David Bowie, un Aristófanes de la música popular


 

Entre los innumerables proyectos que me propuse este año, uno de ellos era reseñar el nuevo disco de David Bowie, lanzado hace apenas algunos días. Cuando me enteré de que Bowie había programado su lanzamiento para que coincidiera con su cumpleaños 69, me pareció, como toda su obra, un refinado acto de excentricismo: meses de intensa labor creativa que rematarían en una maratónica parranda con el mismo Bowie como invitado de honor. En apariencia, la vida de Bowie no fue más que eso: una perpetua vindicación de los quince minutos de fama de Andy Warhol.

Algo similar a lo que Borges pensaba sobre Wilde ocurría con Bowie: el británico fue un hombre profundo que se empeñaba en parecer superficial. O por lo menos esa es la conclusión a la que llegué esta mañana al enterarme de su muerte: en realidad Bowie no preparaba el lanzamiento de su disco como un acto de banalidad neoyorquina, sino como el último encore de una vida ya más que ovacionada de por sí.

¿Cómo hablar de David Bowie, de este camaleónico genio, de este moderno Midas que, apenas tocaba algo, lo enriquecía? Abrumadora tarea, más apta para biógrafos y coleccionistas de parafernalia que para un fanático tardío y desinformado, familiarizado sólo con parte mínima de su extensa obra. Y, no obstante, una parte potente, transformadora. Porque eso ha sido Bowie para mí: una fuerza desmedida y sublime a la vez, una presencia avasallante.

Decía que Bowie se esforzaba por mostrarse baladí. Pero, por más que así lo quisiera, nada de superficial había en él. Nadie capaz de revelarle íntimas afinidades a otra alma lo es. Bowie irrumpió en mi vida como un inesperado e irreverente alud. Su música la encontré por primera vez durante los años más solitarios y más intensos de mi vida: mis años de universitario. Estudiante ingenuo, embobado y extraviado en el vasto universo de los libros, en ese entonces desperdiciaba yo horas y horas tratando de descifrar oscuros tratados filosóficos de los que poco o nada terminaba entendiendo. Pasaba días enteros sumergido en ensoñaciones, deambulando grises calles londinenses que nunca pisaré, admirando la enlamada arquitectura gótica de legendarias universidades a las que nunca entraré, tan sólo para quedar desengañado y divertido con una alegre parodia de la afectada vida académica de Oxford en un memorable disco de Bowie.

No que Bowie fuera un simplón anti-intelectual: concibió poéticas teorías sobre el tiempo, el arte, la naturaleza y la ontología de la música. Y de la justicia: después de pasar semanas estudiando a Locke, a Hume y a Russell, Bowie me recordaba que había, en el mundo actual, cuestiones más urgentes. Fue él, por ejemplo, el primero en volverme consciente de la injusticia de las maquiladoras.

Fue también él uno de los primeros en revelarme la posibilidad de entablar verdaderos vínculos emotivos con otros pueblos, el británico, en este caso. No con su historia política, que es una sucesión de infamias, sino con su música popular, que es un milagro de la era moderna. Y es que poco hay de la perversa historia inglesa que el genio de su música no redima: el acero inglés habrá saqueado al mundo, pero sus músicos lo han enriquecido con creces.

Tal es el caso de David Bowie, y no es difícil imaginarse que su impacto ha sido el mismo tanto en un joven de Manchester como en uno de Osaka o de Quito. Su obra es toda diversión, vindicación e ironía: se dedicó a jugar con las apariencias para evidenciar nuestras flaquezas. Manejó ideas abstractas de una forma prosaica y entrañable. Ilustró y supo hacernos ver tanto las vilezas como las virtudes del mundo moderno: escribió y cantó sobre adolescentes convertidos en sicarios del estado, hizo de la vida neoyorquina una épica, compuso una sutilísima elegía a las víctimas del 9/11 sin siquiera mencionar el incidente y manejó la mística de la Biblia como si no fuera más que un cómic. Supo también de excesos y de entrega, y no hubo tema que no poetizara y después parodiara con exquisita teatralidad: fue, en breve, como un Aristófanes de la música popular.

Ser camaleónico e impredecible, las interpretaciones que surgirán acerca de su vida serán tan variadas como su obra misma, y todas serán igualmente válidas. Yo me quedo con la mía: un encuentro siempre inesperado y sorpresivo. Esta mañana, en lugar de estar sumergido en su música y escribiendo la prometida reseña, la noticia de su muerte me encontró lijando viejos gabinetes y envuelto en una gruesa bruma de aserrín. O quizá, siéndole fiel a la infinita variedad de su mundo y al poder transgeneracional de su obra, la imagen con la que decida quedarme sea la siguiente: mi hija de cuatro años se me acerca y me dice, pon rebel, rebel, papi; luego, me toma de la mano y bailamos y coreamos la canción juntos.

Pocas cosas hay en la vida que me hagan más feliz.

 

 

11 de enero de 2016

 

José Ángel N. autor de Illegal: Reflections of an Undocumented Immigrant.