Acercamiento a la Muerte Niña a través de las obras de Rocío Caballero y Elsa Muñoz


Apertura de la Muerte Niña: Day of the Dead en el National Museum of Mexican Art. Foto: cortesía

 

La muerte es la abstracción más concreta que yo conozco. Es el todo y es la nada. Es pulsión de vida y fuente de misterio. Una de las ideas del Laberinto de la soledad que aún repica suena así: “Más que a vivir se nos enseña a morir. Y se nos enseña mal”. El poeta Nezahualcóyotl cantó con no menos fervor:

¿Es acaso verdad que se vive con raíz en la tierra?
No para siempre en la tierra:
sólo un poco aquí.
Si es oro se quiebra,
Si es plumaje de quetzal se desgarra.
No para siempre en la tierra:
solo un poco aquí.

El misterio que nos brinda la poesía no es ajeno al misterio que nos depara la muerte. Y tal vez sea la certeza de la muerte que con frecuencia incita al fatalismo, al temor, a la negación y hasta el humor involuntario. 

Asimismo, la muerte es el instante furtivo como lo es el “polvo enamorado”. Es le petite morte y es el hastío. Es la desesperanza y es el germen de vida. La muerte es un sustantivo de mal agüero y una obsesión para el poeta. Es el leit motif de la nota roja y la Santa del criminal. Es una idea revestida de romanticismo y es una atrocidad cuantificada en la estadística… Pero ¿qué sé yo qué es la muerte si todavía no he aprendido a honrar la vida?

La muerte no es esa carrera a la que se refería San Agustín. Más bien es la prisa con la que cabalgamos hasta desembocar en la modernidad. El apuro no nos permite asirnos de la vivencia cotidiana, de las “pequeñas cosas”. Pero sí, pareciera que todos participamos en esa carrera disparatada hacia la muerte, pero vamos como corceles en tropelía sin tocar el piso, sin sentir el pulso de los días. Trotamos, trotamos con los ojos encubiertos; corremos y corremos con los ojos semi descubiertos hasta desbocarnos, despeñarnos y tocar fondo. 

La muerte y la vida conforman el binomio existencial que unen al homu naledi de hace dos millones de años con el homu Smartphone contemporáneo. La muerte interrumpe el hilo de la vida, pero no borra la esencia de lo vivido. Si la muerte nos incita a la contemplación es porque encontramos incompleta la vida. Y si no nos entregamos a la atención del espíritu es debido a la atención que le dedicamos a la carne y al mundo externo.

Con la llegada del otoño, cada año se nos presenta la oportunidad de acercarnos a la interpretación y plasmación estética de la idea de la muerte en Chicago. Desde hace un cuarto de siglo, el Museo Nacional de Arte Mexicano ha venido organizando la exhibición del Día de Muertos. Se espera a la muerte y al arte del eterno retorno como un acontecimiento cultural. La muerte en el museo pretende acercar al observador a la manera en que el otro ve la muerte. Siempre el otro, la otra. Y ese otro te habla a ti y a mí. La muerte y el creador nos hablan a nosotros. Pero, ¿qué nos quieren decir?

Si algo nos enseña la exhibición del Día de Muertos es a formular preguntas y a cuestionar juicios preconcebidos. Igualmente nos invita a dialogar con la otredad y a interpelar interpretaciones banales. Durante la apertura de la exhibición caminamos por un panteón de representaciones creativas, entre deseos de la carne pero también del espíritu. Andamos entre vivos y muertos, entre ideas tradicionales y conceptos de ruptura. Ahí, entre paredes y escaparates conviven la ofrenda tradicional, la ocurrencia graciosa y la obra bien intencionada. Igualmente nos cruzamos con la obra sublime, la que manifiesta una búsqueda incesante y aguijonea la duda metafísica.

