Fuera de la manada
Cada lunes por la tarde me come la rutina. Meto dos diccionarios y un cuaderno en la mochila, y afronto la pequeña aventura de atravesar la bahía para ir a casa de mis alumnas.
Tomo el Bart[1] de ida con tiempo suficiente para pensar y atormentarme y preguntarme una vez más qué voy a hacer con mi vida, mientras doy con la nariz en la ventanilla y miro a las tinieblas del túnel dar paso a la desolación metálica del puerto de Oakland, antes de cruzar Berkeley y seguir hasta El Cerrito —el conductor anuncia ‘the El Cerito’—, y cuando me bajo del tren todavía me esperan unas diez cuadras en pendiente hasta llegar casi a la rotonda de Solano Street.
Pero lo cierto es que me gustan los trenes, más aún los trenes subterráneos. Amo el Bart que se escurre por San Francisco y sus alrededores tanto como amé el Subte en Buenos Aires.
El aire tembloroso de electricidad de las estaciones bajo tierra está siempre a tono con las luces blancas e inclementes que inmovilizan los andenes, y con las bancas duras, rectas, que te avisan que no hay cómo demorarse sobre su superficie.
Es un escenario donde nadie permanece, donde nada prospera fuera del cambio constante.
Me gustan los pasillos por los que los transeúntes pasan sin mirarte, empujándote y tropezando mientras mascullan palabras de disculpa que se quedan a medias entre los dientes. Si les volviera a ver en la superficie no podría reconocerlos, porque la gente no tiene rostro en esas profundidades, y sus frases quedan colgadas entre el estruendo de los trenes que vienen de la oscuridad y van hacia la oscuridad.
Seres de paso, eso son los que bajan a tomar el tren subterráneo. Eso es lo que me alivia.
Traspaso la boca del inframundo y troto escaleras abajo, tratando de localizar en algún bolsillo la tarjetita, la clave, la llave rectangular que adquiere Orfeo en unas máquinas expendedoras que de cuando en cuando se quedan con tu dinero sin darte nada a cambio.
Casi siempre hay algún músico en el pasillo. Casi nunca es el mismo. El de hoy es un negro deshecho por las drogas que canta blues como los dioses. En Buenos Aires recuerdo que había aquellos chicos con violín y flauta dulce que tocaban pequeñas piezas clásicas a la salida de la estación de Lacroze. En esa época yo podía darme el lujo de dejarles algo en el estuche abierto, un peso, unas monedas. Aquí no puedo darle nada a nadie.
Encuentro mi tarjeta en el último momento, me hago un lío con la mochila a la hora de pasar entre los tabiques metálicos de acceso y bajo dando resbalones por una segunda escalera, la automática. Sólo me tranquilizo cuando leo la hora en los carteles lumínicos que flanquean las vías, porque esta vez voy a llegar a tiempo a mis clases.
Es entonces que me veo y en el primer momento no me reconozco. Estoy a pocos pasos, mirando el mapa de las líneas del Bart que hay en la pared y la gente que pasa alrededor se ha vuelto translúcida.
Me veo, con mi chaqueta de todos los días y el jean que ha perdido el color y las botas de cordones. He dejado la mochila en el suelo y la mantengo erecta entre los pies. Parezco serena, casi indiferente. El pelo se me arremolina a los costados de la cara y me tapa la frente. No me muerdo los labios, no aprieto la boca en ese tic que aparece en algunas fotos que me han tomado por sorpresa. Las manos son pálidas, muy finas, ajenas a la rudeza del tejido que me cubre. El cuello aparece frágil, larguísimo, como si creciendo más de la cuenta tratara de escaparse del triple cerco de la camiseta, la camisa de hombre y la chaqueta. La bufanda está a punto de caerse. El jean me ciñe los flancos igual que una cáscara.
Soy yo, pero no soy yo. Soy yo cuando he dejado atrás los miedos. Soy, pero no soy del todo esa mujer que vuelve la cabeza lentamente y me mira. Me mira con curiosidad, pareciera que no puede creerlo del todo, pone la misma cara que si le estuvieran haciendo un chiste de mal gusto. Me mira y no me aprueba, pero es cortés.
La veo mirarme a los ojos, fijo, reconociéndose.
En eso los altavoces anuncian la llegada del tren que va hasta Richmond y me distraigo por un segundo. Las puertas de los vagones se abren ofreciendo sus interiores impolutos, con pasajeros que llevan audífonos y tienen la mirada fija en ninguna parte, y barras que brillan igual que plata pulida en el atardecer inalterable de la estación.
Cuando miro de nuevo a mi izquierda, ya no estoy.
Quizá no estuve nunca.
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—Los domingos mi vieja cocina ravioles rellenos con ricota. Ella misma prepara la masa. —Ese es Lucas.
Dan las nueve cuando pongo los pies en la cocina de regreso de mis clases y tiro la mochila donde caiga.
—¿Y por qué no ravioles de picadillo de carne, a ver? —Ahora resuena la voz engolada de Teodoro—. A mí la ricota como que no me sabe a nada. Pero si preparas un picadillo entomatado…
—Eso sería una aberración, boludo.
