Crónica de Keila Vall de la Ville

 

Archipiélago

 

Dicen que vengo de una familia de mujeres. De una familia de mujeres fuertes.

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Conocí la palabra independencia en el curso Historia de Venezuela. Las imágenes que la acompañaban: un general sobre un caballo alzado en dos patas. Un grupo de hombres con cintas tricolores brillantes terciadas al pecho, y medallas. Muchas medallas doradas. Esos varones sentados alrededor de una mesa, celebrando la firma de un documento formulado, claro, por ellos mismos, declarando independencia.

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Un día mi abuela declaró que era preciso ser independientes. Se trataba de una formulación, un proyecto a ejercer, un derecho progresivo. Lo declaró en la mesa redonda de la cocina. Aparte de mí, no había nadie más.

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En una de las fotos antiguas parece con una corona, un lazo grande en el cabello oscuro. Lleva un traje color perla, o blanco. Es difícil saber pues la foto es color sepia. La pose en apariencia tan estudiada, las sombras muy definidas y oscuras entre los pliegues brillantes del vestido, y el sinfín neutro, delatan la locación: la joven ha sido fotografiada en un estudio profesional tal como era usual a principios de siglo XX. Sostiene con delicadeza sus guantes blancos entre las manos. Debe tener 15 o 16 años. Su nombre es Teresita y a sus 44 tendrá una nieta que llevará mi nombre.

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De aquella chica posando y vestida color perla con guantes de raso en mano —acá tengo la foto, la línea que la atraviesa diagonalmente evidencia algún doblez indeseado y recompuesto a medias— aprendí sobre la determinación y su alcance, que para ser fuerte no es necesario alardear, y que es posible reformularse cuando todo parece perdido. De ella heredé el gusto por el té con leche y la sazón en la cocina, adopté una particular versión de la idea de progreso ganado a pulso a partir del trabajo intelectual, y aprendí que despertarse temprano es virtuoso. Al que madruga Dios lo ayuda. De su mamá, mi bisabuela Margot, aprendí a hacer flores de papel crepé, la importancia de la paciencia y el cariño por el silencio. Aprendí el valor más que social estético de la discreción, y que el mejor sentido del humor es subversivo.

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Digamos que aparece una cinta de celuloide en mi mano. Desplazo los cuadros y llego a esta imagen. El día en que me dio la luz, mi madre era una niña de 22 años. Desde el balcón de nuestro apartamento en el piso 19 del edificio Tamarindo, las dos éramos testigos del paso del sol incidiendo en las piedras sueltas y mínimas del parque, en los árboles muy oscuros, en la rueda y el sube y baja. Abajo, al correr las piedritas se metían entre los dedos, entre la planta de los pies y la suela de las sandalias, que eran siempre blancas. No las elegía yo: los zapatos blancos no me gustan.

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El sube y baja me pellizcaba los muslos. La rueda: desenfreno imán, temor centrífugo, risas. Entras al mecanismo sabiendo que su duración es ilógica, una vez se detiene la diversión concéntrica, el mundo seguirá dando vueltas en tu cabeza por un tiempo más. El parque y la educación sentimental: desde los 5 me desentiendo del control, tomo afecto a la levedad, me preparo a esta no-pertenencia. La rueda. Me digo: ahí viene la rueda. Cierro los ojos. Me sujeto bien. Espero. Todo pasa. Todo se detiene alguna vez.

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Mi madre me enseñó sobre el desapego como anuncio del miedo más feroz. Años más tarde, desplazo la cinta 35mm, mi madre me dijo: si vas a saltar en paracaídas, no me lo cuentes antes.

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De mi abuelo aprendí la dulzura. Del primer padre aprendí lo esquivo. De mi verdadero padre heredé la lectura y la escritura: este trabajo oficio trasnocho esta manera de mirar(se) escuchar(se). Tenía una máquina de escribir Olivetti. La llamaba con orgullo La Olivetti. Por imitación, de él aprendí la utilidad de las madrugadas, y a teclear con fuerza.

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En Venezuela venir de una familia de mujeres es lo más natural del mundo. Lo es. En Venezuela venir de una familia de mujeres es sospechoso. Resulta amenazante.