La curaduría revela aciertos, pero también reveses. Cada exhibición colectiva es un indicador del estado del arte contemporáneo. Me desdigo, el arte no tiene tiempo. Es arte, pero refleja una visión determinada del creador en su tiempo. 

Después de recorrer las galerías, dos piezas me siguieron cortejando. Y me llevaron a replantear mi visión sobre la vida y mi actitud hacia la muerte. Puedo decir que son dos piezas sublimes. Maridaje ideal entre la forma y el contenido. La primera es En el umbral del silencio (2015), de Rocío Caballero. La segunda, El velo entre dos mundos (2015), de Elsa Muñoz. Ambas obras representan la muerte de dos criaturas. No es casualidad, pues, que la exhibición esté dedicada al ritual de la muerte niña; la muerte de los angelitos como tradicionalmente se le conoce a los niños que perecen en la infancia. A manera de epígrafe, la exhibición La Muerte Niña: Day of the Dead la acompañan unos versos de Muerte sin fin de José Gorostiza:

cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada.

 


 Rocío Caballero: En el umbral del silencio, 2014, técnica mixta sobre tela.

En el umbral del silencio

En la pared, bajo el epígrafe de Gorostiza, descansa En el umbral del silencio. Rocío Caballero ha pintado un angelito hermoso, cachetón y bien vestido. A primera vista la pintura cautiva. Obsesiona. Supongo que no hay angelitos mal encarados como tampoco hay niños feos. El pequeño es un catrín cuyos recuerdos yacen en la eternidad. Al cerrar los ojos el pequeñín del cuadro, ha ingresado en el sueño perpetuo, ese territorio de crepúsculos y figuraciones. Caballero ha imaginado el mundo onírico del infante rebosante de beldad, mas frágil. 

En el umbral del silencio es una necrología pictórica de un instante eternizado. 

Como todo el que ha sido niño, bien sabe que un crío vive entregado al ahorita, al juego y a la aventura. Al fenecer, nos deja su recuerdo y su silencio. Ya no llegará a ser lo que pudo ser. Muere el cuerpo. Muere la idea de lo que creímos que fuimos. En vida, el niño es curioso por antonomasia. La curiosidad es el combustible de los días. Lo que quiere y no lo tiene lo improvisa. Juega con su cuerpecito; pero sobre todo, con su imaginación. Es un demiurgo con el tiempo y, sin proponérselo, desde que despierta se la pasa el día entero creando y recreándose. El niño encarna la inocencia pero también lleva el estigma del pecado original. El chiquillo de Caballero es todo lo anterior y más. Es la representación de un conjunto de ideas y obsesiones de la artista.

En el umbral del silencio, la criatura reposa en el remanso de sábanas, entre estampillas religiosas, rosas nacaradas y veleros de papel. Vemos, percibimos el sosiego y la paz. Conjeturamos la partida en uno de tantos barquitos. De igual manera asumimos la llegada al nosedónde. Al cruzar el umbral ya no hay vuelta atrás y mientras estemos en la vida jamás sabremos adónde llegaremos después de muertos. Ya del otro lado, ¿alcanzaremos la placidez espiritual, viviremos la angustia eterna o retornaremos a ser polvo universal?

La pintura de Caballero es una ofrenda con múltiples aproximaciones y de ahí su universalidad. Recrea magistralmente la tradición del arte fúnebre de la muerte niña, pero además a partir de la belleza, irremediablemente nos propone ir más allá de la estética. Con la representación de la muerte, la ética nos sobresalta. ¿Cuál es nuestra responsabilidad en nuestro paso por esta vida? ¿Qué pensamientos nos incita la muerte de una criatura? ¿Cuál es nuestro adeudo con el otro y con la muerte?

