Veinte canciones en desamor y un poema sosegado, Febronio Zatarain
La Zonámbula (Colección Pausa Poética), 2015, 52 páginas, ISBN 978-6079193713
La tarde que abrí estas páginas cuyo título hace alusión al de Neruda, para mi sorpresa encontré canciones populares como título en cada poema y en ellas el desamor, como el mismo título del libro. Primero repasé mi descreimiento pero a pesar de mí, reconocí la mayoría de esas canciones, saltaron desde el desván del olvido donde se encontraban ocultas, no solo pude ver el rostro antiguo de esas canciones, de inmediato sonó en mi recuerdo el eslogan de canal 14.10 (XEKB) desde la bella Guadalajara, seguido de la hora exacta. Y me caí de la nube en que andaba.
Me caí de la nube en que andaba
como a 20 mil metros de altura
por poquito que pierdo la vida
Y qué más se puede hacer cuando se cae lleno de frío desde los brazos de la amante hasta perderse en la profundidad del televisor apagado que se volvió caverna, donde la única luz posible es la de los ojos de un gato triste y azul. Porque todo lo que queda del desamor es impreciso y borroso, eso sí, el cuerpo queda impregnado de recuerdos.
Se lee una frase, se huele un perfume, se toca un cuerpo y algo de ello se queda escondido en el cerebro y, de pronto, un día vuelve todo[1].
El hombre recibe la estocada, porque si una canción en desamor deja al corazón en añicos, veinte dejan calosfrío en el alma, entonces el poeta amante, situado frente al abismo de los brazos vacíos, se inclina hacia la hoja en blanco para contener el vértigo, antes de ser tragado por el vacío de un email; ante un teclado de un Instituto cualquiera hace un desesperado intento de recuperar la arroba @.
Solo y herido/ así me dejás. El amoroso vive al día, no alcanza a salir ileso del fingimiento que es el amor cuando termina. Se le vive, se le siente, y muy pocas veces se alcanza a escapar antes de que estalle en el rostro. El tiempo se vuelve lentísimo, el amante se queda sin saber cómo tragar ese momento, intenta tapar el sol con un dedo. Cuando una ausencia en particular acecha, tiene ojos y muerde. Se puede volver una masa sanguinolenta de dolor, hacer de este dolor un arte que se repite y se repite. Herido, condenado y maldito.
Volteo a ver la luna
y no la veo
porque no es un lugar
nada es un lugar
nada existe
mi tristeza está en todas partes
Es verdad, toda poesía debe tener algo de maldición, pero un momento, parece decirnos Febronio Zatarain, seamos salvados por un poco de humor, después de todo, las palabras humor y amor terminan igual, también son esbozo de algo impreciso, las dos palabras contienen algo de realidad; aunque ninguna pueda develar la oscuridad. Sin embargo, nos dice el poeta, existen salidas: se pueden tomar buses o trenes para escapar de los sueños cuando son tiernos en las noches/ las mañanas/ las tardes. Y si se creyó, como casi siempre, que el amor no envejecería y a pesar de todo muere, quedarán para el consuelo José Alfredo Jiménez y alcohol suficiente para emborrachar esa imprecisión abrasante que es el dolor.
El amante vive y se mueve en el coto cerrado del engaño o fue dios quien Ya en el clímax de su juego/ quiso inventar algo/ que fuera en contra de la lógica. Y como dios inventó al hombre a contra lógica, el hombre en respuesta inventó el amor y ambos inventos: hombre y amor quedaron rodando en la inmensidad del ciberespacio como un documento no salvado, donde un ser maligno de un golpe certero, a la tecla precisa, puede borrarlo todo (delete).
Y estas veinte canciones ruedan con la mecha encendida engaño-ocultamiento-veladura, aún en el tiempo del email, wahtsapp, twitter y Facebook; a pesar de la modernidad sobrevive el arcaico lugar común del amor: sólo amigos. Al amante en orfandad le espera otra separación: la pantalla del ordenador, cristal engañoso donde se ve y no se ve a la que se espera. En esa máquina culpable quedan guardados cada guiño, cada sonrisa, el pelo mojado sobre la frente… recuerdos en archivos. Ni el auto salva, porque sobre el parabrisas, en los días lluviosos la amada se multiplica como los postes del alumbrado.
Entonces nos llega un poema sosegado como si se saltara del infierno al paraíso con el puño cerrado, las imágenes parecen no agobiar y se pasa de un número a otro entre los árboles desnudos, donde habitan dos mujeres de sal que mandaron al diablo al perverso Lot y un pordiosero es el mismo poeta vencido por nubarrones, quieto en la banca de un parque. Y aquí, entre las letras de Febronio Zatarain, el sosiego puede ser otro fingimiento como un resplandor que ciega: Llega la sed y me sueltas/ agua de luz.
Pero no hay que ponernos demasiado serios, en el fondohay espejos que nos regresan el reflejo del poeta mientras espera el bus montado en una bicicleta.
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[1]Hilario Barrero: Poética para Susana, 2002
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Iliana Hernández Arce. Nació en Guadalajara, Jalisco. Ha participado en las antologías: Osadía (2011); Caleidoscopio (2011); Arrebato (2012). Con el libro Suicidario ganó la beca del CECA 2014.
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