordenarme la vida. Lo prometo, pero no puedo hacerlo repitiendo un sistema de poner objetos en la repisa, en la caja, en la basura. Es más complicado. No revuelvas cosas que te ponen triste, ma. No sirve para nada. Es difícil, Ben. Aquí está mi vida. Son recuerdos que te aprisionan, ma. Pero cuesta, hijo. Hay cosas que no puedo resolver, la memoria me persigue y aunque yo sé que son fantasmas, tirar cosas no ayuda a deshacerme de ellos. No sé cómo explicarte, hijo. ¿Estás bien, ma? Asentí. Él tenía que ir a trabajar. Acabamos el café y dijo que me daría espacio, que no quería presionarme. ¿Sabes?, le dije antes de que se fuera, le he puesto nombre al aparato. Me miró sorprendido. Se llama Diógenes. El que guarda. Sonrió sin mostrarme los dientes, dio un respingo con su enorme cuerpo y se marchó.

 

A veces pienso que él no entiende que no tengo manera de contarme la vida. 

 

Al irse, Gloria había encontrado una manera de vengarse. Dejó una caja grande con cosas dentro. Me pidió que mirara porque pesaba mucho. Entre las cosas encontré una caja de metal donde guardaba la correspondencia con Paco. Las cartas estaban dispuestas en orden cronológico y separadas en bultos atados con ligas de goma. Eran insignificantes bultos de papel, nidos abandonados que mostraban el implacable rigor del tiempo. Como mi cuerpo. 

Me envolví en un chal y salí al porche, sabía que tenía algunas horas antes de que llegara Albert. Me acomodé en mi mecedora, hice que Diógenes tocara a Duke Ellington y empecé a leer.