Me saco el abrigo y empiezo a batallar con los cordones de las botas. Tres rostros, las mandíbulas en movimiento, voltean a verme desde la mesa.
Por lo visto es una de esas noches en las que Teo declara que está más que harto de ollas y sartenes, y Lucas toma la sabia decisión de pedir pizza para el cuarteto. La gran caja chata está abierta junto a la computadora, rodeada de servilletas de papel.
Henry se empina una lata del líquido negruzco, infernal, con que suele acompañar la pizza, mientras los otros dos siguen enfrascados en la rancia discusión retomada cien veces con idénticas palabras, igual que si representaran una obra de teatro:
—Ustedes están locos, argentinos, ¡ustedes no saben lo que es comer! Tanto que se vanaglorian de los buenos cortes de carne y de la calidad de sus bisteces, y entonces los sirven casi crudos, ¡con un poco de sal, y va en coche!
—Ustedes, cubanos, tienen el paladar pervertido por el ajo. ¡Si me vas a dar un bife, quiero que tenga gusto a bife!
Henry emite un gruñidito de felicidad y le mete el diente a su segunda porción. Lucas y Teodoro se conceden una tregua para ocuparse de mi persona:
—La pizza que queda en el horno es tuya, Anouk.
—¡Vení, flaca!, vení a comer con nosotros.
Consigo por fin quitarme las benditas botas y me dejo caer encima del butacón igual que un saco de papas:
—No quiero pizza, les cedo la que me toca.
Entonces, jubilosamente, el Sur y el Caribe se alían para picotearme: ‘¡Che, esta piba se nos está volviendo anoréxica!’, y ‘¡Sigue así, bobita, sigue sin comer caliente, que te va a llevar la pelona!’, y el Norte me dedica una sonrisa con la mano en alto, como los niños que le avisan a la maestra que están dispuestos a ir a la pizarra.
—Pero sírvanselo ustedes mismos, trío de vagos, porque no pretenderán que además me levante de aquí y les haga de camarera.
—¿Piensas salir esta noche?
—No sé, Teodoro, ¿por qué?, ¿ahora eres el responsable de vigilancia del CDR[2] de esta cuadra?
—¡Ay, chica, a ti no se te puede preguntar nada! Quería saber si sigues yendo a lo de esos travestis.
—¿Les vas a pedir una plaza para trabajar medio tiempo?
—De eso nada, mijita. Aquí donde tú me ves de loca no tengo ni un pelo. Soy gay y a mucha honra, pero a mí con los travestis no se me ha perdido nada.
—Y encima, prejuicioso.
—Bueno, ¿vas o no vas?
—No voy.
—¿Ya no vas a ir más?
—No. Es mucho el esfuerzo y muy poco el resultado.
—You need to buy a really good camera, baby[3].
—Sí, Henry, papito, y para eso hace falta una buena plata.
—Anouk, no empecés a romper las pelotas con lo de la falta de guita.
—Y tú no te pongas a buscarme la boca, que hoy estoy como agua para chocolate.
—Decime si hay que cantarte el arrorró.
—A todas estas, Teodoro, ¿por qué estás averiguando si voy o no voy a lo de los travestis?
—¡Yo qué sé! Para estar actualizado —dice el otro imbécil y a continuación suelta una risa de hiena.
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Cuando lo conocí Teodoro vivía con su hermana, una ingeniera agrónoma fea y amargada, en un edificio que queda por Concha y Tres Palacios.
—A los veinticinco años yo pensaba que me podía comer el mundo, ¡imagínate!, tan joven y ya era cocinero del Monseigneur. Y a esa edad yo era unbombón, mijita, con aquella cintura de bailarín y mis ojos verdes. Ni te cuento la cantidad de gente que tenía atrás, babeándose por acostarse conmigo.
Sigue siendo un hombre de rompe-y-rasga, ahora con algunas libras de más y unas cuantas guedejas de menos, pero es verdad que las aceras de Luyanó lo conocieron en su momento de mayor gloria.
Lo malo fue que entre la gente que le andaba atrás estuvo el marido de su hermana, y al tipo se le ocurrió darle un atracón cierta tarde en que la susodicha se tuvo que quedar en la asamblea de producción de su centro de trabajo.
Mientras la ingeniera se aburría escuchando las cifras que faltaban para cumplir con alguna meta, el cuñado de Teodoro lo sorprendió en la ducha y trató de meterle mano.
—Ni siquiera me gustaba, porque estaba más malo que el carajo, y encima me llevaba veinte años.
Puede que Teo diga la verdad, puede que mienta, puede incluso que se haya visto en la ambigua posición del no quiero, no quiero, pero échamelo en el sombrero; lo cierto fue que la hermana llegó a casa antes de lo previsto y se los encontró despilfarrando agua, su hermano con las manos apoyadas en los azulejos de la pared de la poceta, y su propio marido haciendo alarde de unas artes eróticas como nunca con ella en la década y pico que llevaban juntos.