Intuyo que el angelito En el umbral del silencio al cerrar los ojos en esta vida también ha cerrado los ojos a la crueldad, la violencia y a la avaricia del mundo dominado por los adultos. Aunque en la pintura no percibamos con claridad el mundo de la sinrazón, el saco y corbatín se tornan indicios de un futuro truncado. El querubín ya ha emprendido el viaje con cierto aire de elegancia. Pero es ese trajecito cortado a la medida lo que me aturde. El traje es una prenda que pretende darnos estatus. El traje todo lo torna apariencia; por lo tanto, el terno también es una máscara. ¿Acaso hay otra pieza que represente mejor el éxito y el fracaso que un traje bien planchado o arrugado? ¿El éxito?, esa puta quimera que nos han metido a través de la frivolidad del espectáculo y el endiosamiento del consumo.

No tengo la menor duda de los logros estéticos de En el umbral del silencio. La pintura me cimbra. Me gusta lo que veo y me cala lo que no veo. Obviamente, ésta no es la primera pintura de Caballero; es parte de un cuerpo de dibujos, pinturas, arte objeto que ha ido creando por más de cinco lustros. En esta pieza presenciamos la madurez de una propuesta plástica pero también la continuidad de los temas que obsesionan a la artista: la ataraxia, entre otros. 

Para la filosofía de los epicúreos se llegaba a la ataraxia a través del equilibrio entre la satisfacción de los placeres inevitables y el hedonismo racional. La ataraxia vendría a ser el estado de sosiego espiritual y el distanciamiento de lo frívolo. Esta corriente filosófica persigue a Caballero en su obra y lo constatamos en al menos dos series que realizó entre 2010 y 2013: La búsqueda de la ataraxia y Crimen sin castigo. Ambas series comparten motivos que sin duda distinguiremos en El umbral del silencio. Una pintura es única pero además es parte del conjunto de obras de la creadora.

 


Rocío Caballero: LECCIÓN 10: La búsqueda de la ataraxia, 2010, técnica mixta sobre tela.

 

En Lección 10: La búsqueda de la ataraxia (2010) avistamos a un grupo de hombres con los ojos cerrados, personajes desentendidos de la realidad. Dormitan. Se encuentran inmersos en su propio sueño. ¿Acaso el sueño no es la antesala de la muerte? Al entrar en el sueño ingresamos a la irrealidad. El mundo ordenado y lógico queda en el exterior. Es el afuera, la cáscara del ser humano lo que pinta Caballero. Nos brinda una mirada al hombre contemporáneo en estado de serenidad y alejado temporalmente de los placeres innecesarios, de todo aquello que lleva al hombre a “prescindir de la moral en bien de un porvenir que justifica cualquiera de sus acciones”. Acciones y medios que son dictados por el sistema patriarcal que impera: la sed de poder y la avaricia, el placer desmesurado y la violencia, el despilfarro y las drogas, la soledad y el enajenamiento. En la espiral de los días se entra al ensueño descalzo, quizá con la esperanza de tocar suelo, anclarse mientras dormitan. Ahí yacen ataviados en esos trajes de siervos ejecutivos, revestidos de “modernidad”, desarraigados y vacíos.

Por otra parte, en Yupito desde chiquito (2013), quizá podríamos inducir de que cuando se regresa del éxtasis del reposo, de la efímera ataraxia, además de la indumentaria almidonada se requiere una máscara: una cabeza de cerdo o de conejo. ¿Qué vemos cuando no vemos el rostro de los que ostentan cualquier grado de poder? Nos queda una zoología fantástica de inmoralistas. Pero, ¿existe una moral imperante o convivimos en un carnaval de moralejas simuladas? Es en Yupito desde chiquito, que Caballero además de los enmascarados también incluye a un jovencito y que sin duda el día de mañana, si hay mañana, se perfilará a convertirse en otro yuppie más. Como bien dijo Caballero: “es el niño en aprendizaje para controlar y tener el poder”.

Ahora me pregunto si la criatura representada en El umbral del silencio ha quedado varada en la inocencia perpetua o simplemente se habrá salvado de convertirse en el yuppie desentendido de mañana. El arte de Caballero me incita a resistir la sinrazón. Desde el lienzo, alimenta el espíritu por encima del hedonismo y nos interroga en el sueño, en la vida y, tal vez, en la muerte.

