El bosque rosa eléctrico

 

Ella se hace bolita en el suelo. Las baldosas presionan con fuerza contra su cadera y hombro, y su cabeza está en el tapete del baño. Respira. Espera. No se mueve. Le gustaría no volver a moverse jamás. Ella siente donde una huesuda rodilla hace presión contra la otra, ambas piernas dobladas en la posición en la que duerme. Pero ahora no duerme. Está alerta e inmóvil como un pequeño animal en la clandestinidad. Sus puños se aprietan contra el pecho. Al menos diez minutos han pasado desde que oyó la puerta principal cerrarse de golpe y la casa ya está tranquila. Abre sus ojos.

Él la dejó allí donde las fibras del tapete del baño le parecen un bosque rosa eléctrico. ¿Es de acrílico? ¿De nylon? Ella no lo sabe. Presiente que no durará mucho, aunque lo compró sólo hace unos meses. Sus cosas nunca duran mucho. Ella mira el borde donde las fibras baratas y las costuras mal hechas ya se están deshilachando. Pensó que el tapete haría que el baño luciera mejor, que haría juego con los paneles imitación azulejos de color rosa pétalo. Pero resulta que el tapete no combina bien y se ve peor que si ella hubiera elegido un color completamente distinto. La verdad es que lo compró porque era el menos feo que había en la tienda de todo a un dólar. Su estómago se aprieta. ¡Siempre tiene que tomar tales decisiones! Decidir cuál es la cosa menos antiestética, cuál es la opción menos mala, cuál es el pensamiento menos triste. Ella se permite suficientes pensamientos optimistas para salir adelante. No importa si son ciertos o no. Por eso el tapete.

Reenfoca sus ojos y mira la base del inodoro. Las cabezas no deben estar tan cerca de los inodoros; es una combinación antinatural. Pero la vida obliga a uniones extrañas. Macarrones y cátsup. Pómulos y puños. Él y ella. Observa los tornillos oxidados que sujetan el inodoro al suelo. Pelos, polvo, pelusas, restos de papel higiénico pegados alrededor de la base de porcelana blanca. Un olor agrio a moho. Hay una grieta en la esquina del pedestal que ya estaba allí cuando alquilaron esta casa desvencijada, cuando ella se sentía feliz de que él por fin tuviera un empleo y suficiente plata para el pago inicial. Ella estaba orgullosa del anillo de promesa “nudo infinito” que le había dado a pesar de que no era en absoluto el anillo de diamantes como se supone debía recibir para comprometerse. Sin embargo, fue un nuevo comienzo, ¿no? Mira fijamente al inodoro. Todos los sábados lo limpia y en cuestión de días está sucio de nuevo. Las cosas oxidadas no se pueden limpiar. Los objetos rotos no se pueden embellecer. Roto es roto. Feo es feo. ¡Zorra estúpida!, él le grita a veces. Pinche puta. Es difícil que alguien se preocupe por las cosas que no se ven bien, incluso después de haberse tomado la molestia de limpiarlas. Ella se encoge un poco más.

         Puede ver detrás del inodoro donde merodea lo peor de la mugre. Detesta poner sus manos ahí atrás cuando limpia. Es uno de los lugares de la casa que le da asco y, a la vez, un miedo inquietante. Por eso no lo vio, el cepillo de plástico. Por ese cepillo de pelo de cinco dólares que está en el piso ahora. Porque no lo pudo encontrar. Porque él se estaba retrasando para ir al trabajo. No puedo llegar tarde ni una vez más o me despiden, coño. Y le gritó dónde demonios está mi cepillo y ella no lo sabía. Bueno, ahora lo sabe.

¿Cómo se metió el cepillo allí? Fue un accidente. Como el dolor sordo que ahora tiene en la cabeza. Como el dedo roto hace dos meses. Como el ojo morado en mayo. Todos accidentes. Es lo que ella dice cuando va a la clínica, cuando no hay más remedio, cuando le duele demasiado o teme no poder curarse sola. Les dice la palabra accidente y la doctora frunce el ceño y sus cejas se apretujan. Luego señala al cartel de la pared que dice: El amor no duele. Pero ella sabe que es una mentira. El amor sí duele. Duele todo el tiempo. ¿Para qué decir mentiras?

Cierra los ojos. No quiere ver el cepillo detrás del inodoro, ni la mugre, ni los tornillos oxidados, ni el tapete de baño color rosa eléctrico. Qué bueno sería si ella misma pudiera transformarse en un objeto, una cosa nomás. Entonces podría quedarse aquí tumbada sin moverse hasta que alguien viniera a limpiar, a dejarla como nueva.