—El muy hijo de puta le dijo para justificarse que yo lo había estado sonsacando… ¡y que él no era de piedra!
Quedó claro que alguien sobraba en Concha y Tres Palacios, y al que pusieron en la calle aquella misma tarde fue —naturalmente— al hermanito.
—Rodé por esa Habana lo que no te puedes imaginar. Fui de casa en casa, primero de la gente que conocía, y después me empecé a acostar con cualquiera con tal que me dejaran dormir bajo techo. Yo no me quiero acordar… Fue la etapa más negra de mi vida. La suerte es que estaba trabajando en el Monseigneur y comía allí mismo, si no me hubiera muerto de hambre, porque mi hermana no quiso darme de baja en la libreta de abastecimiento, y bueno estaba yo para hacerle una denuncia, ¿no ves que mi hermanita era del Partido y yo no era más que un comemierda al que enseguida le iban a coger la pluma? Dime tú que como al año conocí a Conrado, que cuando aquello vivía solo porque la madre se pasaba la mayor parte del tiempo en Manzanillo, ayudando a una hermana paralítica. Yo nunca estuve enamorado de Conrado, pero él fue la única persona decente con que me encontré en esa época, así que nos hicimos novios y seguimos siendo pareja hasta después que nos fuimos del país.
Conrado, un virtuoso del violín que había estudiado en el Conservatorio Tchaikovsky de Moscú, decidió quedarse fuera de la isla en el transcurso de una de sus giras y se las arregló para sacar también a Teo.
—Vivimos juntos dos años en México, pero la estábamos pasando horrible y Conrado se puso muy neurótico. Discutíamos por cualquier cosa, yo decía ji y ya él me ponía como un trapo. Un día me vino para arriba hecho una fiera por no sé qué, y yo dije ‘¡hasta aquí!’. Puse rumbo pa´cá arriba, pasé la frontera y me entregué. Cuando me dejaron libre vine para San Francisco y no a Miami, que hubiera sido lo más normal, porque, mira tú lo que son las cosas, resulta que el primo de mi jefe, el irlandés, está casado con una puertorriqueña que una vez comió en el Monseigneur y le gustó tanto la comida que pidió que quería conocer al cocinero, y cuando me llamaron para que la fuera a saludar ella me dio su tarjeta y me dijo que si alguna vez se me ocurría salir del país, la buscara, porque ella y el marido tenían un restaurante en Nueva York. Yo guardé aquella tarjetica con más cuidado que si hubiera sido de oro. Después la traté de localizar, cuando nos empezó a ir tan mal en México, pero resulta que habían cerrado el restaurante y me costó Dios y ayuda dar con su paradero. Cuando al fin pude hablar con ella por teléfono me dijo que no me preocupara, que si alguna vez yo entraba a los Estados Unidos ella me iba a recomendar en el bar de unos primos de su marido que vivían en San Francisco. Mira tú por dónde vienen las cosas cuando son del destino.
El destino que puso a Teodoro a cocinar en el bar del irlandés lo puso también en mi camino esa tarde de marzo en que fui a la biblioteca pública y cuando estaba a punto de salir me di de boca, casi literalmente, con un hombre de ojos verdes y cuerpazo increíble que en vez de decir ‘Sorry’, me agarró bruscamente por un brazo y casi tira al suelo mi mochila.
—Oye, ¿tú no eres Anouk, la que vivía enfrente de Matías el Asturiano?, ¿tú no vivías en Luyanó? —Me le quedé viendo y él agregó a la carrera—: Yo soy el hermano menor de Sarita, la idiota esa que citaba a la gente para las reuniones de la Federación de Mujeres Cubanas… —Algo en mi rostro se debe de haber crispado, exactamente igual que si me doliera la barriga, porque él esbozó el ademán de quien pide las más encarecidas disculpas—: Yo me acuerdo muy bien de ti, porque como no ibas nunca a las reuniones mi hermana te tenía entre ceja y ceja.
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[1]Bay Area Rapid Transit (Tránsito Rápido del Área de la Bahía de San Francisco).
[2] Comité de Defensa de la Revolución (organización cubana que establece la vigilancia de los vecinos de una calle).
[3] Necesitas comprar una cámara buena de verdad, nena.
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Chely Lima (n. La Habana, Cuba) es un escritor, dramaturgo, poeta, periodista, guionista y fotógrafo. Ha publicado numerosos libros (entre ellos el poemario Discurso de la amante, así como las novelas Lucrecia quiere decir perfidia, Isla después del diluvio, Confesiones nocturnas y Triángulos mágicos). En sus textos Lima combina de manera brillante erotismo, humor, realismo y fantasía. Sus obras han sido traducidas al inglés, francés, alemán, italiano, ruso, esperanto y checo. Cuentos y poemas suyos han sido incluidos en numerosas antologías de todo el mundo. Ha vivido en Ecuador y Argentina. En 2006 se mudó a Estados Unidos, donde continúa residiendo desde entonces.
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