El disfrute estético que produce la pintura de Caballero no es menor a la paradoja existencial que plantea. Las inquietudes que ha esbozado son del tiempo de Epicuro de Samos, pero también del observador contemporáneo. Y el acercamiento a la muerte comulga con la sensibilidad de Rosario Castellanos; esencialmente en el poema “Amanecer”: 

¿Qué se hace a la hora de morir? ¿Se vuelve la cara a la pared?
¿Se agarra por los hombros al que está cerca y oye?
¿Se echa uno a correr, como el que tiene
las ropas incendiadas, para alcanzar el fin?

¿Cuál es el rito de esta ceremonia?
¿Quién vela la agonía? ¿Quién estira la sábana?
¿Quién aparta el espejo sin empañar? 

Porque a esta hora ya no hay madre y deudos.
Ya no hay sollozo. Nada, más que un silencio atroz.

Todos son una faz atenta, incrédula
de hombre de la otra orilla. 

Porque lo que sucede no es verdad.

¿Y qué es la verdad? ¿Cuál es la verdad de la pintora y cuál de la poeta? ¿Y cuál es mi verdad? Mi verdad se ha ido hilando en estas líneas: entre lo que observo y lo que pienso, entre lo que siento y lo que escribo. Mis ojos se desplazan por el silencio del lienzo y el grito de la realidad. La criatura de Caballero tiene su tinte local y su enraizamiento la vuelve universal.

No pocos habrán relacionado la criatura de El umbral del silencio con la imagen del niño Alan Kurdi. El pequeño Alan murió ahogado en el Mar Mediterráneo y su pequeño cuerpo fue fotografiado en el remanso de una playa. La foto de Alan estimuló el morbo de medio mundo, mas no aguijoneó la conciencia. Hoy Alan yace en el recoveco del olvido. Esa muerte como otras tantas miles de muertes de inmigrantes que han tenido que dejar sus lugares de origen han sido innecesarias. ¿Existen las muertes necesarias? Mas la muerte de Alan fue producto de una guerra estúpida como todas las guerras estúpidas. Alan nació para la nada y para la nada partió. Caballero no pensó en Alan al realizar su cuadro y por pura coincidencia del tiempo nos transporta a la tragedia de este pequeño inmigrante turco. Una pintura y una fotografía nos invitan a la reflexión sobre la muerte en medio de este “silencio atroz” que es la realidad que nos ha tocado vivir. ¿Nos dejaremos seducir por las mieles de la ataraxia o despertaremos? Caballero ha sembrado la interrogante y En el silencio del umbral nos instiga al goce estético, pero también al compromiso ético.

 

 
Elsa Muñoz: El velo entre dos mundos, 2015, óleo sobre lienzo.

 

El velo entre dos mundos

El arte fúnebre es milenario. Casi en cada descubrimiento de fósiles se encuentran objetos funerarios que los muertos emplearían en su viaje a la otra vida. Los rituales fúnebres han existido desde los albores de la humanidad hasta las culturas trans modernas. Y los hallazgos arqueológicos dan fe de la relación de los vivos con sus difuntos. Cada cultura, a su manera, ha intentado comprender la muerte, aceptarla y ver en ella la razón de la vida. 

Intuyo que la conciencia sobre la muerte fue el carburante que encendió la filosofía y el arte devino en la sublimación de la muerte. Lo mismo lo notamos en La Catrina de José Guadalupe Posada que en los grabados de La danza macabra de Hans Holbein. Asimismo, la muerte es el motivo en el Libro tibetano de los muertos como en el texto funerario egipcio Papiro de Ani. Y qué decir de la mitología nahua y la edificación en piedra de la diosa de la fertilidad, Coatlicue, patrona de la vida y de la muerte. Tanto la muerte como las ideas que la ciñen pertenecen a un crisol de tradiciones milenarias que con el tiempo se han ido amalgamando en representaciones híbridas. Al final, la muerte, su percepción y representación, es una vivencia espiritual que ha sido modelada por un conjunto de creencias religiosas y matices culturales. De ahí que la visión de la muerte en la obra de Elsa Muñoz se haya nutrido de la memoria, el dolor, pero también de la dicha y la atención cotidiana.