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Decía mi novio italiano, no me molestaré en buscar su foto, que mi problema era genealógico. Sólo se interponía entre mis 15 años y sus 28 mi familia de mujeres. Nos faltaba docilidad, decía. Las mujeres de tu familia parecen hombres, puntualizaba. Un día se estalló un plato de espagueti Napoli en la cabeza. Hubiese sido gracioso, los hilos de pasta chorréándole la cara y su propia expresión de asombro, como preguntándose ¿realmente fui capaz de esto? Los espaguetis deteniéndose por un instante en sus hombros antes de continuar su inevitable recorrido hasta el suelo. Hubiese sido gracioso si no hubiese sido aterrador. Y hubo más. La última noche me encerré en un baño y a pesar de los golpes a la puerta solo decidí salir con los primeros rayos del sol para no volver jamás.

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Hay distintas formas de independencia.

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Si un día te lanzas en paracaídas no me lo cuentes antes.

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Normas del buen hablante y del buen oyente.

 

Manual de uso parte I:

En la universidad el género es irrelevante. Importa lo que piensas. Aprendes el lujo del discurrir, te dejas llevar por las ideas, sin control las ves aparecer.

 

Manual de uso parte II:

En el resto del mundo defiéndete con las garras. Eleva el volumen de la voz. Aprende a sintetizar —o a excusar— el pensamiento archipiélago si es que así funciona el discurso en tu cabeza. Lucha contra ti misma. Ve al grano. Sé pragmática.

Si tienes que gritar para ser escuchada, grita. No deseas aprender esto pero lo haces. Algo ha sido fracturado.

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Un pensamiento archipiélago salta sin vértigo de una idea a otra en apariencia inconexa, y pronto gracias al discurso —esa alquimia— se conforma en algo más. Es necesario escuchar con atención el pensamiento archipiélago. De lo contrario las ideas quedan huérfanas, rezagadas ante la falta de atención.

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Siempre encontré sospechosa la separación por género de los espacios arquitectónicos. Las mujeres a la cocina, los hombres a la sala. Desde pequeña me incomodó el corte limpio por género también en las mesas largas. La práctica escudada en unos supuestos temas comunes a cada lado. Lo que hay entre las piernas nada tiene que ver con lo que hay en la cabeza, pero la práctica sigue vigente sobre las patas de esa mesa de dos extremos distantes, uno más pesado que

el otro.

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Manual de uso parte III:

Si te cansas de alzar la voz y sintetizarte, ponte cómoda al lado frágil de las cuatro patas, búscate compañía.

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El distanciamiento geográfico por género comienza a interesarme. Aprendo a ejercerlo. Subversión. Se hace necesario pensar en esta palabra. No toda sedición es ruidosa.

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Desplazo la cinta de celuloide unos cuadros más. Tan parecido a Mick Jagger, el primer padre tenía un auto como el de Starsky & Hutch. Lo lavaba y pulía todos los fines de semana. Durante mis visitas disfrutaba ayudarlo, usaba una de sus camisas como protección y manos a la obra. Con el auto reluciente íbamos a la panadería. En las mañanas comíamos sánduches de baguette con queso crema y mermelada. En las tardes jugábamos Pac-Man, veíamos videos de Queen y bebíamos Coca-Cola. De cierto modo este padre era mi ídolo. De cierto modo odiaba su estilo, culpable del abandono. Yo era muy distinta a su familia nueva. Era rebelde porque mi mamá era independiente. Tienes demasiado carácter, decían.

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Frente a mí veo en el recuadro fotográfico a cinco autoras sentadas ante una mesa alargada de la Librería Altamira. Me han invitado a una lectura de autoras hispanas. El tema es la violencia de género. Digo algo sobre la violencia, de género. Una de las mujeres alza la voz, me interrumpe ¿con una sonrisa? y dice, me instruye: que quede claro. Nosotras somos femeninas, no feministas.

 

salva por ella o eso cree.

Este no es el lado de mi mesa, me digo. Continúo hablando sobre la violencia. De género.

 

 

De El día en que Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami (SEd, 2022).