Misofonia

 

 

Mi esposa, mi querida y linda esposa, preocupada siempre por mi salud, velando siempre ella por mi equilibrio emocional, me mandó, hace un par de días, cierto artículo del New York Times. Un artículo que me hizo reír y llorar y sentirme agradecido y revindicado. 

El artículo aborda un problema que, en mi caso, es relativamente nuevo. Aunque afirmar eso es dar ya por sentado que sí, de hecho, soy yo el del problema. Algo que, como toda persona cuerda, rechazo contundentemente. Para mí, el problema son ellos: los causantes de mi irritabilidad, de mi estrés. Es algo que quizá se perciba como un voluble estado de ánimo pero que es, en realidad, una abrupta expulsión de ese centro de gravedad y calma sin el cual no es posible sobrellevar la vida. 

Decía que mi supuesto problema es de manifestación reciente. Y “supuesto” y “reciente” son palabras clave. Reitero que dicho problema, en mí, no existe, y que si digo “reciente” es porque esa grotesca falta de consideración que referiré enseguida siempre ha existido, pero no así mi habilidad para articularla. Eso plantea ya todo un problema ontológico: ¿escribir es afirmar lo ilusorio o enriquecer la realidad?

En todo caso, que yo recuerde, comencé a notarlo en el transcurso de los últimos ocho o nueve años. Acababa de mudarme a mi nuevo departamento en el séptimo piso de un rascacielos ubicado en el norte de Chicago. Nunca antes había gozado yo de tal panorama, ni del sosiego que éste me regalaba. Durante las noches de verano, arrastraba mi sillón favorito hasta el enorme ventanal y presenciaba el ocaso: una apacible orgía de tonos púrpuras y anaranjados y azules y rojos batiéndose sobre una alfombra verde en el horizonte. Y permanecía ahí, sentado, tratando —sin éxito, por supuesto— de descifrar algún oscuro texto.

Fue entonces que lo noté: ¡PUM! Al principio no le presté mucha atención. A todo mundo se le cae algo de las manos en algún momento. El problema inició una vez que dicho ruido comenzó a explotar con mayor frecuencia. Pero quizá explotar no sea el verbo correcto. La verdad es que nunca fue aquel un sonido aturdidor. Era siempre el mismo ruido: un sonido sorpresivo pero único, seco pero contundente: ¡PUM!

Ya con el tiempo comencé a notar ciertos patrones. Me di cuenta, por ejemplo, que aquel ruido nunca ofendía mis oídos por las mañanas, por lo cual me sentía profundamente agradecido, aunque en ocasiones sí ocurría a altas horas de la noche, y eso hacía que mi agradecimiento anterior se desvaneciera por completo. Era siempre por las tardes, y ocurría siempre después de que mi vecin@ regresaba a casa, pues comenzaban a escucharse entonces pasos en el techo de mi departamento. Esto me llevó a concluir que no podía tratarse de un problema mecánico o de la tubería del edificio; tampoco podía ser un perro, porque los canes estaban estrictamente prohibidos en el edificio; ni podía ser un gato –temible e infernal criatura de la cual ya tendré oportunidad de escribir–, a menos que derrumbar algún pesado objeto desde su elevado pedestal fuera manera de ordenarle a su dueñ@ “Eh, tú, ¡ven aquí!”, conducta característica de ese arrogante animal.

Lo curioso de aquel solitario e intrigante sonido es que nunca nada lo seguía. Algunas veces, estaba preparando mi cena y, de repente, ¡PUM! Y nada más. No escuchaba el eco metálico de la tapadera de alguna olla estrellarse y luego bailotear en el piso, lo cual hubiese sido algo normal en esa área de la casa. Tampoco se escuchaba el quiebre de algún vaso haciéndose añicos ni la escoba que llegara a recogerlo ni ningún paso apresurado que indicara que algún incidente había ocurrido y que se trataba de una urgencia.

Pero lo peor es que era un ruido impredecible, ilógico, imposible de conciliar con la realidad. En un edificio perfectamente silencioso de otra manera, ese ruido era particularmente desquiciante y ofensivo. En otras ocasiones, por ejemplo, me encontraba yo extraviado en la república de Platón, cuando ¡PUM! descendía aquel sólido, súbito y despiadado ruido, echándome de Atenas como algún indigno esclavo expulsado del Olimpo.

Otra de las cosas que pude adivinar fue que mi vecin@, como yo, era una persona solitaria, pues nunca se escuchaban pasos múltiples en su departamento. Y, naturalmente, no se escuchaba el mágico brincar ni corretear de niños, que todo lo alegran. Nunca conocí a mi vecin@, pero sí pude deducirle ciertos atributos: era una persona torpe, distraída, con tendencias que l@ vinculaban al misterio y al caos; eso, o era habitante de una dimensión donde las leyes de la gravedad rigen con mayor fuerza en los momentos más dispares. 

Podría abundar ahora en cada detalle de mis subsecuentes mudanzas y las estresantes situaciones que de ahí siguieron. Podría mencionar, por ejemplo, el caso de cierto compañero de trabajo que alguna vez tuve: excelente cuate pero cuyos frecuentes y desalentados suspiros sin causa aparente me contagiaban de un profundo e irritante pesar. Podría también mencionar a la adorable perrita que vivió en nuestra casa por algún tiempo y cuyo natural jadeo, en momentos consagrados al silencio y al reposo, elevaban mi presión arterial y se convirtieron para mí en frustración y enojo, o sus uñitas, esas dieciséis inofensivas uñitas que rasgaban el piso de madera con furia de malévolos garfios cada vez que se levantaba a tomar agua por las noches, o su diminuto cuerpo, esa bolita de algodón que con una rápida sacudida acaba con toda esperanza de que pudiera yo volver a conciliar el sueño. Podría también describir las duelas de madera del siguiente departamento donde vivimos y cuyo rechinido reverberaba como un crepitar diabólico y amplificado en mis tímpanos, pero nada de eso se compara con mi situación actual. 

Baste, pues, decir que mi sensibilidad auditiva, que es el tema del artículo mencionado más arriba, se ha ido agudizando con los años, lo cual ha coincidido con mudanzas a lugares cada vez más ruidosos. En la planta alta de este nuevo departamento donde ahora vivimos, por ejemplo, vive un grupo de hipsters, muchachos llenos de vida, parranderos y desconsiderados. Y, justo debajo de nuestra recamara, duerme alguien cuyos ronquidos aspiran al rugido del dragón. Reposa, tranquilo, en el beisman: lugar desde donde se elevan, en intervalos tormentosos, los siniestros coros del averno.

 

27 de febrero de 2015

José Ángel N. autor de Illegal: Reflections of an Undocumented Immigrant