Tanto el esqueleto como la calavera se han convertido en los íconos predominantes de la muerte, pero no son los únicos. El velo entre dos mundos, de Muñoz, nos propone vivir la experiencia de la muerte a partir de la ausencia, la sublimación del vacío y el respeto por lo sagrado que hay en la persona. La filósofa y mística Simone Weil observó: “En cada hombre hay algo sagrado. Pero no es su persona. Tampoco es la persona humana. Es él, ese hombre, simplemente”. Es a partir del respeto por la otredad y el respeto a la pintura como medio de comunicación que Muñoz ha ido creando una obra a contracorriente.

La aproximación estética de Muñoz a la muerte rompe con la representación tradicional a través de osamentas. Ella esboza a la muerte a partir del vacío que deja la persona que ya ha partido. El difunto deja un vacío físico, emocional, que la memoria se encargará de ir recreando. La oquedad se convierte en motivo y en visión de vida. Así, El velo entre dos mundos nace de la voluntad que siente la artista por comunicar esta visión. 

Elsa muñoz es una joven con alma vieja. Más que colorear lienzos, le cautiva el arte de comunicar ideas plásticas con claridad. Muñoz se volvió pintora por azar. Abandonó sus estudios de psicología y se encerró a bosquejar retratos sin mucho éxito. Meses después ingresó a la American Academy of Art de Chicago. Ahí aprendió las técnicas del dibujo y el óleo. Y sobre todo, se entregó a dialogar con los grandes. La puerta (That Which I Should Have Done I Did Not Do [The Door, 1931-1941]), de Iván Albright fue uno de primeros cuadros que evoca con no poca admiración. Quizá sea ese realismo imperecedero de Albright que la cautivó o, tal vez, sean los detalles realistas que conducen hasta el hastío. En esa puerta lo real es más real que la realidad y eso altera y extasía el espíritu.

En su paso por el colegio, Muñoz también llegó a comulgar con la obra del maestro español Antonio López García y el “pintor del pueblo” Andrew Wyeth. Ambos pintores realistas de alta talla han dejado una estampa indeleble en la obra de Muñoz. Esta joven creadora ha ido erigiendo una obra sólida. Sus claroscuros son egregios. Es cuidadosa con el pincel y el tratamiento del fondo invita a la contemplación. La obra de Muñoz está cargada y nos exige que la veamos de distintos ángulos: desde el plano estético y ético también, pero además nos brinda la posibilidad de asomarnos a la obra desde el plano metafísico.

El velo entre dos mundos es el retrato de una niña hermosamente muerta. La pequeña desborda gallardía. Pero más allá de la belleza hay algo que nos invita a trascender lo convencional. Muñoz ha retratado a una niña muerta bien despabilada. La pequeña yace en un aposento inmaculado. Sonríe y la comisura de los labios irradia lozanía. Los ojos permanecen bien abiertos. El gesto de la niña despierta ternura. Las manos lejos de entrar en el rictus mortis, indican desenvoltura. Un velo diáfano pareciera cubrir el regocijo del cuerpecito y alrededor una corona de flores desperdigadas resaltan la dignidad de la muerte o, tal vez debería decir, de la vida. El sutil velo que ha pintado Muñoz dista y conecta dos mundos. El de los vivos y el de los muertos. Si miramos tan viva a la niña, ¿será porque el observador está muerto? 

