Una obra futurista para nuestro presente

 
Lauro López en el papel de Olef. Foto: Franky

El campanario, escrito por Raúl Dorantes y realizado por el Colectivo El Pozo, es descrita en su publicidad como una obra de “estilo futurista”. Mientras es completamente factible que en un futuro de corto o largo plazo los conflictos que se presentan aquí serán comunes, esta obra sería irrelevante si éstos no fueran parte de nuestra realidad cotidiana. Lejos de ser irrelevante, aborda problemas que no son propios a los personajes en el escenario, sino que son parte de la sociedad moderna y de los individuos que la componen. Los personajes de la obra son migrantes, pero no necesariamente los que cruzan fronteras nacionales; sus fronteras son obstáculos personales que les impiden salir del consultorio médico donde se encuentran estancados con sus conflictos internos. Igual que nosotros, se encuentran en constante búsqueda de su identidad y su propósito de vida. Quien no termina migrando no llega a conocerse a sí mismo y no sale de su infierno personal. Todos conocemos íntimamente uno o más de estos problemas, y no faltarán algunos que padezcan de todos al mismo tiempo.

Librado, uno de los tres personajes principales, se da cuenta de la redundancia de sus ideas políticas y la inutilidad de sus décadas de activismo. Su angustia es sintomática de la crisis de la izquierda después de la caída de la Unión Soviética, cuyos adherentes sufrieron un trauma tanto personal como político. El ex revolucionario se encuentra atorado en esta coyuntura, en la que el fracaso de sus ideas políticas le obliga a cuestionarse quién es. Se queda paralizado, sin poder encontrar lo que él llama “un nuevo verbo”, o sea, sin poder establecer dónde debe de dirigir sus fuerzas ahora que no va a haber ninguna lucha armada, ni una revolución socialista y tampoco una dictadura del proletariado. Su dilema es el nuestro, cada vez que nos encontramos asqueados de las alternativas políticas, sea por la parálisis del Congreso estadounidense y las candidaturas presidenciales tragicómicas, sea por la corrupción e ineptitud del gobierno de México en resolver aunque fuera un solo crimen, o bien, por la desesperación de cualquiera que espera más de sus representantes y siempre queda defraudado. Lo que Dorantes nos indica a través del personaje Librado Rivera es la necesidad de una revolución, pero no bajo los mismos paradigmas cansados que, igual que Librado, han sido contundentemente descreditados, sino bajo un paradigma que queda por definir.

 


Elizabeth Nungaray en el papel de la Enfermera. Foto: Franky

 

Más mundanos que los problemas de Librado, los de Olef son el dolor crónico, el ocio habitual y el alcoholismo. Se cree, como buen heredero de Rablais, un “ilustrísimo bebedor”, pero ha malgastado sus talentos intelectuales. A diferencia de Librado, nunca se ha declarado a favor de una ideología que vaya más allá que su propio goce. Sin embargo, se queda en una situación muy parecida a la de Librado cuando los dos se ponen a reflexionar sobre sus vidas, sin encontrar nada de valor. El dilema de los dos es igual, y es simple: vivir o morir. El existencialista francés Albert Camus insistió que ése es el dilema de la humanidad.

Salustia representa otra expresión del problema: la necesidad de ser aceptada por los demás. Como no ha conocido la aceptación, tampoco ha tenido una vida social, lo cual le ocasiona —como a cualquier ser social— un tremendo sufrimiento. Agregado a esto hay una ironía: es bella. Su crisis tiene eco en el mundo moderno con sus redes sociales, donde la fama es premiada por encima del trabajo honesto, la anonimidad equivale a una vida sin valor, y las personas son medidas por la frecuencia con la cual se comparten videos de gatos en la red y cuántos likes reciben. La abrumadora presión de ser reconocida finalmente lleva a Salustia a la desesperación. Su conflicto no se puede resolver sin aceptarse a sí misma; sólo entonces será capaz de reconocer su propia belleza, permitiendo a los demás también reconocerla y aceptarla. En este sentido, cualquier persona que deja de buscar la aprobación ajena en Facebook y se dedica a realizar una actividad que le haga feliz se acerca a vencer a la bestia con cual lucha Salustia.

Dorantes probablemente no reduciría el dilema humano a una cuestión de ganar o perder. No obstante, la metáfora de la vida como una competencia en la cual el contrincante es uno mismo, puede ser útil en la interpretación de esta obra: todos se sienten perdedores cuando sus problemas personales les impiden tomar el siguiente paso en sus vidas. Pero todos pueden ser ganadores, a pesar de la muerte segura que les espera, si toman sus respectivas decisiones —sobre todo la última— libremente y sin ninguna reserva. Ni siquiera importa si eligen ir al campanario o a la calle; lo importante es que la decisión sea suya, que se lleve a cabo, y que dejen el consultorio donde están atascados. Quizás esto sea lo más cerca que estemos de alcanzar una auténtica “victoria” en esta vida. Podemos tratar de obtener riquezas, prestigio o placer, pero no nos irá mal si lo único que logremos ganar sea lo que gana Salustia: alguien que piensa en nosotros en la hora de morir.

Con respecto a esta producción, el escenario es un simple consultorio médico con un gabinete de expedientes, un escritorio, una colección de fotos pegadas en la pared que nos muestra a los que han visitado el campanario, y, situada ominosamente a la izquierda, la torre del campanario. La permanencia del espacio físico ayuda al espectador a enfocar su atención en los dilemas internos de los personajes, mientras la presencia del campanario crece tras las introspecciones: todas las conversaciones regresan a la misma cuestión de entrar o no entrar al campanario, estérilmente llamado “la torre” por el doctor y la enfermera. Al final, el coloso no solamente domina con su presencia, sino también irrumpe las reflexiones —comentario perspicaz  de la condición humana y su relación con sus momentos efímeros. Realmente, no hay nada fuera de la sombra del campanario para los personajes —física e introspectivamente—, así como para la humanidad no hay nada fuera de la mortalidad.

El campanario es una migración que termina sosteniendo una especie de espejo frente al migrante. Desafortunadamente, muchos se sienten incómodos frente ese reflejo, porque les obliga a hacer algo que no les gusta: analizar qué ha sido su vida y cómo habrá de terminar. Para los que requieren que su entretenimiento sea un escape para olvidarse de sí mismos, pueden quedarse en casa y continuar viendo videos de gatos. Esta obra es para los que están abiertos a hacer caso a Sócrates —y Dorantes— quien nos insta a recordar que “una vida no examinada no vale la pena de ser vivida”.

 


Dangel Nava en el papel del Médico. Foto: Franky

 

Alex Wyman. Profesor de la Secundaria Cristo Rey, de Pilsen.

El campanario
del 2 al 18 de octubre en el Instituto Cervantes, Chicago