A la muerte generalmente se le ha asocia con la tragedia, pero en la obra de Muñoz, más bien sugiere una liberación. La infanta ha entrado a la otra vida con una mueca de alegría. Muñoz propone una lectura de la muerte menos aciaga. La pequeña ha ido al encuentro con la muerte como si fuera a jugar. Sobre la colcha yace la fragilidad de la vida y el cabello de la pequeña lo percibimos alborotado y tal vez hasta sudado, como si la muerte la hubiera agarrado retozando alegremente en el jardín. Esta visión de la muerte no romantiza la tragedia que conlleva la muerte; más bien, sublima el dolor de la ausencia. Y honra la vida a través de la muerte. La Belleza trágica que pinta Muñoz me remite a unos versos de Sor Juana Inés de la Cruz donde la muerte es vista más como exaltación de la vida que como desdicha:

Miró Celia una rosa que en el prado
ostentaba feliz la pompa vana
y con afeites de carmín y grana
bañaba alegre el rostro delicado;

y dijo: goza, sin temor del Hado,
el curso breve de tu edad lozana,
pues no podrá la muerte de mañana
quitarte lo que hubieres hoy gozado;

y aunque llega la muerte presurosa
y tu fragante vida se te aleja,
no sientas el morir tan bella y moza;

mira que la experiencia te aconseja
que es fortuna morirte siendo hermosa
y no ver el ultraje de ser vieja.

 


Elsa Muñoz: Ocaso, 2012, óleo sobre lienzo.

 

Hay una obra anterior de Elsa Muñoz, Ocaso, 2012, que también rompe con la forma tradicional de acercarnos a la evocación del Día de Muertos. Muñoz seduce al espectador con este otro claroscuro. Al observar detenidamente el cuadro, me sitúo en el centro de la habitación que observo. Al mirar dialogo con la obra, y a pesar del calor de la paleta, me produce calosfrío. Hay una fina cortina que bifurca el crepúsculo de la vida. Del otro lado de la cortina, vislumbramos el ocaso: la redención, la indulgencia y el olvido. En esa recámara en penumbras no estamos a solas. Ahí mora la ausencia de alguien. El cuarto ha quedado ocupado por los recuerdos de los que ahí vivieron. El cuadro es un homenaje a la vida, es una plegaria y es una ofrenda a

…la vasta vida 
que aún ahora es tu espejo: 
cada mañana habré de reconstruirla. 
Desde que te alejaste, 
cuántos lugares se han tornado vanos 
y sin sentido, iguales 
a luces en el día. 
Tardes que fueron nicho de tu imagen, 
músicas en que siempre me aguardabas, 
palabras de aquel tiempo, 
yo tendré que quebrarlas con mis manos. 
¿En qué hondonada esconderé mi alma 
para que no vea tu ausencia 
que como un sol terrible, sin ocaso, 
brilla definitiva y despiadada? 
Tu ausencia me rodea 
como la cuerda a la garganta, 
el mar al que se hunde.

Quizá no haya una sensibilidad mayor que este poema de Jorge Luis Borges, “Ausencia”, que mejor ilustre el Ocaso de Elsa Muñoz. Esta plegaria pictórica no moraliza. Vincula sensibilidades. Como espectador me toca ponerme en los zapatos del difunto y desde la cama percibo la partida del día o la llegada a la otra vida. Contemplo el fin del día y me cautiva la sombra del interior. Y por un momento reposo entre la penumbra y la luz, entre la creación y la extinción. Muñoz me planta frente al vacío y me lleva a comulgar con mi propia existencia: ¿cuál ha sido mi función en esta vida? ¿Fui dichoso? ¿En verdad estamos vivos? Y si estamos muriendo, ¿qué dejamos? O acaso, ¿estamos muertos en vida? Y si tuviéramos la opción de escoger, ¿estaríamos dispuestos a cruzar el umbral de la muerte? ¿O preferimos quedarnos en las penumbras? ¿Cuál ha sido mi compromiso con la vida y con el prójimo? ¿Gané o perdí? La obra de Muñoz es excelsa y su aproximación a la muerte es contemplativa. A través del arte nos plantea paradojas existenciales. El placer que produce su obra es inefable, no se puede traducir; este acercamiento mío es torpe e inútil. Lo sé. Sin embargo, agradezco que a través del arte nos brinde una oportunidad para la redención. Con razón, Ernesto Sabato llegó a proclamar: “Si algo ha de salvar el corazón del ser humano, eso ha de ser el arte”.

 

Las obras de Rocío Caballero y Elsa Muñoz nos permiten acercarnos a la muerte desde propuestas estéticas diferentes. Ambas manejan la forma con maestría, pero es el compromiso con el contenido de sus obras el que me seduce y me mueve. Ambas poseen una sensibilidad poética profunda que comulga con las sensibilidades de poetas de otros tiempos, pero también del nuestro.

Al comenzar estas notas me acerqué a En el umbral del silencio y a El velo entre dos mundos desde mi bagaje cultural dominado por referencias patriarcales. Dialogaba con el otro, pero no completamente con la otra. Al incursionar en la poesía de Santa Teresa, Sor Juana, Julia de Burgos, Marguerite Yourcenar y Rosario Castellanos percibí que sí existen diferencias de género al percibir la vida y la muerte. No quiere decir que una sensibilidad sea mejor que la otra, pero cada una ofrece una visión singular e irrepetible. No obstante, puesto que tanto Caballero como Muñoz son pintoras contemporáneas, hurgué entre poetas de mi generación para escuchar y comulgar con su voz y visión sobre la muerte. Juana Iris Goergen posee una de las voces poéticas más meroblaes de Chicago y gentilmente me compartió el siguiente poema que vendría a cerrar la trinidad poética sobre la muerte que nos acoge en estos días de aciago y júbilo:

Monserrat Maset: La querencia

“Blanco rocío.
Cada púa en la zarza
tiene una gota.”
—Busón

a Mamá, in memoriam 

El círculo perfecto de tus manos,
el juego de tus manos en el aire
me devolvió al origen,
y ahora me doy vuelta,
y me miro de frente con todas mis arrugas,
buscando al soplo humano que me habita en los espejos. 

Del viento al aire,
he perdido la fibra
que separa el sueño del que sueña. 

Un arcoiris de recuerdos jugando con los bordes
de tu enorme presencia,
repleta de ser,
siempre esperanza
siempre sonrisa
siempre querencia
a tanto número huérfano de tu nombre. 

Inventándonos. 

Tu imagen sin sonidos,
la línea de tus manos
acorraladas de girar,
repartiendo sortilegios:
“para que no se les borre el futuro”
“para que el amado regrese a tiempo” 

Y para que mi espacio quede habitado
nombrándose infinito en tus pedazos,
en tus ojos serenos,
en tus manos perfectas,
que yo,
la más pequeña de tus hijas,
veo traspasar la nada,
alargadas
en el borde del centro del misterio
para llegar a mí
desde el signo perdido donde juego a tu ser,
juego a tus manos. 

Juego a encontrarte en las palabras
sabiendo que te pierdo.

 

Franky. Director editorial de El BeiSMan. Escritor y diseñador gráfico. Ha sido cofundador de varias revistas literarias en Chicago: Fe de erratas, zorros y erizos, Tropel contratiempo. Es coautor del libro Rudy Lozano: His Life, His People (1991). Fue antologado en Se habla español (2000). Ha sido editor y productor de los libros de arte: Marcos Raya: Fetishizing the Imaginary (2004), The Art of Gabriel Villa (2007),René Arceo: Between the Instinctive and the Rational (2010), Alfonso Piloto Nieves Ruiz: Sculpture (2014).

La Muerte Niña: Day of the Dead
National Museum of Mexican Art, del 18 de septiembre al 13 de diciembre
1852 W 19th St, Chicago, IL 60608